Metanoia, continuo y cuaternidad

(Capítulo final, corregido y aumentado, del ensayo «Espíritu del Cuaternario» 

Dejemos por un momento la ciencia y volvamos a una perspectiva más general.

Fue probablemente en una reacción contra el idealismo intrínseco al símbolo trinitario que una serie de pensadores de estilo muy variado se volvió en el siglo XX, y especialmente tras la posguerra, hacia los esquemas cuaternarios como símbolos de la totalidad. Quizás fue Jung el primero en percibir la necesidad de este giro, seguido luego por autores tan conocidos como Heidegger con su cuaternidad tierra-cielo-celestes-mortales, o el Schumacher de la excelente «Guía para perplejos» con su cuádruple campo de conocimiento: yo interno, mundo interno, yo externo, mundo externo, opuestos dos a dos como determinantes de la experiencia, la apariencia, la comunicación y la ciencia.

Raymond Abellio presentó otro modelo cuaternario de la percepción y por ende del conocimiento, en el que la mera relación entre el objeto y el órgano de los sentidos es siempre sólo una parte de una proporción mayor —una relación de relaciones- , puesto que el objeto presupone al mundo y la sensación del órgano a un cuerpo completo que lo organiza y le da un sentido definido:

Lo más importante de esta exactante proporción es la ignorada pero siempre presente continuidad entre los extremos “mundo” y “cuerpo”, donde el mundo no es meramente una suma de objetos, ni el cuerpo de órganos, partes o entidades. El fondo sobre el que aparecen es el primitivo medio homogéneo de referencia para cualquier fenómeno, movimiento o fuerza, puesto que ya sabemos de antemano que cualquier movimiento o cambio de densidad, ya sea expresado como suma o como producto, es sólo una manifestación del principio de equilibrio dinámico.

El cuerpo desde dentro es el sensorio común indiferenciado del que han salido los diferentes órganos, y sin el cual no habría sujeto ni “sentido común”. En armonía con esto, puede hablarse de dos modos de la inteligencia, uno que parece moverse y seguir a su objeto, y otro inmóvil que nos permite escuchar nuestras propias mentaciones, y sin el cual no podrían existir. Hágase la prueba de pensar sin escucharse a uno mismo y se verá que esto es imposible: la misma compulsión a pensar no es sino el deseo de escucharse.

Abellio propuso una “estructura absoluta” del espacio a la que estarían igualmente referidos los “movimientos de la conciencia”, y que no serían sino los ejes del espacio plano ordinario con las seis direcciones tradicionales. Otros autores habían propuesto ya ideas muy similares, cada cual dentro de su foco de interés propio.

La relación de los movimientos del cuerpo con respecto a su centro de gravedad como origen de coordenadas es similar a los movimientos de la inteligencia orientada a objetos con respecto a la inteligencia inmutable. Ciertamente el “espacio de la mente” no parece extenso en absoluto, pero para comprobar su íntima conexión con lo físico basta con poner en práctica cualquiera de esos ejercicios isométricos en los que uno permanece de pie y se ahueca simplemente para percibir el balance en los micromovimientos necesarios para mantener la postura. Si lo íntimo es la interpenetración de lo interno y lo externo, tenemos aquí tanto un ejercicio físico como para la inteligencia, que permite comprobar la íntima, trascendental relación entre movimiento e inmovilidad a través de la propiocepción.

Según Abellio, «la percepción de relaciones pertenece al modo de visión de la conciencia «empírica», mientras que la percepción de proporciones forma parte del modo de visión de la conciencia “trascendental”: esto se aplicaría a los cuatro aspectos de la cuaternidad. Como buen heredero de Husserl, Abellio hace un gran esfuerzo por ir más allá de los esquemas conceptualistas pero aún sigue dentro de la servidumbre del conocimiento. La toma de conciencia global o “conciencia de la conciencia” no es objeto de una regresión infinita sólo en virtud de una suerte de “paso al límite” en última instancia que sigue recordándonos cosas como el “interpretante último” de Peirce.

El dilema último de la comprensión, tal como lo puso Siddharameshwar, es que sin desapego no hay conocimiento, y sin conocimiento no hay desapego. Ahora bien, este desapego no es la mera separación que tomamos con respecto al objeto, sino algo que toca más hondamente a la voluntad. Se supone que queremos saber, ¿pero saber qué? Ni siquiera sabemos eso, ni tal vez queremos saberlo tampoco. Los científicos se afanan en buscar la solución de problemas heredados, pero vale más saber dejar a un lado las preguntas que no se ha hecho uno mismo.

El yo empírico no puede ser el operador de la conciencia global o conciencia sin objeto, y el “yo trascendental” es sólo un nombre para aquello que nunca dice “yo” ni lo necesita: para ese continuo mundo-cuerpo dentro del cual aparecen objetos de los sentidos. Ese continuo a veces nos concede algo de conocimiento, si aspiramos a merecerlo, tal vez con el sólo objeto de que se produzca el desprendimiento de la inteligencia y el yo que normalmente son conscientes de la adhesión y la separación y viven de su alternancia, pero pierden el suelo en el punto intermedio.

Así que podría decirse que todo conocimiento global es simplemente una gracia de la que el yo empírico es objeto para facilitar su desprendimiento y darle alguna aptitud; y está perfectamente dentro de la lógica que sólo pueda surgir más allá del deseo de conocimiento particular —la gracia es idéntica al ser, lo no particular por excelencia. Pero también hay en torno a esta palabra neutra, “ser”, una transubstanciación de intelecto y voluntad, y del sentido mismo que a tales términos concedemos.

La cuádruple proporción de Abellio apunta a una sucesión de umbrales, de perspectivas cada vez más amplias, pero que no deberíamos ver sólo como ángulos del conocimiento, sino como grados de participación en el ser, surgidos de un doble movimiento de asunción y encarnación. Por supuesto, ese doble movimiento también se da en el conocimiento científico, pero mientras la Naturaleza sea tan sólo objeto hablamos de dos tipos de conocimiento que ni siquiera son comparables.

En este contexto la metanoia o metacognición no puede dar de ningún modo lugar a un regreso infinito, porque lo que en realidad supone es una repetida transformación de lo mudable o aparente con respecto a lo inmutable que nunca se deja ver.

Por otra parte el “giro hacia el cuerpo” de la filosofía más reciente es demasiado parcial como para no ser fácil presa de la instrumentalización —mucho se ha hablado del sexo y de “máquinas deseantes” pero lo cierto es que el deseo, que es una agencia femenina, está más en el alma o incluso en el espíritu que en el cuerpo; mientras que la voluntad, que desde un punto de vista relativo sí está mucho más literalmente encerrada en los cuerpos y es un agente masculino, se ignora sistemáticamente. En el fondo se sigue viendo al cuerpo como objeto, aunque por otro lado la ciencia nos prevenga de considerar a una Naturaleza externa deseante, que es Naturaleza naturante.

Considerando “la parte del cuerpo” es obligado mencionar la ambigüedad fundamental de la mecánica relacional inaugurada por Weber con respecto a las tres energías —cinética, potencial, interna-, que aunque es una mera consecuencia de sus ecuaciones no deja de resultar natural, y que habría que tener en cuenta al respecto de ciertos balances y proporciones.

Las vibraciones longitudinales internas a los cuerpos en movimiento de Noskov, postuladas precisamente para justificar la conservación de la energía que en Weber era meramente formal —ni más ni menos que en las otras mecánicas- son una parte esencial del mismo tema, y es fácil ver cómo deberían “encajar” dentro de los datos de la mecánica clásica, cuántica y la relatividad —y en el transporte paralelo de la llamada fase geométrica. En general, en cualquier campo, al distinguir entre partícula y el campo tenemos un problema de auto-interacción bajo aceleraciones que coincide cuantitativamente con la oscilación de Noskov. Esta interpretación en términos de resonancia está mucho más en armonía con las concepciones más antiguas, y mucho más intemporales, de la Naturaleza.

Tal como ya hemos visto en diferentes lugares, el potencial retardado y las oscilaciones correspondientes no sólo estarían presentes a nivel micro, sino también en sistemas orgánicos complejos como la respiración y la circulación sanguínea.

El Verbo Solar, el suscitador, Savitr, es totalmente incomprensible en nuestra representación objetiva de la Naturaleza sin las nociones gemelas de vibración interna y resonancia externa; y estas nociones se conectan naturalmente cuando ponemos fuerza y potencial sobre una misma base. Para obtener otra visión del Continuo físico, habría que tratar otras cuestiones de gran importancia, como las transiciones de escala en espacio y tiempo, pero eso nos devolvería de lleno al dominio de la complejidad, y en cualquier caso ya hemos sugerido algunas relaciones.

“Ayúdame y te ayudaré”, nos dice hoy como siempre la Naturaleza. La ciencia moderna, tan imponente como resulta, no sabe nada de esta continuidad que pasa de inmediato por el propio cuerpo pero que se extiende hasta los límites del Mundo.

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La ciencia griega fue una ciencia de la observación, mientras que para llegar a la ciencia experimental, en la que el hombre une la manipulación física y la matemática para adueñarse de la Naturaleza, hay que esperar a la ciencia árabe con autores como Alhazen, de cuya magna obra se cumplen ahora mil años y que prefigura nítidamente a Galileo con seis siglos de antelación —si bien es evidente que ha sido en Occidente donde este estadio experimental ha alcanzado su apogeo.

Aunque hoy la inmensa mayoría de los científicos permanecen confinados dentro de este estadio, el único con interés para el aparato social y los poderes que lo gobiernan, para algunos el dominio sobre la Naturaleza expresado en Leyes que permiten la predicción representa sólo el límite más externo posible del conocimiento.

Hoy estamos en condiciones de arribar a un tercer estadio de la razón científica fundado en la auto-observación, que reintegre la matemática y la observación variable de los fenómenos en la universalidad del Sí-mismo, el campo indiviso, homogéneo e indiferenciado que es la base de toda intelección. La auto-interacción presente en ese campo apunta claramente al aspecto reflexivo en el principio de equilibrio del que puede derivarse toda la mecánica.

Este tercer estadio de la razón podrá manifestarse en la medida en que comprendamos que no hay ley natural que no dependa de la auto-interacción, del mismo modo que no hay consistencia ni tautología ni circularidad en las teorías físicas actuales que no sea expresamente elaborada. El concepto de auto-interacción tendría que ayudarnos a ver en cambio cómo y en qué medida un sistema físico es efectivamente abierto o cerrado.

En el camino reflexivo de esta auto-observación, la matemática, como “forma pura”, aún puede encontrar otro modo de dotarse de contenido cuando la propia matemática y la física buscan el equilibrio entre descripción y predicción. Y cabe esperar que esto tienda a suceder espontáneamente, en la medida en que se van eliminando las obstrucciones creadas por la justificación unilateral de un propósito determinado.

