Hemos procurado tratar un solo tema desde los ángulos más diversos, para que cada cual tenga alguna posibilidad de conectarlo de la forma más directa con sus propios intereses. Se trata de una introducción mínima que remite a una bibliografía en absoluto exhaustiva, pero necesaria para ahondar en cualquiera de los aspectos tratados.
Claro que nuestra tema no era la razón áurea, sino que hemos usado esta constante como un índice de reciprocidad, para sondear cual es la relación de la ciencia con la misma reciprocidad. La constante φ sigue teniendo un papel atípico, marginal y episódico dentro de la ciencia moderna, centrada sobre todo en el cálculo.
Así pues, mi punto de vista preferente no es tanto el de la ciencia y la objetividad, como el de la reciprocidad misma, a la que concedo más importancia; como intento dar más importancia a la conciencia de la realidad que a la ciencia.
Y la realidad misma se parece a una parábola. Podemos decir que junto a la unidad, a veces también simbolizada por el punto, el círculo y la constante π, existen desde la eternidad otras dos grandes constantes matemáticas, e y φ. La constante e, base de los logaritmos naturales y de la función exponencial, encarna a la perfección la exhaustividad analítica del cálculo y mira hacia la pluralidad del mundo. La constante φ, el algoritmo natural de una naturaleza que ignora por completo el cálculo, mira a la unidad sin saberlo. Y la propia unidad, si realmente lo es, no puede mostrar preferencia por ninguna de las dos.
Ahora bien, en la ciencia moderna el peso de e es infinitamente mayor que el de φ, hasta el punto de que podríamos prescindir de φ sin siquiera darnos cuenta. El número e nos remite al continuo y la infinita divisibilidad; φ nos remite a operaciones discretas sin finalidad —y se sobreentiende que la divisibilidad infinita ya es una finalidad humana que siempre puede exceder sus límites de operación. De aquí la necesidad de volver al contradictorio fundamento del cálculo.
Como es sabido, el número e fue identificado por vez primera por Jacob Bernoulli en 1683 en un problema de interés compuesto, y es absolutamente consustancial al moderno espíritu del cálculo con todo lo que conlleva. La razón áurea tiene sin duda un pasado mucho más antiguo pero, a ojos de los modernos, cuesta mucho ver cómo podría haber tenido un papel relevante en el conocimiento de la antigüedad. El número de Euler está en la base de la llamada matemática avanzada o superior, mientras que el número amigo de las musas no puede quitarse de encima lo elemental e ingenuo de su origen —lo que también constituye su mayor encanto. Este el motivo de su permanente popularidad entre matemáticos aficionados.
Esta circunstancia indudable esconde otra ingenuidad por parte del espíritu del cálculo que deberíamos aprender a apreciar. Sabido es que hombres como Stevin o Newton todavía creían que el hombre antiguo podía haber tenido conocimientos más amplios que sus contemporáneos; si matemáticos como ellos aún osaban pensar eso, hay que atribuirlo sin duda al impacto incomparable que en esa época tuvo el legado de Apolonio y Arquímedes —los más avanzados matemáticos de la antigüedad.
Pero esto ya presuponía una idea totalmente sesgada sobre qué era lo avanzado en el conocimiento, que se ha perpetuado hasta hoy.
Se dice que la cantidad de conocimiento se duplica regularmente cada 15 años desde la revolución científica, lo que implica que hoy nuestros conocimientos de física y matemáticas son cuatro millones de veces mayores que en 1687 cuando se publicaron los Principia. Por lo demás esta obra magna ya es de por sí un tratado oscuro y difícil de leer que ha sido y sigue siendo rutinariamente malinterpretado incluso por los mejores expertos.
Intentemos comprender cuatro millones de Principia. No caminamos a hombros de gigantes, sino que los gigantes avanzan sobre nuestros hombros, aunque cada vez menos, como es fácil comprender. Y la lógica del capital acumulado es que el capital acumulado no se arriesga. La teoría de la relatividad y otras «revoluciones» fueron adoptadas siguiendo el principio de mínima eliminación y de máxima conservación del capital. Toda la búsqueda exacerbada de novedad en la física teórica no es sino la huída hacia adelante obligada por no estar permitido examinar realmente los fundamentos. Pero cuanto menos se elimina, y menos se renueva el fundamento, más inexorablemente se envejece.
