En el cálculo, las cantidades infinitesimales son una idealización, y el concepto de límite que se aporta para fundamentar los resultados obtenidos, una racionalización. La dinámica idealización-racionalización es consustancial al material-liberalismo o liberalismo material de la ciencia moderna. La idealización es necesaria para la conquista y la expansión; la racionalización, para colonizar y consolidar el terreno conquistado. La primera reduce en el nombre del sujeto, que siempre es más que cualquier objeto x, y la segunda reduce en nombre del objeto, que se convierte en nada más que x.
Pero irse a los extremos no asegura para nada que hayamos captado lo que queda en medio, que en el caso del cálculo es el diferencial constante. Percibir lo que no cambia en medio del cambio, ése es el gran mérito del argumento de Mathis, que ninguna otra consideración le puede quitar. Ese argumento tiene la virtud de encontrar en el núcleo del concepto de función aquello que está más allá del funcionalismo, pues la física ha asumido hasta tal punto que se basa en el análisis del cambio, que ni siquiera parece plantearse a qué está referido éste.
Piénsese en el problema de calcular la trayectoria de la pelota tras un batazo para cogerla —evaluar una parábola tridimensional en tiempo real. Es una habilidad ordinaria que los jugadores de béisbol realizan sin saber cómo la hacen, pero cuya reproducción por máquinas dispara todo el arsenal habitual de cálculos, representaciones y algoritmos. Sin embargo McBeath et al. demostraron en 1995 de forma más que convincente que lo que hacen los jugadores es moverse de tal modo que la bola se mantenga en una relación visual constante —en un ángulo constante de movimiento relativo-, en lugar de hacer complicadas estimaciones temporales de aceleración como se pretendía [65]. ¿Puede haber alguna duda al respecto? Si el corredor hace la evaluación correcta, es precisamente porque en ningún momento ve nada parecido al gráfico de una parábola. El método de Mathis equivale a tabular esto en números.
¿Cuánto puede sintetizarse el conocimiento? Si no hay forma de demostrar que un algoritmo es el más compacto o el más económico en términos de tiempo, tampoco puede haber ningún límite explícito para su compresión, y lo mismo cabe decir para todo el conocimiento formal. Sin embargo, existe una guía informal pero eficaz tanto para sintetizar el conocimiento como para mejorar su calidad: atender siempre al medio invariable, a lo que no cambia en medio del cambio. Y aunque se trate de un principio informal, siempre es posible reconocer sus lineamientos: el ejemplo citado es suficientemente claro tanto en el mundo real como en el análisis formal.
De hecho, habría que decir que nos da una pauta incomparablemente más recta y simple que los «modelos alternativos», que son justamente los modelos establecidos del cálculo estándar y el análisis de algoritmos para tareas en inteligencia artificial. Con el tiempo podemos encontrar una infinidad de instancias con un potencial de convergencia al menos tan grande como lo es el potencial de divergencia para el acostumbrado análisis del cambio.
Ejemplos de idealizaciones son la inercia, las cantidades infinitesimales, las partículas puntuales y su identidad individual, la reversibilidad a nivel fundamental, el sincronizador global newtoniano y el relativista, las constantes físicas con dimensiones que serían independientes del entorno, o el espacio como variedad diferenciable. Se trata de ideas-fuerza que, a la vez que surgieron como necesidad íntima de un sujeto y una cultura, expresaban su voluntad de expansión hasta la última potencia. Esta idealización requería una fe intensa en el programa que hoy sólo podemos subestimar cuando incluso la fase de racionalización ya nos parece innecesaria.
Al momento presente le correspondería moverse más acá de idealizaciones y racionalizaciones, no más allá de ellas, puesto que ellas ya son la expresión de un vaivén entre extremos y del uso extremista del ejercicio de la abstracción y la experimentación. Lo cosificado es sólo pensamiento, pero el sujeto que piensa es otro pensamiento también, y la actividad del pensar, el Logos que da forma al mundo, sólo puede reverberar de forma distorsionada entre ambos.
La idea de un medio invariable y la idea de equilibrio dinámico, principios hasta ahora alejados de escena por idealizaciones que se sobreviven, son las dos caras de la misma moneda y definen un nuevo espectro de relaciones entre el conocimiento formalizado y conocimiento no formalizado, entre dualidad y no dualidad.