El cálculo es el mejor ejemplo de esto, y dado que es el análisis mismo el que ha llevado hasta el actual extremo el dominio de la cantidad, que no es sino la aplicación desde arriba de la idea de infinita división combinada con una construcción desde abajo basada en elementos indivisibles, hemos contrapuesto dos vías alternativas para el cálculo basadas en las otras dos formas extremas de lo indivisible: el intervalo unidad y la división por cero. Ambas nos devolverían a un continuo en algún lugar entre las actuales concepciones del continuo físico y matemático.

Por otra parte, no puede ser más significativo el hecho de que, ahora que el modelo cibernético o de control se generaliza hasta adueñarse por completo de la racionalidad científica y social, encontremos el principio de realimentación en la base misma de los “sistemas” naturales regidos por “fuerzas fundamentales”. Esto nos sitúa frente a otro aspecto esencial de las ecuaciones diferenciales, las condiciones de contorno, que también son condiciones de interfaz del sistema.

Todo el cálculo moderno desde el problema de Kepler es una ingeniería inversa sobre el contorno global de un sistema, lo que también supone una inversión de la relación entre lo que se concibe como el “centro” y la “periferia” del mismo—el dominio interno de la función y sus condiciones de contorno. Pero, desde un punto de vista estrictamente descriptivo, es el llamado contorno el que ha dado forma a la dinámica, y la integral, a lo que bien puede llamarse un pseudo-diferencial; y sólo el poder de predicción y la magia de la manipulación de las variables nos han llevado a olvidar este hecho.

La misma lógica de la usurpación opera en la ahora indiscriminada aplicación de la “razón cibernética” de la que todos somos objeto. Sin embargo, aplicando la lógica relacional a un sistema como la circulación sanguínea y el corazón según el potencial retardado de Weber-Noskov, la diferencia entre margen y centro se desvanece, y en un caso donde tal distinción no podría ser más relevante.

Tiene entonces un especial valor tratar de devolver los problemas de la dinámica al dominio reflexivo de una evolución desprendida de un medio homogéneo pero todavía dependiente de él, puesto que toda retroalimentación sólo puede obrar por el contraste de algo heterogéneo con su fondo. Aunque la cuestión crucial sería comprobar cómo la función matemática está conectada al aspecto directamente funcional del principio regulador, por ejemplo, a través del biofeedback.

El caso ya indicado de la onda del pulso podría servir como una ilustración perfecta de algo mucho más general. Lo esencial del biofeedback aquí no es su capacidad de modificación, siempre tan limitada; de hecho, idealmente esta capacidad tendría que ser nula, pues de lo que se trata es de la interpolación del propio sujeto en una realidad funcional objetiva. Aun cuando pueda inducirse la modificación de funciones orgánicas, incluso entonces eso sirve sobre todo para ver que su principio de acción o regulación no puede ser calificado ni como consciente ni como inconsciente, ni como voluntario ni como involuntario, ya que cualquiera de esas caracterizaciones se revela contradictoria.

Hablamos además de un sistema atravesado por un potencial retardado que es abierto pero tiende tanto como puede a estabilizarse como un sistema cerrado, y que por lo tanto debería exhibir rasgos asintóticos.

Normalmente se asume que el comportamiento asintótico es la simplificación de un caso particular más complicado; pero podemos verlo también desde el extremo opuesto. Pues todo aspecto asintótico, como exponente de una discontinuidad, define unas condiciones de contorno más limitadas con respecto a un caso más general, del que se desprende. En tal sentido, el análisis asintótico sigue aun sin saberlo el rastro de la universalidad del Sí-mismo.

Matemáticos aplicados y físicos tan competentes como Kurt Friedrichs o Martin Kruskal han sostenido que la descripción asintótica no sólo es una herramienta apropiada para el análisis de la Naturaleza, sino que apunta a algo más fundamental, y aquí no podemos estar más de acuerdo. Sin duda el interés de este campo crece sostenidamente en la era de la computación, dado que la asintótica es el mediador natural entre los métodos numéricos y los del análisis clásico; siendo el análisis numérico más cuantitativo y el asintótico más cualitativo. Pero incluso si hablamos aparentemente de un método de matemática aplicada, no podemos dejar de advertir en él un componente simbólico más evocador y profundo que en la matemática pura.

El objeto de la asintótica, en tanto heurística, son los casos límite; pero todo el análisis está permeado por la heurística en cuanto que es aplicación. Sería entonces de gran interés ver qué nuevos desarrollos puede adquirir al análisis asintótico entre los dos polos de lo indivisible que hemos indicado. El cálculo diferencial constante, como método de diferencias finitas basado en una tasa de cambio unitario, parece mucho más cercano al análisis numérico, pero permite, junto al criterio relacional de homogeneidad, profundizar mucho más en el análisis dimensional y el contorno de un problema. También presenta una consistencia mucho más básica que la del cálculo estándar.

De modo que la “asintotología”, como la llamó Kruskal, aún tiene mucho por ganar en consistencia, profundidad y unidad, y no sólo en virtud de las nuevas perspectivas que puedan abrir las formas alternativas del cálculo. Hay buenas razones para creer en ello, más allá del hecho de que la consistencia del análisis clásico es de resultados más que de proceder: porque apunta tan directamente como se puede a la simplicidad desde el punto de vista del límite, y lo más simple suele ser lo que más pliegues y dimensiones inadvertidas esconde; porque se encuentra en la base de la teoría de campos, del potencial y la termodinámica, porque tiende a conectar diferentes teorías y a definir la transición entre las diversas escalas, porque conecta con los argumento proyectivos más generales de la geometría y está en el centro mismo de la aritmética pura además del cálculo más elemental, y porque es una signatura propia de la auto-interacción, el equilibrio y la estabilidad.

“Análisis asintótico” es prácticamente todo lo que hace el matemático aplicado cuando no está haciendo análisis numérico. Por razones históricas se asocia a la asintótica con la teoría de perturbaciones —primero en la mecánica celeste y luego también en mecánica cuántica-, así como el estudio de las singularidades. Sin embargo el cálculo diferencial constante permite tratar la mecánica celeste prescindiendo del enfoque perturbativo, y las fuerzas dependientes de la velocidad en la gravitodinámica relacional hacen inviables los agujeros negros. Al igual que muchas otras ramas, el surgimiento del análisis asintótico en teoría de perturbaciones tiene mucho de contingencia, reflejando el hecho puntual de haber sido la primera cuestión importante en mecánica fuera del alcance directo de los métodos convencionales de cálculo.

A lo largo del siglo XVIII, en la estela de Newton, se quiso ver el espacio absoluto como el elemento de contacto entre lo condicionado y lo incondicionado, entre las cosas del Mundo y su Creador. En contraste Leibniz, el otro fundador del cálculo, exponía la idea del espacio como un conjunto de relaciones, y ambas nociones influyeron de forma decisiva en la doctrina trascendental kantiana del carácter ideal del espacio y el tiempo, que intentaba proponer una síntesis. Sin embargo Pinheiro ha mostrado concluyentemente que ninguna de estas dos posiciones explica satisfactoriamente algo tan básico como el torbellino de agua en el cubo del experimento de Newton.

Los rasgos asintóticos serían esenciales, y no meramente incidentales, en la medida en que todo sistema observable es una separación del continuo o medio homogéneo en el que dejan de ser discernibles espacio, tiempo, materia y movimiento. A falta siempre de una caracterización completa, nos muestran algunos de los aspectos más notorios de su relativa diferenciación, algunas de sus “capas límite”, para emplear la expresión consagrada en mecánica de fluidos.

Así, ciertos aspectos de la evolución asintótica serían tanto un índice de individuación de los sistemas como el más hiperbólico símbolo del absoluto que se encuentra en medio de todo y no tiene contacto con nada. Gaudapada hablaba en su Mandukya Karika de la unión “sin contacto”, asparsha, si bien parece claro que lo que no admite el contacto tampoco requiere la unión. Y sin embargo la Naturaleza busca a su manera y de todas las maneras lo inalcanzable que no se resiste a nada —seguramente para compensar el hecho de haberse separado de ello. Una secuencia morfológica como la de Venis también se hace eco de esta evolución como proceso de individuación, y no es una cuestión menor el que lo asintótico se adentre en el hipercontinuo proyectivo de las apariencias.

Volvamos al circuito del pulso sanguíneo visto como un potencial retardado con una onda interna en el estilo de Noskov. Recordemos que para Noskov estas oscilaciones lo penetran todo, muy en el estilo del pneuma estoico que vehicula el logos: “es la base de la estructura y estabilidad de núcleos, átomos, sistemas planetarios y estelares. Es la razón principal de la ocurrencia del sonido (de las voces de las personas, los animales y los pájaros, del sonido de los instrumentos musicales, etcétera), de las oscilaciones electromagnéticas y la luz, de los torbellinos, pulsaciones en el agua y ráfagas de viento. Explica, por fin, el movimiento orbital elíptico…

Ciertamente estas son grandes reivindicaciones para algo a lo que ni siquiera se le ha reconocido entidad propia —salvo por, ay, esas ondas de materia de de Broglie tan fielmente verificadas en todas las escalas de masa experimentadas. El mucho más masivo predicamento de la relatividad, y la irreductible ambigüedad de las tres formas de energía en estas ecuaciones, bastan y sobran para explicar la inadmisión. Sin embargo parecen encajar perfectamente en el proceso conocido de la onda de presión arterial, que además es susceptible de interpolación subjetiva vía biofeedback.

La fase geométrica, ya lo dijimos, es un índice de la “geometría ambiental”, de cómo el sistema no es reducible a la idealización conservativa de la teoría; no es casualidad que Berry sea un especialista en métodos asintóticos y aproximaciones semiclásicas, que también ha intentado aplicar al problema central de la teoría de los números. La idea que se presenta es que la geometría ambiental del potencial retardado atraviesa como oscilación justamente la apertura efectiva que el sistema tiene con respecto a un sistema conservativo cerrado, y que es por esta apertura que el sistema tiende a parecer conservativo o cerrado. Al menos en un sistema manifiestamente abierto como nuestro organismo, con la dependencia del latido cardíaco del efecto que sobre la circulación tiene la respiración, la idea de autoinducción adquiere pleno sentido.

Puesto que va de suyo que en un sistema cerrado la autoinducción es nula y está de más: ese es el elemento tautológico que se presupone en un concepto como el de “mecánica”. Y sin embargo las ecuaciones de Maxwell, proverbial exponente de una simetría tautológica, dan pie a la autoinducción. Es sólo con Noskov que el sistema se cierra en el interior de los propios cuerpos, que lo que ha sido ignorado fuera, y relegado a la conveniente nebulosidad del campo, queda literalmente incorporado.