Obviamente la estratificación del conocimiento y la ramificación de especialidades sigue la lógica del interés continuo y el capital —y deuda- acumulados.
Es realmente curioso que dos constantes tan ubicuas como e y φ, los «dos fractales naturales», crucen tan poco sus caminos en un campo tan ilimitado pero redundante como las matemáticas. Tan curioso, que el estudio del encuentro y desencuentro de ambas constantes debería ser un área de investigación matemática por derecho propio, llena de interés tanto para la matemática pura como para la matemática aplicada. Si esto no ha ocurrido todavía, es por el desarrollo absolutamente unilateral de todas las ciencias y las matemáticas del lado del cálculo y la predicción, que han puesto el resto de sus armas, como por ejemplo el álgebra, enteramente a su servicio.
Se comprende que exista, entre muchos matemáticos, una típica reacción alérgica a las cuestiones que plantea la razón áurea y la matemática de la armonía, y que se vean más como un estorbo que como una guía, puesto que en el fondo de lo que se trata es de ponerle límites discretos y constructivos a un análisis para el que no se quiere la menor restricción. Nada debe medir al que mide.

Parece ser que en la época en que surgió la escritura y las primeras grandes ciudades la casta sacerdotal guardaba los estándares de medida en los templos. Pero la naturaleza es el templo perfecto que lo guarda todo sin ocultar nada.
Hemos dicho que φ parece «el algoritmo natural» de una naturaleza que no sabe medir ni calcular. Pero no tener ningún sistema de medida y de cálculo equivale, en cierto sentido, a tenerlos todos y superarlos a todos; del mismo modo que la falta de intención de la naturaleza supera infinitamente los propósitos humanos. Entonces, el valor de esta rama de la matemática para la teoría de la medida y la computación debería estar fuera de cuestión. Se trata de identificar problemas pertinentes en el dominio de la interdependencia.
En poco más de tres siglos hemos tenido al menos cinco grandes cortes con la concepción constructiva y proporcional de la medida: el cálculo infinitesimal y la mecánica clásica, la teoría de Maxwell, la teoría de conjuntos, la relatividad y la mecánica cuántica. Con cada uno de estos sucesivos pasos, el problema de la medida se ha ido tornando más y más crítico y discutible. Pero es absolutamente superficial pensar que sólo los últimos desarrollos cuentan y que la propia teoría de la medida es un auxiliar para nuestras predicciones. Justamente así es como se construyó esta torre de Babel.
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El interés de la razón áurea iría más allá de nuestra implicación en la complejidad y el cálculo modernos. En este área, siempre son posibles descubrimientos nuevos a nivel elemental tan inesperados que ni siquiera sabemos cómo valorar. Por lo demás, su aparición persistente en la música —esa aritmética inconsciente, al decir de Leibniz-, en ritmos fisiológicos y secuencias anatómicas nos indica su carácter no sólo intuitivo, sino, en última instancia, prenumérico.
Hay aquí una gran pista abierta no sólo para la arqueología del saber, sino para la misma activación de ese conocimiento antiguo que nos parece hoy inconcebible. En el Libro de los Cambios hemos visto un álgebra asimétrico de implicación. Las seis líneas de un hexagrama se corresponden con las seis direcciones del espacio en los extremos de sus tres ejes, que contraponen a un yo y su circunstancia. Pero aquí la simetría de las coordenadas es sólo el marco externo y pasivo, es la asimetría la que constituye el resorte dinámico interno en el que se interpenetran agente y situación.
El Libro de los Cambios es el mejor ejemplo posible de un saber analógico que no depende del cálculo, y hacia el que una cierta lógica natural de la implicación confluye. Lo importante no son los 64 casos o las 384 líneas, sino el plano de síntesis hacia el que apuntan.
Si el análisis tiene su llamado plano complejo para operar con cualquier número de dimensiones o variables, no menos cabe concebir una lógica de implicación que es capaz de reducir cualquier número de variables a un plano igualmente intangible de síntesis, que llamaremos el plano de la síntesis universal o de la inclusión universal.