Pensar que hoy estamos más cerca de una «teoría final» en física de lo que estábamos en tiempos de Newton es sólo un espejismo. Se podría aumentar la cantidad de conocimientos por un trillón sin por ello acercarnos más a ninguna verdad definitiva. En la práctica llega mucho antes el cansancio que el verdadero conocimiento; pero el cansancio mismo llega por la incapacidad de eliminar y renovarse, igual que en el envejecimiento físico.
Tampoco estamos más cerca de «desentrañar el misterio de la conciencia» que en la época de Leibniz y Newton. De hecho estamos más cerca de esa época que de «la solución final»… entre otras cosas, y para empezar, por ni siquiera haber reconocido cosas como por qué funciona el cálculo. Parece que ni hemos sospechado que ambas cosas puedan estar conectadas.
El conocimiento formal puede aumentar indefinidamente sin llegar jamás a lo que ahora mismo estamos experimentando, y el avance en el conocimiento informal sólo se produce por el reconocimiento y apreciación de la existencia de algo donde creíamos que no hay nada. Igual que el poder y el conocimiento se limitan mutuamente, también lo hacen el conocimiento sin forma y el formal, pero no puede haber ninguna ley que limite ni anticipe sus relaciones.
No hay entonces un «horizonte trascendental» de acercamiento gradual a la verdad para el conocimiento social acumulado, pero tampoco para el conocimiento que ha trascendido o ha ignorado siempre las formas. Por lo mismo, hay en el conocimiento formalizado la posibilidad de trascender las formas, en el sentido de dejar atrás idealizaciones y racionalizaciones.
Hoy se podría aprender mucho más modulando delicadamente los estados de las partículas que estrellándolas en los aceleradores, igual que se puede aprender más desarrollando la teoría de la partícula con extensión que especulando sobre el origen del universo. Pero para ello habría que quitarse de encima el peso extremado de nuestras apuestas, vale decir, las exigencias de nuestras presentes teorías. Decir que en ciencia ya hemos llegado a «el fin de la teoría» sería el ejemplo más claro de propaganda extrema de las ya existentes. De hecho si muchos experimentos de laboratorio no tienen hoy mayor trascendencia es porque de inmediato se fuerza una interpretación estándar de hechos que en absoluto estaban previstos por esa teoría.
Sabido es cómo en 1956 Bohr y von Neumann llegaron a Columbia para decirle a Charles Townes que su idea de un láser, que requería el perfecto alineamiento en fase de un gran número de ondas de luz, era imposible porque violaba el inviolable Principio de Indeterminación de Heisenberg. El resto es historia. Pero esto no es una excepción, sino lo que ocurre constante y rutinariamente. Está claro que una teoría que sustrae infinitos de infinitos todas las veces que haga falta puede predecir cualquier cosa, sobre todo después de los datos. A esto se lo llama «métodos poderosos».
Entonces, no hay observación que la electrodinámica cuántica no pueda racionalizar. Y lo mismo ocurre con las dos teorías de la relatividad, con la mecánica estadística, la mecánica clásica o el cálculo. Hablar de «métodos poderosos» significa sobre todo esto, lo que pone a la búsqueda de la verdad en una situación desesperada. Los epiciclos de Ptolomeo también eran sin duda un método poderoso, puesto que podía hacer frente a todo tipo de observaciones celestes con un poder de predicción prácticamente inmejorable para la época.
El gran problema del conocimiento formalizado es que una vez que se acepta un estándar y se fuerzan en él todo tipo de cosas es terriblemente difícil salir de él. En el caso de la relatividad se aceptó cierta reforma de la mecánica clásica porque además de la urgencia de resolver flagrantes contradicciones, la unificación con la electrodinámica prometía una expansión aún mucho mayor, lo que hacía ciertos sacrificios necesarios. Otra cuestión es que desde Gauss y Weber se podía haber hecho todo de manera diferente, sacrificando otras cosas y obteniendo a cambio otras ventajas.
Incluso si no aumentara un ápice la cantidad de conocimiento acumulado, la formalización del conocimiento pasa por la matemática, y la matemática siempre es capaz de expresar cualquier concepto y relación de conceptos de una forma nueva y hasta irreconocible. Ya lo hemos visto: se pueden describir los mismos fenómenos diciendo que el movimiento de los cuerpos está determinado por las fuerzas externas, que afirmando que son los propios cuerpos los que determinan su movimiento. Quien no se sorprenda con esto, no se sorprende por nada.