Pero ya hemos dicho que la inducción electromagnética puede considerarse legítimamente como un mero caso particular de inducción mecánica —aunque no se haya sabido ubicar debidamente la harto reproducible evidencia experimental. El corazón entonces es una “bomba”, pero no una bomba mecánica: no es una “bomba de vacío”, sino una bomba en el vacío ordinario, que no es sino el entorno ambiente. Hablamos del vacío físico fundamental —no hay otro-, que evidentemente nada tiene que ver con los desaforados cálculos de niveles de energía de la física teórica.

Y dado que este vacío nunca lo vamos a medir sino en los cuerpos, toda la mecánica tiene que ser, por definición, promedio de lo que ocurre entre los cuerpos y el vacío. No hay escapatoria posible para esto, y sin embargo somos incapaces de asumirlo. La palabra “mecánica” ha adquirido tonos indeseables debido al dominio restringido que le hemos impuesto, igual que a la palabra “automático”, que Aristóteles aún usaba como sinónimo de espontáneo, de aquello que se mueve “por sí mismo”. Es al nivelar fuerza y potencial que mecánica y dinámica se hacen términos equivalentes, como estudio de la relación entre los cuerpos y el vacío que nunca puede reducirse al mero movimiento. Esta es la principal salvedad que hay que hacerle a una“mecánica relacional” pobremente entendida.

Las pulsaciones del Sol y las demás estrellas, área de estudio siempre en expansión, también plantean la misma cuestión que el corazón: que su cuerpo entero es atravesado por las resonancias u oscilaciones no uniformes del potencial de Noskov. Sólo que aquí podemos identificar muy claramente las principales fuentes de variación del potencial en los planetas —aunque la evaluación de la densidad interplanetaria suscite otro tipo de interrogantes. En cualquier caso, e incluyendo una serie de factores como la relación de la esfera solar con el baricentro del sistema, estas resonancias se asociarían al retroacoplamiento del cuerpo central con el campo global; a algunos les sorprenderá que ni siquiera se considere una interpretación que no puede ser más directa.

La moderna idea de la mecánica, en sintonía con la tendencia general, consiste en reducir “lo otro” a “lo mismo”; aquí queremos indicar al menos cómo “lo mismo” que no se contempla es el principio genuino de diferenciación, de las formas y perfiles directamente apreciables y medibles. Una mismidad, una aseidad que, lejos de de reducir nada, ni a condiciones analíticas ni de ningún otro tipo, sería la condición de apertura por la que respira cualquier entidad.

Entonces, la “interpolación” del sujeto en un sistema mecánico autoinducido es tan sólo un rodeo para abarcar algo ya plenamente presente y operante, pues la mecánica entera, y no sólo la de los organismos biológicos, es un balance reflexivo que incluye el entorno en cualquier momento. Las simetrías de conservación se remiten en penúltima instancia al Tercer Principio, pero, en última instancia al Primero de inercia, el mismo que nos propone “un objeto aislado pero que no está aislado”. Con sólo prescindir de la idea de inercia, y sustituirla por la de equilibrio dinámico, todo esto dejaría de parecer extraño.

Que la realidad organizada que observamos, de la luz a los átomos, a las complejas moléculas biológicas, las células, organismos, sistemas planetarios y galaxias, pueda subsistir ni por un sólo instante sin este principio reflexivo de equilibrio que está presente en todo, me sigue pareciendo una quimera. La idea de inercia, o la de acumulación a lo largo del tiempo de eventos biológicos sintetizados en la herencia, son puros fantasmas sin un principio inmediato de actualización, que evidentemente no puede consistir en “fuerzas ciegas”. En este balance espontáneo estaría ya incluida de entrada la mecánica estadística y la entropía, tal como lo implica la reformulación termomecánica de Pinheiro.

Estudiado como sujeto biomecánico, la dinámica del sistema circulatorio nos permite provocar un cortocircuito entre nuestras nociones mecánicas adiestradas por el hábito y la conciencia anterior al pensamiento. Esto ya sería todo un logro. Por añadidura, el pensamiento tiene en este ejemplo muchas cuestiones para mantenerse ocupado.

Por ejemplo, el hecho aparentemente anecdótico de que tanto la razón entre los intervalos de tiempo de la diástole y la sístole en humanos y otros mamíferos se aproxime mucho a la razón entre la presión máxima sistólica y la mínima diastólica, la proporción continua 0.618/0.382, permite conectar directamente el análisis asintótico y el numérico, la física de eventos discretos y valores continuos, un bucle de feedback para los propios métodos numéricos y continuos, o una optimización con una particular ratio recursiva para la algoritmia y la teoría de la medida. Nos invita además a conectar todos estos aspectos con una descripción termomecánica que incluya la entropía como la de Pinheiro.

Puesto que el corazón aquí funciona antes como regulador que como una bomba, y su acción es efecto del movimiento global antes que causa del mismo, puede apreciarse de forma diáfana en qué sentido es el “reloj interno” que más que marcar indica el tiempo propio del sistema: tal es el sentido del tiempo propio de los sistemas dinámicos que tendría que reemplazar al “sincronizador global” de la vieja mecánica. Esta devolución de la medida local a su configuración efectiva es algo generalizable y de gran alcance, pues para percibir el poder creativo que se expresa en la Naturaleza hay que retroceder más acá del sincronizador global.

Una descripción de este tipo pone de manifiesto que las dos propuestas habituales para explicar el orden observable, metafóricamente el artífice o “relojero” de los complejos sistemas biológicos, sea el mecanicismo aleatorio recortado a lo largo del tiempo por la selección natural, o sea el “diseño inteligente” atribuido a un creador ultramundano, parecen hechas tal para cual a la hora de alejarnos de lo esencial, el principio espontáneo de organización que también es el principio de actualización inmediato. Es siempre desde la inmediata apertura con respecto al medio que se alcanzan islas de organización y estabilidad.

Este mismo sujeto biomecánico nos permite definir hasta donde sea posible la relación entre la onda arterial del pulso, ilustración biológica palpable y concreta de la hipótesis de Noskov, la apertura efectiva del sistema con respecto al caso conservativo y la aproximación asintótica correspondiente. También debería permitir definir el tono interno del sistema, el elemento esencial de la inexistente definición de la salud, e investigar las cantidades que permiten su caracterización.

Hemos visto también que las tres gunas del samkya, ese peculiar sistema de coordenadas, parecen corresponderse también con los tres principios de la mecánica extrapolados a sistemas abiertos con conservación del momento. Su aspecto más tangible, aunque sea reactivo o derivado, los doshas de la pulsología, pueden servir para investigar la relación con la triple manifestación de la energía y lo que llamamos su “ambigüedad relacional”. ¿Cuál es la lógica que preside la escala recursiva de las tres cualidades de la naturaleza material dentro de un dominio cuantitativo preciso pero abierto? ¿Qué condiciones de interfaz están definiendo?

No hace falta decir que el samkya, en la medida en que es un sistema “dualista”, tiene un carácter genuinamente asintótico: las gunas o modalidades de la Naturaleza marcan una tendencia, una vía de ascenso y descenso sin que de ningún modo puedan entrar en contacto con Purusha, “el espíritu puro” o conciencia, el mismo que el Rig Veda describe como un gigante de cuyo desmembramiento salieron las partes del cosmos. Sólo el equilibrio total, no dinámico, de las tres modalidades produciría su fusión con lo absoluto. Bajo una lógica enteramente similar, también la relación conjunta de los tres pies o letras de la sílaba sagrada apunta asintóticamente al cuarto pie.

La asintótica, como tantas otras formas de análisis, ha ofrecido su propio “principio de incertidumbre” entre la simplicidad y la exactitud vía localización, que como no podía ser menos es él mismo pura aproximación. Por otra parte, la mecánica clásica es la primera aproximación asintótica de la mecánica cuántica pero esta no se puede definir sin referencia a la primera: ejemplo inmejorable de que hay en lo asintótico algo fundamental. Sería oportuno investigar a fondo la conexión entre lo indistinguible de las tres energías en la mecánica relacional y las diversas relaciones de indeterminación —pues no hay una, sino muchas- de la mecánica cuántica, desarrollando el razonamiento de Noskov.

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El continuo relativista, en cualquiera de sus dos versiones, es notorio por sus perfiles asintóticos, a los que debe gran parte de su fascinación e impulso especulativo. No habría entonces más que contrastar cómo se desvía de tales aspectos la mecánica de Weber y Noskov, (por no hablar ahora de la de Pinheiro), para empezar a ver el otro lado de la cuestión: lo asintótico no como aproximación al infinito sino como relativo, parcial desprendimiento de la unidad.

Lo mismo puede decirse del llamado “principio holográfico”originado en las consideraciones sobre la entropía en las condiciones de frontera de una singularidad o agujero negro, que reduciría el universo entero a su proyección en una mera superficie bidimensional. Este principio no puede dejar de ser verdadero en la medida en que nada conocemos que no sea a través de la luz, el mediador universal. Pero, obviando el hecho de que tal principio se debe a la misma pertinencia y universalidad de la fase geométrica, está claro que la cuestión no requiere de singularidad alguna: Mazilu ya advirtió que incluso la superficie de cualquier partícula extensa como el electrón, el día que se intente describir su efímera configuración, tendrá que reflejar estos límites, tan intrínsecos como el mismo giro de la partícula.

En tal sentido es ocioso pensar en lo que pueda ocurrir en el interior de los cuerpos, de cualquier cuerpo. Y sin embargo la luz refleja fielmente la interacción de cada cuerpo con el vacío en el que se alojan los demás cuerpos —su pulsación más íntima, si así queremos llamarla, si el vacío y los cuerpos no pueden existir por separado.

Disfrutemos por un momento de esta suprema ironía de la historia de la física. Los físicos que han insistido en que la fase geométrica es sólo un pequeño apéndice de la mecánica cuántica sin la menor entidad fundamental, ahora apelan a este mismo “fenómeno” en su última frontera para envolver en una fina película la totalidad y erigirlo en principio magno con el que por lo demás no se sabe ni qué hacer. Tanto se ha discutido sobre los límites de la densidad de información, sobre fluctuaciones cuánticas de posición, sobre gravedad cuántica y ruido holográfico; y tantas formas de verificarlo han sido propuestas, experimentos de sobremesa incluidos.