Por supuesto, en esta época cualquiera que oiga hablar de una «inclusión universal» sólo puede pensar en la confusión universal. Por eso hemos desarrollado el análisis, porque no creemos en el conocimiento que no esté debidamente formalizado. Sin embargo, el desarrollo de la formalización no ha contribuido a una mayor inteligibilidad, sino más bien lo contrario. Para nosotros, cada vez más, el conocimiento formal no es tanto luz como sombra; una sombra que sabemos demasiado bien está proyectada por nosotros mismos. La sombra del poder sobre la naturaleza o los procesos sociales.
Toda la filosofía de Occidente desde Descartes se basa en la idea de una inteligencia separada. Por eso los sucesivos cortes que vienen uno detrás de otro desde Newton no nos parecen tales, puesto que, dentro de esta lógica, más separación de la naturaleza es más autoafirmación. Pero cualquier proceso tiene su límite, y cuando ya no hay nada sobre lo que afirmarse —porque la naturaleza es inhallable-, todo deja de tener sentido, salvo por el mero ejercicio del poder, que carece de estímulo intrínseco para el conocimiento.
Y además, la época dorada en que aumentaba el campo de las predicciones queda ya muy atrás, cada vez más lejos. No volverá, por la sencilla razón de que todo se optimizó para obtener predicciones y toda la fruta baja del árbol ya está cogida. Sólo cabe raspar rendimientos decrecientes en la fea lucha con la complejidad. A pesar de todo a la ciencia moderna le resulta casi imposible revisar sus bases, que es en lo único donde podría haber verdadera novedad. Tenemos la gran ventaja de nuestra perspectiva histórica, pero la misma existencia de las especialidades depende de que no se reflexione sobre sus fundamentos.
La ciencia moderna no es capaz de habérselas ni con la trascendencia ni con la inmanencia; porque ni puede ya separarse más, ni sabe cómo volver a ver las cosas desde el interior de la naturaleza.
Ahora bien, si volvemos la vista atrás como hemos hecho, tan sólo reordenando nuestra percepción de las presentes teorías, ¿qué significa prescindir del principio de inercia? ¿Qué sentido tiene decir que todo se basa en la autointeracción? ¿Qué sentido tiene decir que lo único que percibimos es el Éter?
Se trata de afirmaciones trascendentales, en el sentido en que podría haberle dado el padre de la fenomenología, Edmund Husserl, si se hubiera ocupado de la física. Sin embargo suspender el principio de inercia derriba al falso idealismo de la física de su caballo de madera, esa contradicción tan fecunda que aísla a una bola que rueda del resto del mundo menos de nosotros mismos. Darnos cuenta de que sólo percibimos el Éter, porque sólo percibimos en el modo de la luz es darnos cuenta de que ya estamos siempre en medio y que la propia materia y el espacio son límites trascendentales.
Finalmente, decir que los planetas o los electrones orbitan sus centros por autointeracción sólo puede entenderse como que la relación entre la materia y el medio parece reflexiva simplemente porque ambos no están separados.
Separación y reflexividad son ambas apariencia tanto en el sujeto como en el objeto, y es inútil querer adherirse a una parte queriendo negar la otra, como la ciencia ha pretendido. La inteligencia y el ser coinciden —al menos desde el punto de vista de la inteligencia, puesto que ésta es incapaz de percibirse a sí misma. Esta reflexividad, esta inteligibilidad, es el mismo plano de la síntesis universal. Pero esto también tiene una traducción física. La evolución de un vórtice en seis dimensiones en las coordenadas de Venis podrían ser un buen ejemplo de intersección del naturalismo con el plano trascendental.
Estas ideas las puede aplicar uno mismo tanto al conocimiento mediato como al inmediato de la naturaleza. Desde el punto de vista operativo y formal, todo el conocimiento observable de la física se puede incluir en el principio de equilibrio dinámico. Pero desde el punto de vista de la cognición inmediata, apenas puede uno sostenerse en la contemplación del instante sin la inercia —hasta tal punto esa bola que rueda ha capturado nuestra idea subjetiva de la sucesión. Sin embargo, estos principios, que ahora nos resultan mucho más exigentes desde el punto de vista intuitivo, puesto que están mucho más llenos de contenido, no se basan en la separación de la naturaleza y por lo mismo hacen menos necesaria su forzada «unificación» por el hombre.