Sería mucho más atento con la realidad tratar de recombinar un poco nuestras ideas que tratar de recombinar todas y cada una de las cosas del mundo sin interesarnos más por ellas que en la medida en que las podemos manipular. También sería más atento con la calidad de nuestro conocimiento. En el conocimiento formal cualquier cosa puede llegar a convertirse en cualquier otra cosa, pero aquí no estamos hablando de transformaciones arbitrarias, sino de transformaciones históricamente posibles, transformaciones del sentido.
Con otras palabras, no se puede cambiar todo de golpe ni mucho menos. Pero hay líneas claras de acción para darle la vuelta a un guante sin romperlo, y aquí hemos estado hablando de ese tipo de líneas. El aumento cuantitativo del conocimiento no tiene nada que ver con la mejora de su calidad, y es más bien el síntoma de un gran desequilibrio.
Y a la inversa, la mejora de la calidad está íntima pero no expresamente relacionada con el equilibrio entre el conocimiento formal, basado en el cambio, y la consciencia de lo invariable e indiviso, que no busca el infinito porque sabe que lo tiene dentro de sí. Este equilibrio depende también de la armonía entre principios, medios y fines; en cómo se cierra el círculo de la interpretación sobre el principio usando los medios más rectos.
Incluso si a la matemática le trae sin cuidado cuál es la realidad, no deja de depender de la forma, que se convierte así en su realidad propia. Es a través de la física matemática que ha salido de su extraordinario aislamiento, pero la física ha usado y abusado de la matemática para conquistar el mundo más que para verlo. Claro que lo contrario siempre es igualmente posible: la matemática puede usar la física para indagar su relación con la realidad, de una forma totalmente distinta de la empleada hasta ahora.
Puesto que la realidad es ante todo lo que no tiene forma y lo que es el soporte de las formas, pero la matemática puede empezar a vislumbrar otra relación con ella a través del reconocimiento en la unidad de la constancia en el cambio. Es en este sentido, como intérprete de la física en su sentido más básico, que puede trascenderse a sí misma y alcanzar el plano trascendental.
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En el diálogo platónico Menón, Sócrates le plantea preguntas a un joven esclavo sin más cultura que su conocimiento del griego dibujando un cuadrado en el suelo y luego otro. Tras un hábil interrogatorio, preguntándole por la longitud que debe tener el lado del segundo cuadrado para que su área doble la del primero, y tras fases intermitentes de estupefacción, consigue alumbrar en él la idea de los números irracionales, que según se ha dicho supuso en la antigüedad la primera gran crisis de la matemática. Sócrates se precia de no haber instruido al esclavo embutiéndole un conocimiento ajeno, sino tan sólo de hacerle comprender algo «sacándolo de su propio fondo» cuestionando sus primeras respuestas.
Como siempre, pueden hacerse diversas lecturas de este famoso momento pedagógico, y Gómez Pin, en un magnífico libro cuyo subtítulo es precisamente El saber del esclavo, lleva más lejos el razonamiento hasta que el esclavo descubre por sí mismo la idea subyacente al cálculo infinitesimal [66]. Ciertamente, para nosotros parece que se puede pasar en dos horas de los números irracionales y los reales a la concepción del cálculo, pero, ¿por qué entonces llevó más de dos mil años desde la época de Platón? Muchas grandes mentes le dedicaron a este problema no sólo dos horas, sino gran parte de sus vidas, sin acercarse al núcleo de la cuestión.
La cultura y el conocimiento que atesoramos como sociedad sirve tanto para inscribir cosas nuevas en nuestras mentes como para borrarlas. Pero el conocimiento de alto nivel, el conocimiento muy especializado, es una planta muy delicada. Los matemáticos, naturalmente piensan que la verdadera fábrica de ideas no está en la filosofía sino en la matemática; a esto podría aducirse que los matemáticos puros manejan conceptos de una textura mucho más enrarecida, y que sólo han alumbrado verdaderas ideas cuando ellos mismos han sido filósofos, como Pitágoras, Descartes o Leibniz, o en todo caso «filósofos naturales» o físicos como Newton.
Los conceptos de los matemáticos de hoy sólo sirven en la punta de lanza de la instrumentalización. ¿Qué es lo que un físico o un matemático de hoy puede transmitir incluso a un público educado sobre sus investigaciones? Gómez Pin dice que el conocimiento categorial inscrito en el lenguaje es más básico que el conocimiento matemático: diferencias como cantidad y cualidad, o la categoría de medida, que es justamente una mediación o síntesis de ambas.