Y uno puede preguntar divertido, ¿por qué buscar “agujeros negros a escala cuántica” para verificar un fenómeno que por definición ha de abarcar absolutamente todo, desde el latido del corazón a mi percepción de los colores? “Porque de poco sirve un argumento global si no permite predecir cosas nuevas”, nos diría de inmediato cualquier experto teórico o experimental tan bien adiestrado desde joven para hacer predicciones. Claro que todas las teorías de campos, y no sólo la del campo electromagnético y la luz, se han construido desde fuera hacia adentro —desde las condiciones de contorno hacia el “cuerpo de la teoría”, las ecuaciones que permiten calcular. Separar luego el cuerpo de la teoría de sus condiciones, para convertirlo en Ley natural, nos lleva a olvidar su mutua dependencia.

Las predicciones ciegan si se obvia esta circunstancia. ¿Por qué se discute tanto sobre el rango de energías para verificar experimentalmente este principio holográfico? Porque no hay ninguna certeza sobre el fondo que determina su escala, y la misma escala de Planck es una gigantesca extrapolación. Ni siquiera la indeterminación de la energía de un fotón tiene nada que ver con ella, como muestra el análisis más elemental, puesto que no cambia en absoluto si cambiamos el valor de la constante; lo que no impide que se la use para hacer análisis dimensional del universo entero. Si la estimación de la energía del vacío ha resultado tamaño desatino, nadie se atreverá a decir que ofrece muchas garantías. Esto trae a la memoria otro principio global famoso, diana merecida de tantas chanzas: el llamado “principio antrópico” propuesto para responder al enigma del ajuste fino en la magnitud de las grandes constantes. Ni estimaciones ni predicciones sirven para arrojar luz sobre el contexto. El principio de homogeneidad nos dice que las constantes con dimensiones no son universales, sino el subproducto de un recorte arbitrario sobre el fondo, una “emancipación” de las condiciones ambiente —que es justamente lo que refleja la fase geométrica, madre del principio holográfico. No hay otro otro “vacío fundamental” que el entorno ambiente.

La fase geométrica y la misma estructura de los campos gauge sugieren un nudo corredizo en las constantes y escalas de energía, y diversas teorías que se ignoran mutuamente apuntan en tal dirección. Sin hablar de que la hipótesis del agujero negro pretende darnos a la vez “contornos últimos”, singularidades, y procesos que van más allá de la singularidad, lo que es como querer regalar un pastel, tenerlo y comérselo: no ya dos, sino tres cosas incompatibles al mismo tiempo.

“Hay mucho espacio al fondo”, pero seguramente no donde se espera, apurando hasta el límite la escala de Planck. Por otra parte, si hoy sabemos por la teoría gauge de la gravedad que podemos prescindir del espacio-tiempo curvo para describir su campo, con mucha más razón se puede prescindir del elemental continuo de Minkowski. Lo cual tendría que hacer pensar más en las teorías surgidas de Weber, que se convierten en descripciones de campo con sólo integrar sobre el volumen y no requieren ni un continuo con dos sabores ni dimensiones adicionales.

Tendría que estar claro que las teorías centradas en la predicción arrojan al mar la llave para describir las transiciones de escala, que son el mismo “fondo” del que se querría apropiar la palabra “fundamental”. Nottale, y luego Mazilu y Agop, han propuesto una meritoria teoría de la “relatividad de escala”, pero también se puede prescindir de la propia relatividad con argumentos mucho más directos. El desarrollo de Mazilu y Agop es expresamente neoclásico, y sin embargo se adentra en la selva de la geometría fractal y el continuo no diferenciable: un buen ejemplo de que se pueden tener ideas simples que den sin embargo cabida a la superabundante complejidad de la Naturaleza.

“A la Naturaleza no le importan las dificultades analíticas”: pocas palabras más ciertas que las de la inmortal frase de Fresnel. Si el continuo no diferenciable es posible, puede estarse seguro de que la Naturaleza lo usa con verdadera profusión; y las mismas integrales de camino de la luz serían el mejor exponente de ello. Mazilu lo emplea directamente para tratar de crear un modelo operativo del cerebro basado en la inagotable geometría de la luz y la mecánica ondulatoria de de Broglie, que recuerda vivamente la “mecánica fractal” de Bandyopadhyay pergeñada con el mismo propósito. En cualquier caso, el uso que hacen Nottale o Mazilu de la escala de Planck merece cierto examen, pues debería ser claro que el empleo que acostumbra a hacerse de ella como si fuera una regla no es sino la extensión del sincronizador global a todos los dominios más amorfos de la física. La Naturaleza simplemente se evapora allí donde rige este cronómetro, lo que nos confía la tarea de tratar de imaginarla fuera de restricciones no menos imaginarias. Un lazo que ciña su talle le sienta mucho mejor que una regla rígida.

Lo triste es que el principio holográfico se haya visto incluso como una “confirmación” de la idea de que el universo es un gigantesco ordenador, para llevar el imperio del sincronizador global a su apoteosis. Y si embargo, uno puede estar bien seguro de que si el mundo fuera un ordenador no hubiera durado ni siquiera para estallar en pedazos, no digamos ya para recalentarse. Si esto en lo que estamos metidos y participamos “funciona” en alguna medida, tendrá que ser en la medida en que no es un ordenador ni se basa en nuestra idea del cómputo. Y sin embargo la misma “computación cuántica”, entendida como la modulación más exquisitamente minimalista de eso que ahora llaman “estados cuánticos individuales”, aun si no hay nada individual en ese dominio y precisamente por ello, está en el quicio mismo del asunto que estamos tratando, haciendo un trabajo extraordinario para ignorarlo. Basta con seguir cuidadosamente el hilo que lleva de la predicción local a la descripción global para que la fase geométrica pase de ser un parámetro de control a que empiece a tener impacto y resonar en la esfera completa del conocimiento.

Si hay algo “automático” en el universo, ha de ser justamente en el sentido de la espontaneidad, de aquello que se mueve por sí mismo en lo abierto: el principio de equilibrio dinámico ya lo garantiza con sólo prescindir de la inercia. Y sin embargo esta nadería, aparentemente un mero juego de definiciones, nos lleva tan lejos como podamos caminar, pues aun si se puede prescindir de la inercia en términos absolutos, nada nos impide contar aún con ella en términos relativos. Los “tres principios y medio” parecen algo más que una broma.

La relatividad de escala se mueve entre dos escalas asintóticas invariantes bajo dilatación —la longitud de Planck y una longitud cosmológica máxima asociadas a la transformación de Lorentz— de modo que la resolución requiere variables explícitas. Reelaborada por Mazilu y Agop, se convierte además en una teoría de lo infrafinito, lo finito y lo transfinito sin salir del dominio de la luz. Se trata como mínimo de una idea de gran interés con fuertes reminiscencias de la mónada de Leibniz, si bien está claro que no ha tenido el suficiente desarrollo. Y aunque sin duda sea especulativa, aún lo es mucho menos que las sagas de los agujeros negros, que gozan del mayor predicamento incluso si violan escandalosamente la convención fundamental del género, pretendiendo entre otras imposibilidades que lo físico vaya más allá del último límite matemático. La función zeta de Riemann se ha usado frecuentemente para regularizar los niveles de energía del vacío y series divergentes en el horizonte de sucesos de estos agujeros, incluidas las integrales de camino de la luz, por una expansión asintótica de la evolución de la temperatura bajo transformaciones de escala de la métrica de fondo. Esto puede sonar a pura relatividad de escala pero en realidad es su opuesto desde la perspectiva de la sincronización global.

Las sobrecogedoras diferencias de escala entre las partículas y el tamaño del universo, o incluso entre este y la longitud de Planck, son insignificantes en comparación con la diferencia entre cualquier número que pueda calcular nunca un ordenador y el infinito numérico que constituye la integridad de la función zeta de Riemann. Uno podría decir incluso que son absolutamente insignificantes, pero eso sería desdeñar la evidencia acumulada con tanto trabajo por los matemáticos. En todo caso, si la minúscula evidencia de los ceros de la función computados tiene algún sentido, sería precisamente porque la función entera y su “dinámica” subyacente comportan algún tipo de relatividad de escala en su interior, aunque para enfocarla y dar con su resolución habría que tener en cuenta una serie de factores que aquí no podemos ni siquiera enumerar.

Es un teorema que, si la hipótesis de Riemann es cierta, la función zeta permite aproximar cualquier función analítica de las infinitas posibles con cualquier grado de resolución. De hecho, la función sería una representación concreta de cualquier texto y acumulación de conocimiento que pueda lograr el ser humano o cualquier ser inteligente, que además estaría repetido en ella un número infinito de veces. Puesto que el continuo no diferenciable también contiene “todo eso”, pero la propia función zeta es infinitamente diferenciable y e incomparablemente más estructurada, cabe suponer que esta función y su gran familia de funciones asociadas constituirían el puente más ancho y más estrecho entre lo diferenciable y lo no diferenciable —aunque qué es diferenciable y qué no, también depende crucialmente del criterio del cálculo que usemos. Dado que el mayor problema de esta función es relacionar la información local con la condición global, si hay alguna forma de acotar gradualmente su dinámica, aun si se trata de un proceso indefinido, tendría que ser revirtiendo la relación que desde siempre la física y el cálculo han planteado entre la derivada y las condiciones de contorno. Al menos el giro en la orientación no debería plantear tantos problemas, siempre y cuando se admita que el cálculo moderno tal como se emplea es ya el producto de una exhaustiva inversión.

La llamada relatividad de escala es un principio muy general que de momento usa la física en boga simplemente como guía, pero es incomparablemente más sencillo empezar por el contraste entre la relatividad y las ecuaciones de Noskov cuando los llevamos a los supuestos límites, partiendo siempre de la diferencia del lagrangiano en el problema de Kepler, auténtica clave de arco de la física moderna; no es muy recomendable tratar de engullir la Totalidad cuando no entendemos de modo cabal ninguna de las totalidades infinitamente más modestas que existen por doquier.

Ya hay algo lo bastante singular en la evolución de cualquier entidad en relación con el fondo del que emerge, en el que se mantiene, y al que vuelve: si somos capaces de ver esto, aun cuando sólo sea con la imaginación, ya habremos logrado mucho. De hecho, es por no comprender lo inobstruido de esta “singularidad” efímera y autosostenida que nos lanzamos de cabeza buscando atravesar singularidades que son no-agujeros por definición. Se habla tranquilamente de “la función de onda del universo”, y el mismo principio holográfico hace pensar en un frente de onda de complejidad inconcebible; pero la más simple onda en tres dimensiones ya es un desafío para la imaginación.

Piénsese otra vez en la genial ingenuidad de la onda-vórtice de Venis, quien no ha hecho el menor uso de la física o las matemáticas para desvelar la más “simpléctica” de las morfologías. Aunque su proceso también parece mostrar un frente de onda como característico fenómeno de superficie, sus trémulos límites fluctúan entre lo lleno y lo vacío con más delicadeza que el trazo del mejor pincel. Pero, ¿cómo es que una onda que se supone ha de existir en un número infinito de dimensiones, incluyendo las fraccionarias, aún exhibe un perfil tan reconocible en seis dimensiones, y en tres, y hasta en dos? La única respuesta concebible es que la totalidad que escapa a nuestra percepción sigue reflejándose en un punto de equilibrio dinámico, que es una línea o un plano de equilibrio, etcétera.