Verdaderamente, ese plano trascendental es aquel en que la trascendencia con respecto a la naturaleza y su regreso a ella coinciden —pero en verdad la única naturaleza que aquí se trasciende es la relativa a la inercia de los hábitos, lo que llamamos nuestra «segunda naturaleza». Aquí podríamos decir con Raymond Abellio: «La percepción de relaciones pertenece al modo de visión de la conciencia «empírica», mientras que la percepción de proporciones forma parte del modo de visión de la conciencia «trascendental» [64].
Pero, por supuesto, en la ciencia moderna apenas hay proporciones, porque todas las unidades que manejamos son un amasijo heterogéneo e ininteligible de cantidades —por eso se las confiamos cada vez más a los ordenadores y sus programas para que «trituren» los datos.
El término «trascendental» sólo puede tener significado para aquellos que se ocupen de lo inteligible del conocimiento, no para aquellos que simplemente se contentan con su formalización para obtener predicciones. Sin embargo, aquí lo estamos haciendo descender al núcleo mismo de los principios físicos y de esa eterna incógnita que llamamos causalidad; y esto puede hacerse no sólo de forma cualitativa, sino igualmente cuantitativa.
Ningún físico o matemático necesita creer en la existencia del plano complejo o las variedades complejas, por más aconsejable que pueda ser revisar sus fundamentos; menos aún se nos podría pedir que probemos la existencia de un plano de síntesis trascendental, puesto que la palabra «trascendental» significa que es la condición del conocimiento. El movimiento se demuestra andando, y el conocimiento, comprendiendo.
Además, hablar de la «existencia» de semejante plano con relación al mundo de objetos y medidas no sólo está fuera de lugar sino que invierte por completo la situación. Decía Santayana que las esencias son «lo único que la gente ve y lo último que nota»; desde una perspectiva acorde con lo que ya hemos dicho, y que desde luego poco tiene que ver con las habituales narrativas y cosmologías, la entera experiencia es una transición entre una materia incognoscible pero medible y un espacio diáfano al conocimiento pero inmensurable. La existencia misma es ese proceso de despertar, pero con ritmos disímiles para todo tipo de sistemas y entidades.
Esta nuestra condición «entre el Cielo y la Tierra», entre lo diáfano y lo mensurable, no es una mera acotación filosófica o poética, sino que determina la gama entera de nuestras posibilidades de conocimiento, que empezaron por los actos de contar y medir, de la aritmética y la geometría, y que se han ido complicando sucesivamente con el cálculo, el álgebra y todo lo demás hasta llegar hasta aquí. Y no sólo podemos ver que la determina, sino apreciar que existe siempre una doble corriente, una doble dirección, descendente y ascendente.
Tampoco hay creer que este plano de las esencias se reduzca al aspecto matemático; por el contrario éste es sólo una expresión posible de una infinidad de modalidades. En nuestra época hemos llegado a creer que la complejidad sólo existe en los números, los ordenadores y los modelos, pero la riqueza de los fenómenos siempre ha sido infinita, independientemente de cualquier cuantificación. También nuestras percepciones, como nuestros pensamientos, son una parte fugaz del absoluto.
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La tecnociencia es un continuo de práctica y teoría que dicta lo que parece admisible para ambas. Por otra parte, no son las ideas las que determinan nuestras acciones, sino que es lo que hacemos y lo que queremos hacer lo que determina nuestras ideas.
Para la tecnociencia actual, que la inteligencia esté totalmente separada de la naturaleza es condición indispensable para recombinar todos los aspectos de la naturaleza a nuestro antojo: átomos, máquinas, moléculas biológicas y genes, la interfaz entre cualquiera de ellos bajo el criterio menos restrictivo posible de la información.