Sin duda hay bastante de cierto en esto; hay ideas más básicas que las matemáticas, que no son privativas de ninguna disciplina, y que encauzan la deriva de los conceptos matemáticos. Estas ideas pueden ser síntesis culturales de toda una época o una civilización. Y finalmente, hay símbolos, que ni siquiera pasan por las antinomias de ideas y conceptos pero que pueden adoptarlos por mera conveniencia externa. En otro tiempo, esos símbolos fueron soportes de diversas tradiciones que procuraban transmitir un conocimiento completamente más allá del dominio de las formas.
Hay un conocimiento informe que es verdaderamente nuestro raíz y suelo común; las ideas son como la sabia que asciende por el tronco de las diversas culturas, y los conceptos matemáticos, estarían más bien al nivel de las ramas, las hojas y los frutos. Si deja de ascender savia fresca lo que tenemos es el otoño de una cultura, la época de hojas secas. Y el instinto también es una parte del conocimiento implícito, sólo que también él se ve encauzado e instrumentado por el adiestramiento social. Nadie te dice cómo tienes que atrapar una pelota alta, pero que lo hagas jugando a béisbol o aplicándote a cualquier otra cosa sí depende de tu cultura y entorno.
El caso es que se nos presenta el instinto como opuesto a la razón cuando evidentemente es la razón la que se opone al instinto, a la naturaleza atrapada en nosotros. O tal vez habría que decir que ni siquiera es la razón, sino una serie de racionalizaciones. Siempre me pareció que la explicación de Newton de la elipse contradecía no sólo a la razón, ni a la razón y a la intuición, sino a la razón, la intuición y el instinto; y también me parecía que si la gente aceptaba esa explicación, no era desde luego ni por el instinto ni por la razón, sino por un determinado interés. Lo mismo podría decirse de querer encerrar el universo en las leyes de la mecánica.
Veamos qué nos dicen la razón y el instinto ante la siguiente cuestión. Siguiendo la misma lógica que sigue en toda su enmienda del cálculo convencional, Miles Mathis dice que el verdadero valor de la constante π en cualquier situación que comporte movimiento no es 3,14… sino 4. Esto es algo que argumentado con todo lujo de detalles y demostrando, para empezar, que ha leído a Newton y otros clásicos con mucho más detenimiento que sus críticos [67].
Mathis lo que está diciendo simplemente es que no es lo mismo la longitud que la distancia y que para avanzar en una curva como un círculo hay que moverse en dos direcciones a la vez. Se trata sólo de sumar los vectores, no de tomar el gráfico literalmente. Por supuesto que pi nos da 3,14… en relación al diámetro en una línea recta si lo medimos con una cuerda; pero de lo que se trata es de que moverse en una curva comporta simultáneamente una velocidad y una aceleración.
Si alguien tiene dudas que se pregunte si gasta el mismo combustible yendo en un automóvil en 3,14 kilómetros en línea recta o dando la vuelta a un circuito circular de un 1 kilómetro de diámetro. Y si se atribuye la diferencia a la fricción, que se pregunte si un objeto en el espacio con una velocidad impresa, que según el principio de inercia debería continuar con la misma dirección y velocidad indefinidamente, puede dar indefinidamente vueltas. Hasta ahora que sepamos no se ha enunciado ninguna ley de inercia con movimiento perpetuo para el movimiento circular.
Y sin embargo eso es lo que suponen los lemas de Newton del comienzo mismo de los Principia. Según Newton y toda la mecánica celeste desde él, un planeta en una órbita perfectamente circular podría orbitar entorno a un cuerpo central para siempre, exactamente como un móvil perpetuo. Pero creo que es evidente que la fricción no tiene aquí nada que ver con el asunto, puesto que cualquiera entiende de inmediato que se necesita un aporte de fuerza no sólo para cambiar de velocidad, sino también para cambiar de dirección.
La cuestión entonces, no es cómo es posible que Mathis diga lo que dice; la cuestión es cómo es posible que Newton y Euler y Lagrange y Laplace y todos los demás hayan podido aceptar esto durante más de 300 años sin inmutarse, y cómo podemos seguir aceptándolo sin concederle la menor atención. El mismo Mathis se lo pregunta repetidamente, y duda entre la hipótesis de que no lo percibieron y la hipótesis de que sí lo percibieron pero lo ocultaron.