La secuencia de Venis muestra sin profanar en qué sentido la Naturaleza es igual a sí misma: fugaz como el torbellino e inmutable como la esfinge. Entre un aspecto y otro hay infinitas capas. ¿Qué es ese abombamiento a modo de gota que se insinúa en todas partes, se muestra en el contorno y se esconde en su centro? Esas superficies y perfiles están más allá de la medida —son de naturaleza puramente proyectiva—, y sin embargo se reflejan en todo tipo fenómenos que también se dejan medir. Siguiendo las curvas de la secuencia uno puede adivinar cuando este flujo imaginario se acelera o se hace lento, más lento, y más lento todavía, hasta que el frente de onda brama y rompe y estalla en medio del silencio.

La luz entre lo lleno y lo vacío; entre el espacio y la materia, lo luz. Ya hemos indicado por qué la separación tajante entre la vibración del sonido y la luz se debe antes que nada a un malentendido. Ahora bien, ¿puede escucharse la luz? Es una buena pregunta, aunque según el principio holográfico sería fácil juzgar más bien al contrario: lo luz no sería sólo principio de expresión o actualización, ahora también se nos presenta como órgano global de percepción y omniabarcante tímpano en el que resuena la materia. Pero, en cuanto vibración, ¿quién o qué podría escucharla? Nada que pueda exponerse, nada que esté manifiesto; lo que tal vez concierna a los cuerpos, al vacío, a ambos, o a ninguno. Hay un punto desde el que todo eso retrocede hasta no significar nada, y sin embargo aún hay un largo nudo corredizo no sólo relacionado con la escala de energía sino también con la ambigüedad inherente a su triple manifestación.

Ese “relativo desprendimiento de la unidad” es una cuestión omnipresente y en absoluto se reduce a la física o la matemática, que pueden sin embargo reflejarla. Para la lógica formal que busca la autoconsistencia, la unidad sólo nos reafirma en lo tautológico; pero desde el punto de vista de la matemática aplicada, a la que pertenece todo el cálculo, la unidad no es nunca una cuestión formal dada, y en pos de ella mucho conocimiento viejo puede transformarse en algo nuevo. Desde el momento mismo en que se asuma que el cálculo o análisis procede necesariamente del todo a la parte y desde arriba hacia abajo en vez de lo contrario habrá cambiado la disposición general de las ciencias.

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Heredero en gran medida de de Broglie, David Bohm hizo una interpretación de la física abiertamente a contrapelo del reduccionismo imperante y habló, entre marcados extremos de elocuencia y vaguedad, de “la totalidad y el orden implicado”. No se le puede reprochar a Bohm el ser teóricamente conservador, pues ya fue lo bastante heterodoxo entre sus contemporáneos; y sin embargo un discurso como el suyo encuentra hoy mucho menos eco incluso si en todo este tiempo pasado se ha ganado una perspectiva inapreciable.

Bohm no fue realmente muy consciente de la universalidad de la fase geométrica y su relevancia para la mecánica clásica —aunque ya hemos visto que los teóricos actuales no están en mejor situación. Tampoco concibió el efecto de los potenciales como una vibración o resonancia que atraviesa por entero la materia, sino, siguiendo en esto el espíritu del tiempo, como un campo no dinámico de información. El segundo aspecto es importante para la interpretación; el primero tiene aún innumerables consecuencias por explorar. Por otra parte, Bohm vio la importancia del problema de la medida pero nunca pudo plantear sus relaciones generales con el cálculo o análisis tal como hoy puede hacerse con meridiana claridad. Finalmente, en su trabajo se echa de menos una verdadera discusión de los principios fundamentales de la física.

En términos proporcionales, el universo está casi enteramente vacío; no sólo en las inmensidades intergalácticas sino incluso en nuestro propio cuerpo. Claro que este vacío físico aún dista mucho de ser mero espacio vacío, revelándose ante la inspección más atenta como un tenue mar de radiaciones. Para la relatividad general, el espacio le dice a la materia dónde tiene que ir y la materia le dice al espacio cómo tiene que curvarse; pero el continuo del espacio-tiempo no es espacio vacío e incondicionado, sino un animal dinámico completamente diferente sometido a una disciplina métrica.

Ya comentamos que Poincaré, primer proponente claro del principio de relatividad, prefería pensar que es la luz la que se curva en vez del espacio, y por lo menos ahora se admite que las teorías de campos, gravedad incluida, pueden formularse en el espacio plano. Después de todo, a la luz siempre se la vio doblarse en el agua, pero al espacio nunca, y no había necesidad de condicionar artificiosamente lo que siempre se había percibido como incondicionado.

La densidad del vacío físico con radiación es casi nula con respecto a la materia, pero la densidad del espacio realmente plano, sin la menor traza de energía en su seno, es estrictamente nula con respecto al vacío físico radiante. Las ondas se atenúan indefinidamente, y por otra parte, incluso una partícula de materia como un electrón tiende a dilatarse sin límite cuando no hay otras partículas y átomos en su vecindad, como se ha comprobado una y otra vez. Tendríamos así tres escalones asintóticos, de la materia a la radiación y de esta al espacio sin la menor restricción métrica.

Para el Vedanta el espacio puro no tiene cualidades y ni siquiera dimensiones; en la moderna geometría lo más cercano que tenemos sería el espacio proyectivo primario. El espacio puro es el símbolo perfecto del espíritu en muchas tradiciones, pero está claro que el espacio no es un ser sintiente que se perciba a sí mismo. Así que el sentido de aseidad que me es inherente ha de proceder de algo diferente de ese espacio anterior a los conceptos del que sin embargo aún tengo noción.

Hoy se acostumbra a llamar “partículas” a las excitaciones del campo —en los aceleradores, por ejemplo-, pero no se suele llamar “onda” a la relajación de un electrón que puede extenderse metros o kilómetros, o hasta el infinito si el entorno y los cuerpos vecinos no lo impiden. Hay de este modo un muy humano prejuicio en favor de las altas energías que nos lleva a obviar una poderosa tendencia fundamental. Por lo demás, esta tendencia de la materia a la relajación en función del entorno late al unísono con la interpretación más elemental de la entropía, pues también las moléculas tienden a extenderse tanto como pueden, yendo de las regiones más calientes a las más frías y ocupando regularmente el espacio vacío disponible.

En este sentido, tan diferente al de la relatividad, el espacio sí le está diciendo a la materia dónde tiene que ir, pero la materia no le dice nada al espacio, porque el espacio, tanto en el límite como en términos absolutos no tiene curvatura. Del mismo modo que yo conozco a mi cuerpo pero mi cuerpo no me conoce a mí, aquí no hay reciprocidad posible. Hay sin embargo una indudable reciprocidad entre materia y radiación, lo que es algo completamente diferente. En realidad el espacio-tiempo relativista engloba las relaciones dinámicas del vacío físico basadas en interacciones, y su teoría del potencial queda en una tierra de nadie sin definir: por eso mismo hay alternativas en el espacio plano como las derivadas de Weber o la moderna teoría gauge de la gravedad.

Dicho de otro modo, la relatividad prescinde del espacio absoluto pero mantiene el tiempo absoluto del sincronizador global —cuando con la teoría del “potencial retardado” puede hacerse lo contrario: mantener el espacio absoluto sin mayores cualificaciones y permitiendo que todo se rija por su tiempo interno propio, que implica la variación ambiental de las fuerzas y constantes que ahora se postulan como fijas.

El espacio absoluto aún puede “hablarle a la materia” con dos lenguajes diferentes: el de la tendencia asintótica de la materia y radiación a expandirse en función del entorno, lo que supone un modo mediado y dinámico que incluye también a la termodinámica, y el lenguaje inmediato del potencial, que se deriva simplemente de la posición. Y este último lenguaje supone la vibración íntima de la materia.

Recordemos que casi toda la producción de radiación se despacha como “emisión espontánea”, lo cual viene a ser lo más opuesto que pueda proponerse a una explicación mecánica. Y sin embargo esta emisión espontánea no sería sino la forma manifiesta de la vibración interna del cuerpo de la partícula. En este sentido, igual podría hablarse de “absorción espontánea”, aunque digamos simplemente absorción.

Tenemos entonces una circularidad entre lo inmediato o instantáneo, completamente independiente del movimiento, puesto de manifiesto por la posición o potencial, y los aspectos dinámicos o mediados de la interacción entre materia y la radiación. Esto resuelve la aporía que presentan tanto el Vedanta como el samkya: cómo lo absoluto y lo condicionado pueden coexistir sin el menor problema. También el dualismo de la época moderna puede verse con otros ojos.

El espacio absoluto sin cualidades ni dimensiones corresponde a Prajña, el estado de sueño profundo en el que desaparece toda determinación. Sin embargo uno sabe que su aseidad aún está más acá de eso, que hay algo aún más general que lo más indiferenciado, lo que en buena lógica comporta que tampoco eso esté separado del resto, de aquello que se manifiesta. Por eso nos hemos permitido hablar de un medio homogéneo primitivo como algo un tanto diferente del espacio indiviso. En la respuesta espontánea de materia y radiación a algo que por definición no se mueve tenemos una forma muy simple de captar en qué sentido el cosmos no es creación sino manifiestación, siendo sin embargo la manifestación algo verdaderamente espontáneo y creativo.

Si la física es inagotable es porque nunca puede reducirse a cuestiones de movimiento o extensión. Querer explicarlo todo por el movimiento o la extensión es, además de la más acabada expresión de nihilismo, completamente trivial. La res extensa cartesiana nació ya como puro teatro para el movimiento, en la misma época en que para Galileo el reposo dejaba de tener entidad. Hablamos, justamente, de los dos padres del principio de inercia. Y sin embargo, cuando retomamos la percepción original del espacio como lo inmóvil por definición, lo independiente de cualquier dinámica, lo interno y lo externo vuelven a compenetrarse e interpenetrarse.

Se trata tan sólo de ver el reposo en el movimiento, para luego ver el movimiento en el reposo. Para conseguir tales proezas, que muchos creerán milagros, basta con sondear debidamente la teoría del potencial, que nos llevará a aguas tan profundas como queramos. La mayoría puede protestar y aducir que un potencial nunca es independiente de la dinámica, pero los físicos llamaron a la fase geométrica con tal nombre precisamente para separarla del ámbito de las fuerzas o interacciones, y en esto hubo un consenso cerrado. Tal como ya apuntamos, incluso si quisiéramos insertarla dentro de los principios de la dinámica tendría que ser mediante la articulación interna de “los tres estados de reposo” con el principio de equilibrio dinámico en su centro, lo que según los casos puede ser lo mismo o algo muy diferente del múltiple y complicado criterio del principio de equivalencia relativista.