Pero garantizar esta separación de dominios para poder manipularlos con toda libertad exige, como hemos visto, principios innecesariamente restrictivos, como se advierte ya en la física fundamental, que es también el plano fundante de nuestro comercio con la naturaleza en general.
Reintegrar la inteligencia a la unidad del ser es absolutamente contrario al principio liberal de separación arbitraria para poder unir y recombinar a su antojo. La mera posibilidad de una inteligencia en la naturaleza amenaza de cortocircuito a la propia inteligencia separadora que se ha erigido en árbitro supremo.
Y sin embargo, ya lo hemos visto, la idea de que hay realimentación en la órbita de un planeta o un electrón es menos contradictoria que el predicado habitual de que estamos ante una bala de cañón atrapada en un campo. De hecho no es contradictoria en absoluto: sólo es absolutamente desconcertante, además de inconveniente.
Queremos ver por un lado una inteligencia separada, y por otro una materia completamente inerte, y entre ambas ficciones, la evidencia de una conciencia perfectamente impersonal, preindividual y sin cualidades se hace del todo inconcebible.
Tampoco tiene nada de extraordinario que los cuerpos aparentemente heterogéneos busquen el equilibrio con el medio homogéneo del que han salido y que no puedan hacerlo sin su concurso. El aspecto particular de este equilibrio es indiscernible de la inteligencia de esa entidad o sistema, que no puede dejar de participar de la inteligencia universal. De no ser por la conexión con ésta, nuestra misma inteligencia sólo existiría subjetivamente para nosotros mismos.
No es extraño, pero es totalmente inconveniente para las prácticas en las que estamos sumidos, para la mezcla horizontal indiscriminada que aspira a disolver todas las barreras naturales.
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En la inmediata postguerra, en torno a 1948, y a la sombra del proyecto Manhattan y otros programas militares, surgen tres nuevas «teorías» que consolidan el nuevo estilo «algorítmico» de las ciencias: la electrodinámica cuántica con sus interminables ciclos de cálculo, la teoría de la información, y la cibernética o moderna teoría del control. A esto se sumaba, cinco años después, la identificación de la hélice del ADN, que pronto sería reducida igualmente a la categoría de la información.
Salvo por las proezas de cálculo que son su única justificación, la cuantización del campo electromagnético era una empresa superflua a nivel teórico que nada nuevo añadía a las ecuaciones conocidas. Lo gracioso es que sus promotores tuvieran que estar ahuyentando términos como «autointeracción» y «autoenergía» que continuamente les saltaban a la cara. Además de lo indeseable de estos términos para una teoría que se precie de fundamental, en física se supone que cualquier retroalimentación sólo puede aumentar los efectos no lineales.
Así, mientras la física fundamental luchaba a brazo partido por conjurar la idea de retroalimentación, la cibernética tenía que asumir que ésta es una propiedad emergente de seres con organización compleja, constituidos a su vez por bloques «fundamentales». Simultáneamente, la teoría de la información pirateaba una versión paralela de la entropía mecánico-estadística de Boltzmann, en lugar de la entropía irreversible de la termodinámica. Cuestionar la herencia del pasado hubiera estado fuera de lugar, así que los teóricos se contentaron con generalizar procedimientos heurísticos, y no podía ser de otro modo puesto que el continuo ciencia-tecnología no demanda otra cosa.
Hemos visto que nuestra misma idea de la mecánica celeste, del cálculo y de la interpretación mecánico-estadística de la Segunda Ley están basadas en flagrantes racionalizaciones —por no hablar de desarrollos más recientes. Incluso la explicación del funcionamiento de nuestro corazón se basa en una racionalización que intenta ignorar la monumental evidencia del papel de la respiración en la dinámica global de la circulación de la sangre.
La única razón por la que mantenemos estos espejismos es porque reafirman nuestra idea de que tenemos una inteligencia separada, a la vez que justifica nuestra intervención indiscriminada en la naturaleza, una naturaleza que muy convenientemente se quiere reducir a leyes ciegas y procesos aleatorios. A los hombres de ciencia les parece chocante como mínimo hablar de lo trascendental en el conocimiento pero todo el conocimiento científico moderno se basa en un yo que se pretendía trascendental, y que finalmente se hizo trivial.