No me cabe duda de que lo percibieron. Pero, como ya he dicho, subestimamos el ascendiente que tuvo sobre ellos un determinado ideal de la ciencia y la naturaleza por igual, la de un mecanismo de relojería gobernado por un relojero. Entonces, simultáneamente a la idea perfectamente utilitaria de expandir el dominio del cálculo a toda costa, se sentía la justificación moral de que eso contribuía a acercarnos a un ideal de la naturaleza perfectamente pasiva ante su creador. Esta mezcla íntima de utilitarismo y de teología disfrazada, en el que se confunden un creador personal separado y un sujeto cognoscente igualmente separado, sigue teniendo un ascendiente enorme incluso hoy; pero lo importante es que el instinto no se conozca a sí mismo. Por otra parte, sin duda creían tomar «el camino más corto» hacia su meta —que también era su ideal de eficiencia. Y además, nadie hubiera imaginado que el cálculo entendido como ingeniería inversa pudiera estar expuesto a este tipo de errores. La verdad no se podía escapar.
Otra forma más de visualizar esto, por si fuera necesario, es mediante la curva conocida como cicloide, trazada por el borde de una rueda al rodar en línea recta sin deslizamiento. La longitud de esta curva es exactamente 4 diámetros u 8 radios, y el movimiento que describe es extraordinariamente elusivo sólo si estamos pensando en el gráfico circular ordinario.

No deja de ser irónico que los primeros estudios concienzudos de esta curva los realizara Galileo, el padre del principio de inercia, —un principio tan elusivo para la época, que no se precisó hasta cincuenta años más tarde tras las contribuciones de Descartes y Newton- con el objeto de calcular cuadraturas. Mientras hacía sus laboriosos cálculos, empujaba una y otra vez con sus propias manos el mejor contraejemplo posible para esa idea de la bola que rueda que ya se había adueñado de su cabeza.
Como es sabido Galileo se opuso a la propuesta de órbitas elípticas de Kepler y siguió defendiendo el ideal de órbitas circulares. Huygens hizo un estudio aún más exhaustivo del cicloide para mejorar la precisión del reloj de péndulo, cuya idea se debía a Galileo. El propio Newton volvió a tener el asunto en sus manos al considerar en el célebre problema de la curva braquistócrona, cuya solución es precisamente el cicloide.
Entonces, no creo que el tema π = 4 merezca más explicaciones; y quien las necesite ya sabe dónde puede encontrarlas. Si lo queremos expresar en términos de límites, puede decirse que los cuerpos viajan en las curvas hasta el límite de los lados menores del triángulo, en vez del límite del lado mayor. Es lo que se conoce como «métrica de Manhattan», y arroja una profunda sombra de duda sobre la base de la inmensa mayoría de las métricas. Claro que la cuestión puramente «técnica» palidece ante el efecto que debería producir en nuestras mentes encontrar tales agujeros que se remontan a tres o cuatro siglos atrás. Esto por sí solo debería cambiar radicalmente la percepción de nuestra relación con la ciencia.
Precisamente lo que muestran las derivaciones de Huygens y Newton, justo antes de que cristalizara el cálculo, es el delicado paso que media entre hablar de proporcionalidad en las fuerzas y su igualdad. Como en el caso de la definición de las fuerzas centrales, Newton es extremadamente cauteloso y se cuida de hablar de fuerzas iguales; pero una vez que el cálculo ha allanado el camino, la igualdad se dará ya por hecha. Con el surgimiento de las «cantidades evanescentes» también se disuelven para siempre las proporciones constantes de las figuras geométricas.
Es posible que buena parte del desencuentro entre el cálculo y la proporción continua se deba a la porción escamoteada al movimiento en su reducción a los gráficos, y la cinemática del círculo sería sólo el más claro ejemplo. Se ha dicho que la proporción continua pertenece al dominio de la estática, en contraste con el mundo cambiante del cálculo —pero en realidad lo que ocurre es lo contrario, es el cálculo, la herramienta destinada a describir el cambio, la que se adhiere a lo estático de las figuras. Esto podría tener profundas implicaciones en el análisis de la proporcionalidad, una posibilidad que fue arrancada de raíz y borrada del mapa por la propia forma de operar del análisis estándar.
El cálculo, tal como ha sido entendido supone realmente una inversión de los planteamientos de la física. Como observa Krishna Vijaya, en lugar de determinar la geometría a partir de las consideraciones físicas, derivando de ellas la ecuación diferencial, desde Leibniz y Newton se establece primero la ecuación diferencial y luego se buscan en ella las respuestas físicas. Ambos procedimientos están muy lejos de ser equivalentes, pero la misma creencia en la realidad de los diferenciales se sigue del procedimiento adoptado. Sigue siendo necesario revertir este procedimiento para abrir los ojos y recobrar la perspectiva correcta [68].