Verdaderamente, del mismo problema de Kepler para abajo, hay todo tipo de casos importantes en física macroscópica que no están bien cubiertos por las actuales teorías de campos, pero incluso obviando ahora eso, tenemos el hecho de que el entrelazamiento cuántico exhibe correlaciones instantáneas, y la fase geométrica, que aparece a todas las escalas, es sólo una expresión con menor resolución del mismo orden de correlaciones. La propia gravedad, si realmente no es una fuerza, podría encontrarse perfectamente en este caso. Entonces, incluso la relatividad general, que tampoco considera a la gravedad como una fuerza, estaría describiendo sólo interacciones desde el punto de vista del principio holográfico —que ya sabemos de dónde procede. Parece ser que los físicos tampoco saben qué hacer con este razonamiento.

La relatividad sería una pura teoría de las superficies, pero el cuadro de las interacciones en la mecánica cuántica también. La correlación instantánea ha de ser el verdadero y genuino sincronizador global —un sincronizador independiente de la interacción, pero del que cualquier interacción se hace eco. Esto revela hasta qué punto son inoperantes las comparaciones del universo con un gran ordenador. El auténtico sincronizador global es tan inaprensible como el espacio predinámico; su traducción local en mecánica ondulatoria es la hipótesis del “reloj interno” de la partícula de de Broglie, una oscilación sin duda, que sí admite confirmación experimental indirecta pero apenas atrae interés. Bien puede decirse que el único sincronizador global es aquel que no necesita sincronizar ni tomar medidas de nada, pero en el que todo resuena.

He mostrado, del modo más general, en qué sentido “lo de arriba” puede guiar a “lo de abajo” sin necesidad de contacto; porque, por lo demás, eso que nos figuramos arriba también está siempre por debajo y al fondo de lo que aparece. He indicado también qué tipo de cambios facilitan que la mentalidad científica pueda sentirse cómoda con esta idea que hunde sus raíces en algo anterior al pensamiento. El problema de la finalidad, que la física eludió siempre tanto como pudo, y que malinterpretó proyectando desde arriba sus propias sombras, tiene una solución muy simple que sin embargo presenta dos caras.

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Según lo dicho, el tiempo es un fenómeno más superficial que el espacio sin cualidades, y si llega a parecernos subjetivo, e incluso si a Kant pudo parecerle forma pura, es precisamente por que fluye continuamente a través de ese dominio independiente del movimiento que está en la base de la subjetividad. Sólo que casi toda nuestra atención está pendiente de las innumerables variaciones de los contenidos de la experiencia en el tiempo, mientras que lo otro, aun siendo invariable, determina la vibración inmediata de la novedad.

Para el sueño pertinaz que es la vigilia, la subjetividad ha de residir en la variación y novedad de sus elementos; pero el sueño profundo no sólo no sueña, sino que ni siquiera duerme. Está ya plenamente presente en medio de esta vigilia atareada —salvo, por supuesto, por mi falta de atención. Basta entonces la atención para que ese tercer estadio que está siempre al fondo se convierta en el cuarto que no está en ningún lugar de la secuencia.

En física el deslinde de estos planos superpuestos de la experiencia y el tiempo tendría una pauta similar; aunque la incompatibilidad entre las dos grandes teorías dominantes, además de sus propias contradicciones y paradojas internas, hace todo mucho más difícil de arbitrar. La universalidad de la fase geométrica la convierte en un puente natural entre lo micro y macroscópico, pero el sincronizador global, que con el principio de inercia da forma a todo el relato de la física, impide la traducción local de lo que implican las conversiones de escala.

Para hacerse la más mínima idea sobre esto es obligado salir de las teorías imperantes. Ya hemos señalado varias a modo de contraste y ahora traeremos a colación otra, que ni siquiera parte de consideraciones físicas o matemáticas, sino puramente morfológicas. La secuencia de ondas-vórtices en el hipercontinuo de Venis se basa en argumentos puramente proyectivos pero no puede evitar verse reflejada en planos tan variados como los seres vivos o las grandes formaciones cósmicas.

Siguiendo la apremiante lógica de sus vórtices, Venis llega a la conclusión de que el desplazamiento al rojo cosmológico no indica una expansión general del universo sino tan sólo una contracción local por un gradual desplazamiento en la dimensión de la agrupación: si nosotros encogiéramos no lo notaríamos en nosotros mismos, sino que veríamos tan sólo aumentar el tamaño del entorno. Este desplazamiento tendría una velocidad que puede estimarse, pero comportaría un tiempo interno que sólo podría verificarse saliendo de la formación en cuestión, sea el sistema solar o la galaxia, y pasando a otra rama temporal para volver de nuevo al lugar de origen.

Esto es simplemente una especulación —como casi todo en cosmología-, pero sirve perfectamente para ilustrar el abismo que media entre las exigencias del sincronizador global y una física que se tome en serio las circunstancias del ambiente. Seguramente las inmensidades estelares no existen para que todo sea como se ha medido en el rincón de un laboratorio; pero, así y todo, para una ciencia tan matemática como la física, superar sus propias varas de medir representa un desafío extraordinario.

Pero no es necesario salir de la galaxia para comprobar cómo el entorno modifica a la regla en vez de lo contrario: los “potenciales retardados” ya nos lo dicen a cualquier escala. La espiral que trazan los planetas del sistema solar sólo se desvía de un perfil exacto por el mismo orden de diferencias que el valor del lagrangiano de cada órbita, lo que ya es elocuente, y esta espiral aproxima el plano de un vórtice. Y así podemos seguir hacia abajo, hasta los átomos y las órbitas de los electrones, ellos mismos ondas-vórtices. A todas las escalas encontramos entrelazamiento del potencial, al que de ningún modo hace falta secundar con el parcial calificativo de “cuántico”.

El antropocentrismo o inmodestia que supone hablar de constantes universales bien podría calificarse de cómico si no fuera por lo difícil que resulta salir, tanto de la lógica de la sincronización global, como de la legitimación de la apariencia en nombre de lo irreductible de la posición del observador; y en este caso ambas cosas se justifican mutuamente. Incluso los que son más conscientes de lo infundado de esta pretensión tienen las mayores dificultades para imaginar qué implicaciones tendría el que no haya sincronización en un sentido tan obviamente antropocéntrico y qué pueda haber al otro lado.

Hoy el famoso desplazamiento al rojo de la luz de las galaxias se asocia directamente con la radiación de fondo de microondas para reforzar el relato de la gran explosión. Lo que no suele contar la historia es que la predicción del explosionista Gamow de 1952 no fue ni la primera ni la más precisa, y que un buen número de físicos ya habían estimado su temperatura con mayor exactitud, con muchos años de antelación y muchos menos datos, desde Guillaume en 1896, a Regener, a Nernst, a Herzberg o a Max Born, entre otros. Todos ellos contaban con un universo en equilibrio dinámico.

También Venis presupone un equilibrio dinámico entre la expansión y contracción locales, pero invoca el tercer principio de acción-reacción a la hora de justificar el balance. Sin embargo, el tercer principio por sí sólo no enmienda al de inercia, que es el fondo que domina toda esta narrativa. Efectivamente, si lo que se observa por doquier es movimiento, y con las tres leyes de Newton nada se mueve sin haber sido movido por otra cosa, estamos obligados a creer que todo procede de un impulso original, sin importar que sea la más grandiosa violación del principio de conservación de la energía.

Para tomar conciencia de hasta qué punto los principios determinan el plano de contacto entre la física y la metafísica, basta recordar el contraste que Roger Boscovich, el gran precursor de las teorías de campos, propuso para el postulado de magnitudes absolutas: “Un movimiento que es común a nosotros y al mundo no puede ser reconocido por nosotros —incluso si el mundo en su totalidad aumentara o disminuyera de tamaño en cualquier factor arbitrario”. Aun si el mundo entero se encogiera o se expandiera en cuestión de días, prosigue Boscovich, con una variación idéntica en las fuerzas, no habría ningún cambio en nuestras impresiones ni en la percepción de nuestra mente. El cambio conjunto no tiene rango de experiencia, para ella sólo las diferencias cuentan.

Por supuesto, esto no tendría nada que ver con la gran explosión si en ella no hay una evolución conjunta de las constantes. Pero si las constantes modificaron su relación mutua en el pasado, ¿por qué no lo hacen ahora mismo? De hecho, desde hace muchos años se nos asegura que la “expansión del universo” se está acelerando.

Venis distingue obviamente velocidad de movimiento y velocidad de flujo en el tiempo, pero tampoco sabe cómo pueda establecerse la correlación, ni qué otros factores estarían implicados. Incluso tras más de un siglo de relatividad, el que pueda haber distintas velocidades temporales determinadas desde fuera —lo que no tiene nada que ver con los “viajes en el tiempo”- parecerá algo imposible para muchos. Ahora bien, lo que aquí se ha dicho es que el fondo de toda experiencia, incluida la experiencia del tiempo, no tiene nada que ver con el movimiento y sus infinitas posibles relaciones. Una velocidad en el tiempo sí, ya se trate de un tiempo físico mensurable o se trate del tiempo subjetivo que en sueños puede contraerse o dilatarse sin la menor tasa aparente.

En definitiva, el fondo de la experiencia es completamente informe y común a todos los seres, ya sean dioses, humanos, galaxias, planetas o átomos; no tiene nada de individual, pero es lo que hace sujeto al sujeto. Esa es la gran diferencia entre la no-dualidad y las variantes del idealismo moderno. En cambio el tiempo propio sí es parte de la individuación de los seres, es más, está incorporado en su forma y la de su cuerpo, eso que Venis llama “materia residente”.

Puede verse entonces que Venis, casi sin quererlo, está proponiendo una estrategia de largo alcance para ver el tiempo más allá, o más acá, de la ficción del sincronizador global y su universal aplanamiento. Y no importa que la conexión de su morfología con la física y la matemática esté enteramente por explorar, puesto que su fundamento está en el propio espacio proyectivo anterior a métricas y determinaciones. Incluso como fenomenología pura, brinda una conexión entre el entendimiento, la imaginación y la visión que ya quisieran para sí las ciencias actuales.