Idealmente, descripción y predicción deberían estar equilibradas, lo mismo que la memoria y la anticipación, con las que creamos continua y reflexivamente nuestra percepción del tiempo. Sencillamente, si se ha creído que la matemática tiene una efectividad irrazonable a la hora de predecir ocurrencias naturales, es porque se ha escamoteado una parte muy grande de la descripción. Esto crea una enorme disonancia cognitiva tanto en nuestra percepción de la naturaleza como en nuestra idea de la ciencia y el conocimiento. La ciencia moderna está siempre urgida a ser más y más «creativa» para ser cada vez menos consciente de la naturaleza de sus manipulaciones. Pero existe un camino en que coinciden la liberación de la naturaleza y del sujeto cognoscente.
Se puede comprender sin calcular, y se puede predecir sin comprender. La morfología de Venis es un índice de lo primero, y la física moderna sin duda es el mejor exponente posible de lo segundo; pero eso no significa que un tipo conocimiento excluya al otro, todo depende de cómo se elaboren y deriven las conexiones. El verdadero problema es que la tecnociencia moderna está mucho más interesada en manipular que en comprender, y hasta un punto tal, que la comprensión se vuelve inconveniente. Lo cual a su vez también limita el grado de desorden que los humanos podemos crear.
Los filósofos se han quejado repetidamente de que el cálculo suponía una conversión del movimiento en espacio, pero nunca han sido capaces de sustanciar sus alegatos. Ahora que eso ya está hecho, tienen la oportunidad de ahondar en el tema.
El cicloide y la rueda podrían servirnos como indicio para abordar una cuadratura diferente de la que se proponía Galileo; casi podríamos decir que opuesta, aunque nunca deje de tener un punto importante de contacto. Sabido es que a lo largo de la historia, y para culturas muy diferentes, el círculo y el cuadrado fueron símbolo del Cielo y la Tierra, de lo activo y de lo pasivo, y de lo dinámico y lo estático respectivamente.
Sin embargo el entendimiento de qué era «dinámico» y qué «estático» se invirtió definitivamente en el breve lapso que va de Galileo a Descartes. Antes de esta inversión, el movimiento y los cambios en la extensión podían reflejar el cambio, pero más bien de forma accidental; y así, la potencia y el acto en Aristóteles tenían un sentido incomparablemente más amplio que el que hoy en física se atribuye a la energía potencial y la cinética —un par expresamente definido en función del movimiento.
La física despega cuando empieza a definirlo todo en función del movimiento y la extensión, aunque de una forma muy poco clara y distinta, se tiene consciencia de que no toda la realidad física se puede reducir a movimiento y extensión.
«Lo que se mueve no cambia y lo que cambia no se mueve». Cuanto más nos acercamos a nuestra época, más importancia cobra el movimiento, y cuanto más nos alejamos, más secundario y relacionado con las apariencias se lo considera. Pero en esta continua transformación hay permanentemente un doble movimiento; pues es evidente que el cálculo también ha congelado el movimiento y no sólo lo ha reducido a formas geométricas sino que ha asumido sus relaciones cuantitativas estáticas.
Este doble movimiento de ascenso y descenso, de condensación y volatilización es realmente un proceso natural y espontáneo que puede tener lugar a diferentes niveles —individuales, colectivos, físicos y no físicos. La historia y los ciclos de diferentes civilizaciones pueden responder también a este doble patrón, y la misma historia de la ciencia muestra una intermitente evidencia de ello.
Han corrido ríos de tinta sobre el dualismo cartesiano que separa la mente y la extensión, pero se ha hablado mucho menos de la dualidad inherente a las cantidades físicas, en que siempre coexisten una parte extensa y otra no extensa, sólo que en este caso sí están mediadas por el movimiento. De aquí van emergiendo sucesivamente pares como espacio y tiempo, fuerza y masa, cantidades vectoriales y escalares, intensivas y extensivas, hasta llegar a las sumamente complejas unidades de medida actuales.
Esta dualidad de las magnitudes físicas, se presente o no de forma antinómica, no es sino la resolución en el plano del movimiento de la otra dualidad; y no hay ninguna razón para que esta puesta en movimiento tenga fin puesto que se trata del propio despliegue de la razón. Creer que se puede encontrar la causa de la conciencia a algún determinado nivel de operaciones físicas es jugar al escondite con nosotros mismos. La sustancia pensante ya está enhebrada en la descripción de cualquier nivel de causalidad física desde los tiempos de Galileo y Descartes e incluso mucho antes; así que en vano esperamos a que las paradojas de la mecánica cuántica nos resuelvan estos enigmas.
Hay una gran diferencia entre una idea, e incluso una idea matemática, y la manipulación de símbolos matemáticos. Las ideas realmente profundas surgen cuando los conceptos procuran retornar a la interpretación o representación, y cuando la representación le rinde su tributo a lo no representado, a las implicaciones del conocimiento. Pero la deriva actual de la ciencia impide este retorno que siempre debería ser expectante hacia lo más básico, lo realmente fundamental.
El mundo sería sólo una ilusión si se pudiera reducir a extensión y movimiento, sin embargo la ciencia no acierta a decirnos qué puede ser más allá de estos atributos. Aquí está su límite, pero tendría que ser un límite fecundo. Y el límite entre eso que no puede representar y lo representable pasa precisamente por ese doble movimiento: este es el mejor exponente de la verdadera actividad, en la Naturaleza y en el Espíritu por igual. Podemos encontrar exponentes de ese doble movimiento a muchos niveles, desde el electrón a las relaciones constitutivas de los materiales, desde nuestra respiración al movimiento de los vórtices en la secuencia de Venis, desde el proceso de individuación a la propia autoconciencia.
La esvástica nos ofrece un buen ejemplo de símbolo conteniendo un conocimiento implícito. Se trata ante todo de un signo del Polo y de su acción sobre todas las cosas del mundo; pero también puede ser la forma más clara de expresar la cuadratura del círculo en el movimiento, el propio doble movimiento, el equilibrio dinámico, el Dharma o la reciprocidad intrínseca a la Ley. Poca preocupación podía haber en la prehistoria por nuestros modernos problemas de cálculo, y sin embargo siempre podemos actualizar y dar voz a cada muda expresión de la realidad.
*
El cambio mismo no es sino el lado visible del plano trascendental, pero este cambio tiene infinidad de aspectos que escapan a nuestras limitadas ideas sobre el movimiento. En este sentido, toda la física moderna y la ciencia en general siguen teniendo una mortífera sobredosis platónica, y hemos pasado de la metafísica a la matefísica sin apenas darnos cuenta.
El mero hecho de pensar que existen constantes físicas fijas o partículas idénticas es ya una total falta de gusto a la hora de representarnos la naturaleza, un elocuente índice de nuestra incapacidad. Y sin embargo en un marco que aspira al «máximo poder predictivo», estos supuestos son imprescindibles. ¿Pueden existir los electrones idénticos, como recién salidos de una fábrica, fuera de nuestro complejo entramado de supuestos, constantes, y condiciones de medida? Naturalmente que no, y sin embargo dentro de este marco es casi imposible que pueda ser de otra forma.
Un electrón, como cualquier otra entidad o nosotros mismos, sólo puede ser una configuración efímera que cambia de momento en momento. No es el individuo lo que importa, sino el proceso de individuación, que conecta constantemente lo que a nosotros se nos aparece como la parte y el todo. Esta conexión es pura actividad, balance o lucha en el instante, no un acontecimiento congelado que se arrastra por el universo durante trece mil millones de años.
El análisis parece disolverlo todo, y sin embargo la fluidez del mundo se le escapa por completo. ¿Cómo puede ser esto posible? Es una excelente pregunta que habría que responder. Porque, hoy por hoy, ni siquiera se está acercando al flujo real de las cosas y la impávida unidad de la vida, sino que se aleja cada vez más de ellos.
De hecho se trata de una pregunta fatal para la ciencia moderna. Porque está claro que lo inmutable no puede ser objeto de conocimiento, y que si algo se puede conocer, sólo puede ser el cambio. ¿Cómo es que el análisis, que es el estudio del cambio, lo ignora casi todo sobre éste? Resulta casi increíble que los científicos no se hagan más preguntas sobre esto. Pero es que ni siquiera existe el marco adecuado para planteárselo.
Lo que se puede predecir es una expresión de regularidad, y en tal sentido, de ley. Pero el subordinarlo todo a la predicción ha obligado a separar y aislar aspectos de los procesos para obtener su perfil abstrayéndolo del fondo y el contexto. Y aunque el fondo último podría ser neutro, el contexto nunca lo es. Cualquier contexto fluye ya en una determinada dirección, pero nosotros ya la hemos cambiado por otra, porque guiarse sólo por las predicciones es correr con anteojeras.