Por añadidura, la secuencia de transformaciones de Venis plantea bellos y profundos problemas al cálculo y el análisis matemático, puesto que exhibe una evolución suave y diferenciable en el hipercontinuo, que puede adoptar cualquier número real entre los números enteros de las dimensiones. Hoy se trabaja con dimensiones “fraccionales” en incontables áreas del análisis aplicado, y se los conoce comúnmente como fractales; sin embargo estos fractales no son diferenciables. Por otra parte, sólo muy recientemente se está empezando a encontrar un puente entre la geometría fractal tan común en la Naturaleza y el llamado “cálculo fraccional” que no está restringido a los operadores con números enteros. Los fractales pertenecen al espacio, pero los operadores fraccionales inciden en el dominio temporal.

En definitiva, el cálculo fraccional cubre dominios temporales intermedios en procesos de todo tipo, incluidos los ondulatorios. Los fractales son no lineales, mientras que la dinámica fraccional gobierna procesos lineales, —y sin embargo supone una inquietante anomalía para el cálculo: exhibe una dependencia no local de la historia e interacciones espaciales de largo alcance. Y así, el propio cálculo fraccional suscita un enorme problema de interpretación que ni físicos ni matemáticos han podido zanjar. Igor Podlubny propuso distinguir entre un tiempo cósmico inhomogéneo y un tiempo individual homogéneo. Podlubny admite que la geometrización del tiempo y su homogeneización se deben ante todo al cálculo, y advierte que los intervalos de espacio pueden compararse simultáneamente, pero los de tiempo no, pues sólo podemos medirlos en secuencia. Lo que puede sorprender es que este autor atribuya la no homogeneidad al tiempo cósmico, en lugar de al tiempo individual, puesto que en realidad la mecánica y el cálculo se desarrollan al unísono bajo el principio de la sincronización global. En su lectura, el tiempo individual sería una idealización del tiempo creado por la mecánica, lo que es ponerlo todo del revés: en todo caso sería el tiempo de la mecánica el que es una idealización.

Está claro que los matemáticos tampoco aciertan a elevarse sobre estas aporías puesto que el cálculo no es meramente cómplice de la sincronización sino su principal agente. Los fractales son una expresión geométrica de leyes de potencia invariantes a escala igualmente ubicuas, pero los operadores de la dinámica fraccional gobernarían su evolución y lo que se llama su “memoria” temporal. Ahora bien, los vórtices de Venis evolucionan suave y linealmente a través de las dimensiones fraccionarias mientras que describen una evolución temporal que lleva tras de sí a la lógica, a la intuición y a la imaginación, mostrando un hilo conductor en medio de una impenetrable selva de cifras. Las envolventes capas límite de sus perfiles invitan además a una competición entre las diversas modalidades de cálculo por ver cuál ciñe mejor sus contornos.

Dado que el concepto de vórtice de Venis engloba no sólo a los torbellinos, sino a cosas tan amorfas como un bulbo esférico o gota, lo informe se está perfilando como lógica y proceso dentro de algo mucho más informe todavía. Es por esto que cabe pensar en un alcance morfológico universal, aun asumiendo que las formas no dejan de ser huidizos fantasmas, apariciones en el dominio de lo impermanente. Y aunque Venis ha recibido una indudable inspiración de la filosofía extremo oriental, su fenomenología no deja de ser, como él mismo la llama, una “teoría del infinito”, heredera de ese inconfundible impulso occidental por ver más allá de cualquier límite. Aquí sin embargo se tiende a percibir el infinito en los propios límites de las formas concretas.

La mayoría de los procesos reales, por ejemplo las tensiones y deformaciones de un material o su fractura, son altamente no polares, es decir, no pueden caracterizarse como los campos en términos de vectores, desplazamientos y fuerzas, ni muestran eje detectable alguno en su evolución; los fractales, en cambio, son aptos para describirlos. Por otra parte, la dinámica fraccional sí permite retener la polaridad matemática de los campos, de modo que la conexión de ambos es una forma, todavía hoy muy abstracta, de explorar la transición del caos al orden. Los vórtices, por otro lado se presentan en todas las fases de la materia y la luz, y definen la transición más visible entre el caos y el orden, entre la turbulencia y la forma.

La función zeta, con su polo en la unidad y su abismal recta crítica, se asocia al llamado “caos cuántico” que resultaría más suave, pero como en cualquier otra circunstancia, nunca se ha podido precisar la frontera de su transición. No deja de ser extraordinario que un “objeto matemático” tan universal como esta función mantenga tal aislamiento con respecto a cualquier geometría visible, por no hablar de la lógica; las múltiples analogías con la física avanzada o los innumerables gráficos analíticos de la función no pueden hacer olvidar su riguroso ensimismamiento en la aritmética, dominio puro del tiempo. Este “tiempo puro” no es sino el tiempo absorto y sin relación externa alguna, lo más opuesto que podamos concebir al tiempo que experimentamos. Puesto que las ondas-vórtices de Venis también son de una universalidad extraordinaria, y tienen un vínculo profundo y de incontables capas con el tiempo y la entropía, es imposible que no tengan una conexión con esta función, y una conexión estrecha, además, aun cuando nadie haya explorado el tema todavía.

El intelecto que percibe objetos nunca se percibe a sí mismo; por eso no es el sí-mismo, justamente, pues de otro modo ambos tienden inevitablemente a confundirse. Este hecho tan irreductible también se reproduce, cómo no, en el simple acto de contar, fundamento de toda la aritmética. La verdadera geometría siempre es sintética y elemental; la aritmética, cuando no es meramente trivial, siempre tiene profundidad analítica. En este sentido bien puede hablarse de un orden explicado y un orden implicado, aunque en un sentido bien diferente al que le diera Bohm; Poincaré prefirió simplemente decir que la geometría es a posteriori y la aritmética a priori. Los geómetras lucían buen pelo y los analistas de raza eran calvos, tal era la regla infalible en otra época. Pero los que se vuelcan en la teoría de los números vuelven a tener pelo, y hoy hasta a los algebristas y lógicos les sale; a tal punto ha llegado la interconexión entre todas las ramas de la matemática que uno ya no sabe qué ocurrirá en el cuero cabelludo de sus practicantes.

Los vórtices de Venis están inevitablemente anidados unos dentro de otros a muy diversas escalas, lo que no hace una tarea sencilla identificar la “sustancia” del flujo temporal. En este sentido, serían tan evanescentes como las propias formas, aun cuando no se confundan con ellas en ningún sentido trivial. Si pensamos un poco en esta circunstancia, nos damos cuenta de que de aquí está emergiendo un tiempo que es a la vez material y formal, en un sentido distinto a los que ha manejado hasta ahora la física y la filosofía. Incluso si entendemos que la subjetividad de su flujo no depende en última instancia de ningún movimiento.

Es muy posible que la hipótesis de Riemann nunca llegue a probarse, como es muy posible que no se prueben nunca otras muchas conjeturas de la aritmética incomparablemente más simples, como la conjetura de Collatz. Sin embargo la función zeta ya ha intrigado bastante a los matemáticos, y lo hará aún mucho más, y en ese sentido habrá cumplido su misión; pero de momento sólo ha convocado al álgebra y el análisis, que apenas le han ofrecido contraste. En vez de seguir tanteando la oscuridad de la boca de la cueva, debería avanzarse confiadamente de espaldas aprovechando la luz de la entrada, la geometría en cualquier caso. Incluso la geometría elemental es infinita, cuando sabe encontrar sus problemas. El cálculo moderno, por el contrario, es una máquina trituradora que da predicciones, pero apenas sabe nada de la geometría física de los problemas.

Puede preverse entonces algo harto más probable pero mucho más perturbador que la demostración de esta hipótesis: su toma de contacto con la geometría y su ingreso en la imaginación humana, y no sólo en la imaginación matemática. Algunos analistas ya han detectado ondas espirales en el dominio de la función y se ejercitan en tratar de imaginar su morfogénesis, pero pautas tan abstractas requieren todavía muchos grados de descompresión para tomar contacto con lo genuinamente geométrico. Para eso se requiere un cambio radical en la orientación del cálculo, siguiendo algunas de las líneas apuntadas.

Lo razonable es pensar que la hipótesis de Riemann es sólo la consecuencia del comportamiento asintótico de los números primos tendiendo al infinito, lo que bien poco tiene que ver con su demostración; pero este no es el principal interés de su función. Sí hay, en cualquier caso, una geometría absolutamente elemental de los primos dentro de la recta, descrita por las curvas periódicas desde el origen que intersecan a cada número y sus múltiplos, y siendo los primos cortados sólo por su propia curva y la de la unidad. Incluso de esta representación tan simple emergen gradualmente patrones sorprendentes, a medida que aumenta la complejidad en la superposición de las curvas al hundirnos en las profundidades de la recta numérica. Los patrones más básicos sólo pueden verse extrayéndolos de la recta y desplegándolos como mínimo en dos o tres dimensiones. No tardan en emerger los primeros motivos espirales. Habría que seguir en 4, 5, o 6 a la manera de Venis, y en los dominios intermedios, modulando los posibles componentes dinámicos. Después de todo, también son infinitas las dimensiones que se pliegan y comprimen en la recta numérica o en la función zeta.

El tiempo-forma que acompaña al tiempo-materia no sólo está en los vórtices que describen las partículas o las galaxias, sino un poco en todas partes y en ninguna. Cuando una onda es rota aparece una onda espiral que persiste y excluye todos los anillos concéntricos; esta fue precisamente la sencilla observación de Arthur Winfree al empezar a modelar la geometría y las resonancias del tiempo biológico. Se pueden encontrar ondas espirales hasta en el movimiento del corazón.

La secuencia de transformación de los vórtices de Venis es un juego de equilibrio entre la contracción y la expansión; estos son los “tres pies” de su visión. El cuarto pie ha de estar necesariamente más allá de las formas aunque en medio de ellas. En cualquier caso, el equilibrio visto sólo en función de la acción-reacción no nos saca de las limitaciones del principio de inercia: nos da el orden explicado de un sistema cerrado, no el orden que un sistema abierto implica. Pues, efectivamente, el equilibrio dinámico es orden implicado por definición, “holomovimiento” en la lengua de Bohm, aun si nunca pueden extraerse sus implicaciones. La fase geométrica, por otro lado, puede describirse como una torsión o desplazamiento en la dimensión, que de este modo adquiere una connotación no sólo geométrica sino también morfológica; aunque se sobreentiende que es lo dinámico lo que se deforma, no el espacio o el potencial.