La ciencia moderna trata de compensar el vacío del análisis y de la predicción con disciplinas de carácter «sintético» como la cosmología y la teoría de la evolución para intentar reconstruir los contextos y direcciones que el análisis ha destruido —pero lo hace ya completamente desde los supuestos establecidos por el criterio analítico. Y así, toda la cosmología depende implícitamente del principio de inercia, y la teoría de la evolución de la vida, de la inercia más el carácter puramente aleatorio de los procesos. Ya vimos que el primer supuesto es innecesario y contradictorio, y el segundo falso.
Como la parte analítica y predictiva tuvo precedencia, y la reconstrucción se pliega a sus supuestos, el conjunto está descompensado por completo. La idea que subyace es: podemos disolverlo todo, y luego volver a recomponerlo y a infundirle una dirección y una narrativa. Pero así es imposible respetar la realidad de las cosas.
La «parte analítica» tiene ya una dirección, y por lo tanto no debería separarse de la «parte sintética». Dicho de otro modo, la naturaleza ya tiene en todo momento su narrativa propia, de manera tal que no necesita suplementos ni narrativas añadidas.
La secuencia infinita de Venis nos plantea la unidad de los aspectos analíticos y morfológicos, del equilibrio y la dirección en la Naturaleza. Esta unidad es el verdadero desafío de la ciencia moderna y de la ciencia en cualquier época; el contraste entre su perspectiva y la perspectiva del análisis y síntesis modernos se revelará supremamente instructiva.
Heráclito comprendió el mundo mejor que los científicos contemporáneos; si ya desdeñó el saber de Pitágoras como polimatía, como mera multiplicidad de conocimientos, mejor no imaginar lo que hubiera pensado de nuestras teorías y especialidades. El problema no es la cantidad de conocimiento, sino su calidad; y la matemática es maestra en el arte de engañarnos sobre esto. Se acaba teniendo el conocimiento que se quiere, pero la cuestión es qué clase de conocimiento se quiere.
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Una cosa es la organización espontánea en la naturaleza y otra la presencia recurrente en ella de una determinada constante matemática. Está aún por demostrar que exista algún tipo de vínculo funcional entre ambas, y en caso de que exista, tampoco puede aventurarse nada sobre su relevancia. Lo que admite pocas dudas es que sí puede interpretarse la física fundamental como un fenómeno de autoorganización, y de la forma más directa imaginable, a través de la mecánica relacional y los potenciales retardados; así como con la recuperación de la irreversibilidad «termomecánica», la única dinámica en realidad.
Pero la comprensión teórica por sí sola es incapaz a estas alturas de modificar lo más mínimo la deriva altamente disolvente y destructiva de la ciencia actual, tan a tono con el resto de la dinámica social —como ya se ha dicho, en vano se quiere cambiar de ideas sin cambiar antes lo que hacemos y queremos hacer. Hoy el hombre no parece hallarse entre la Tierra y el Cielo, sino entre una naturaleza en perpetua retirada que sólo vemos como fuente de recursos y unas máquinas que materializan el espíritu humano para explotar la naturaleza externa y nuestra naturaleza interna.
Decimos «espíritu humano» porque en la máquina se materializa no sólo nuestra inteligencia sino también nuestra voluntad: y la unidad sustancial de ambas se nos ha hecho inconcebible justamente por la separación creciente que hacen posible las máquinas. Sí, las máquinas, como otras creaciones humanas, son una obvia cristalización de un agua y un fuego, un deseo femenino y una voluntad masculina: una pequeña naturaleza aislada del resto que intenta perpetuar sus movimientos a costa del entorno. Pagamos bien caro este simulacro de cierre que no es cerrado en absoluto ni puede serlo; en realidad, el telos del móvil perpetuo nunca ha dejado de ejercer su hechizo fatal sobre nosotros.
A lo largo de este escrito hemos estado indicando un eje común que atraviesa a la naturaleza, al hombre y la máquina, y que sin duda debe ir más allá de ellos, pues de ellos no conocemos otra cosa que planos y manifestaciones momentáneas. Si la tecnociencia actual separa para recombinar a su antojo y desencadenar la universal confusión de planos, bien podemos hacer lo contrario: ver en qué coinciden planos diferentes para sondear su vertical, su altura y su profundidad.

Referencias
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