El astrofísico Eric Chaisson ha observado que la densidad de la tasa de energía es una medida mucho más decisiva e inequívoca para la métrica de la complejidad y su evolución a todas las escalas que los distintos usos del concepto de entropía, y sus argumentos son muy simples y convincentes. Contra lo que uno pudiera pensar, esta tasa, medida en ergios por gramo y segundo, tiene un promedio de 0,5 en en la Vía Láctea, 2 en el Sol, 900 en las plantas, 40.000 en los animales y 500.000 en la sociedad humana; se echa de menos aquí el valor relativo en un átomo o molécula. Esta densidad de flujo de energía, como decimos, no sólo indica la complejidad, sino también la evolución individual de una entidad, su transformación a lo largo del proceso de nacimiento, madurez, envejecimiento y muerte. Ha de estar ligada por tanto a lo que comúnmente se entiende por “flujo subjetivo del tiempo” aunque no deje de ser un trasiego, un intercambio con el ambiente dentro de algo ajeno al movimiento. Sin duda esta tasa de flujo puede aplicarse a los vórtices de Venis si se les asignan valores físicos, puesto que ellos también reflejan la evolución de entidades individuales, o su apariencia, si se prefiere. Como en el torbellino de la vida, la restricción creciente en las entidades, esencia del envejecimiento, es en sí misma una cuestión de gran sutileza y múltiples capas concéntricas que sólo gradualmente se desvelan. El estudio en profundidad del tema permitiría ver hasta qué punto estamos hablando de un tiempo encarnado, un tiempo en la materia y en la forma. Volviendo al mundo físico, otra cuestión sería tratar de ver cómo se relaciona esta tasa con el principio de máxima entropía o con el equilibrio termomecánico que puede dar cuenta de los diversos lagrangianos de átomos, órbitas planetarias y galaxias.

La restricción creciente es la piedra de toque de la evolución individual de una entidad y su envejecimiento, que tan poca atención ha merecido todavía a pesar de que sus perfiles estén siempre ante nuestros ojos. Incluso en la casi insuperable abstracción de la teoría de los números pueden encontrarse múltiples dominios y órdenes de restricción creciente, contrapunto de las diversas medidas de entropía numérica, mucho más irreductibles y singulares que lo que en cálculo se entiende por “aproximación” y “acotación”; pues el cálculo sólo usa la aritmética como instrumento, mientras que la teoría de números busca en ella su propia fisionomía. La entropía es una propiedad extensiva proporcional al logaritmo de estados; la cantidad de números primos es inversa al logaritmo de los números enteros, y los mismos ceros no triviales de la función zeta en la recta crítica con valor real exacto de 1/2, reflejarían el dominio principal de una restricción creciente que envuelve como un producto a la suma total de los números primos hasta el infinito. La ley de Fechner nos dice que la intensidad de la sensación es proporcional al logaritmo del estímulo, y el tiempo de la vida y la memoria se desenrosca con ritmo de espiral logarítmica. Como Tolstoi dejó escrito, no hay más que un paso del niño de cinco años hasta el que soy ahora, pero del niño de cinco años al recién nacido hay una distancia inmensa, un abismo del recién nacido al embrión, y lo inconcebible entre el embrión y el no ser.

Parece contrario a nuestra intuición el que la densidad del flujo de energía sea muy superior en una brizna de hierba que en la atmósfera incandescente del Sol; pero esto se relaciona estrechamente con el hecho ya mencionado de que la entropía tiende al máximo y el orden produce más entropía. Ambos hechos delatan que hay cosas muy fundamentales que estamos viendo desde el lado equivocado, por no hablar de la más que posible contribución de la entropía al orden mismo de la dinámica. También en todo esto habría que situarse de espaldas a la mina para apreciar la luz que inunda la cueva. En cualquier caso estas consideraciones nos permiten ver que incluso aspectos del tiempo que creemos altamente subjetivos pueden tener expresiones físicas y matemáticas con entidad propia; y ni que decir tiene que en la morfología de Venis hay muchos más motivos que las espirales.

Considerando la relatividad especial, se ha venido diciendo desde Pearson que un observador que viajara a la velocidad de la luz no percibiría movimiento alguno y viviría en un «eterno presente»; pero está claro que la luz se transmite y se mueve, e incluso pulsa con más precisión que el mejor reloj, luego esto es sencillamente falso. Sabemos además por el principio de Huygens que su propagación implica una deformación continua en cada punto, lo más opuesto a lo intemporal expresado del modo más gráfico. Precisamente para la relatividad, no hay otra forma de concebir el tiempo que el movimiento, luego esta pretensión contradice sus propios supuestos, aunque expresa inmejorablemente cómo el principio de sincronización global quisiera estar por encima de toda contingencia y aun del propio tiempo que se complace en imponer. Es de suponer que los físicos han renunciado a este tipo de ilustraciones, que sólo consiguen dejar a la teoría en evidencia. Si algo físico ha de estar fuera del movimiento y del tiempo, ciertamente no puede ser esto.

Los múltiples marcos de referencia inerciales de la relatividad general no consiguen sino crear una confusión permanente, incluso sobre el mismo significado de la palabra inercia, lo que ya habla por sí solo. Ver y considerar, con los ojos muy abiertos, que no existe la inercia en este mundo: no puede haber mejor suspensión de lo mecánico aprendido, ni más profunda meditación. La más intensa, también, que la permanente agitación del pensamiento ni por un momento soporta. Cuesta tanto asumir que no existe la inercia en este mundo, entender que el danzante principio de equilibrio dinámico nos está diciendo que todo está interpretando su posición a cada instante espontáneamente y con todo su ser, más allá de la libertad y la necesidad.

Venis admite de buen grado que aún no sabemos casi nada sobre cómo, si sólo existe un espacio hipercontinuo de infinitas dimensiones, nuestra percepción está tan severamente limitada al espacio tridimensional. También el espacio de Hilbert de la mecánica cuántica es inicialmente infinito-dimensional, pero, ¿hablamos en este caso de abstracciones? Las inferencias de Venis pueden ser muy arriesgadas, y sin embargo tienen la peculiaridad, hoy más que nunca excepcional, de estar guiadas casi en exclusiva por el espíritu de la forma. Las infinitas dimensiones de un espacio abstracto nos dejan indiferentes, pero lo que aquí se insinúa es que las dimensiones de las formas concretas en el espacio físico son sólo una mínima sección de dominios enteramente sin forma, mucho más cercanos a nosotros de lo que creemos; claro que tampoco la realidad física se ha dejado nunca reducir a lo visible. En cualquier caso, cualquier dominio supraformal o infraformal ha de estar conectado con el mundo de la forma por un mismo hilo y principio.

¿Hay un proceso físico en la reducción de dimensiones, o nunca dejará de ser para nosotros algo puramente imaginario? Ambas cosas no son incompatibles, pero dependen del punto de partida; los físicos necesitan medir, la imaginación es un ejercicio individual que no requiere instrumentos. Finalmente, siempre podemos contar con aquello que ni siquiera necesita de imaginación.

Nuestra cultura hipercinética no puede concebir nada fuera del movimiento; así, a la fase geométrica se le otorga un estatus sumamente abstracto y derivado cuando refleja de la forma más inmediata el lugar desde el que miramos, que por cierto no es ningún marco inercial. Sin embargo, es la descripción de la dinámica la que se ha enrarecido hasta no representar prácticamente nada. Dado que para el físico lo inmediato tampoco vale nada, no queda más remedio que aportar otro tipo de argumentos.

Se supone que la dinámica de un sistema controla a la fase geométrica, que juega un rol enteramente pasivo; y este es el papel que ahora se le asigna rutinariamente en el laboratorio. La pregunta inevitable es, ¿cómo puede ser independiente del movimiento algo que se limita a seguirlo? Pero, por otro lado, una correlación instantánea no puede asociarse con movimiento alguno. ¿Cómo decidir la cuestión? Hay múltiples formas de asomarse a este nuevo abismo, lo único que se requiere es cambiar la idea de lo que hay que medir.

Tampoco hace falta machacar partículas en gigantescos aceleradores, sino tan sólo entrar en sintonía con la exquisita sensibilidad de los potenciales en las teorías de campos y más allá de ellas. En principio, la diferencia entre un potencial ordinario y un potencial “anómalo” como el de la fase geométrica parece muy clara; en la práctica, como siempre que hablamos de energía, la cuestión es mucho más delicada y sutil.. El mal llamado “principio de incertidumbre” de Heisenberg ha sido desmentido innumerables veces y sus diversas relaciones son objeto de sucesivas correcciones en función del marco experimental. No sólo experimentos de alta precisión, incluso frecuencímetros sensitivos a la fase de televisores muestran una precisión decenas de veces superior. Pero, siguiendo la sugerencia de Binder, y más allá de este maltrecho principio tan necesitado del más simple análisis dimensional, pueden diseñarse todo tipo de dispositivos con bucle de enganche de fase para crear una realimentación o retroacoplamiento entre la fase dinámica y la geométrica, y estudiar dónde reside su equilibrio y cuál es la condición de contorno de la fase total. Binder interpreta que es la fase geométrica la que controla la intensidad y signo de las constantes de acoplamiento de las fuerzas fundamentales, e incluso concibe escenarios en que la escala de Planck se desplaza hasta el rango nuclear. Según Binder, lo que variaría y se “curvaría” sería el espacio-tiempo dinámico; pero la velocidad instantánea de la fase geométrica no puede curvarse. La velocidad es la magnitud fundamental de la física, el espacio y tiempo físicos son nociones derivadas de su medida.

Sabemos muy bien el poco caso que se hace de propuestas como la de Binder, y también sabemos por qué. Pero, sencillamente, lo que es instantáneo no puede ser secundario con respecto a lo que le lleva tiempo operar; lo que es acto puro no puede ser pasivo con relación a aquello a lo que le lleva tiempo actualizarse. Esta simple reflexión hace pensar que la física ha estado invirtiendo todo este tiempo las nociones de acto y potencia, pero llevará largo tiempo calibrar de nuevo su relación, y tal vez más tiempo asimilar sus consecuencias. Toda la materia está interpretando, recreando espontáneamente ese puro acto. La luz es vibración emancipada de la materia, pero trascender el sincronizador global es tanto como salir fuera de cualquier orden temporal ligado al movimiento, ya sea el del sistema solar, nuestra galaxia o el entero cosmos observable y por observar. Los físicos, los científicos en general, aún puede elegir entre el control y la sabiduría; entre cerrarse sobre el hombre y la Naturaleza, o abrir para ellos el más vasto de los horizontes.

Todo lo que se mueve no es más que un reflejo de lo que no se mueve, una ondulación sobre sus aguas. No son los potenciales los que se está retardando, son las fuerzas no fundamentales las que están variando. No sabemos si la gravedad tiene un límite de velocidad o no lo tiene, ni sabemos cómo se comportarían otras fuerzas completamente diferentes que pueden existir a otras escalas, en las galaxias o más allá; pero sí sabemos que lo que es instantáneo no se retrasa y es la referencia para lo que exhibe limitaciones de velocidad. Como algunos gustan de decir, “no puedes superar eso”, aunque sí puedes ignorarlo. Y, después de dejar que se hunda la cuestión hasta posarse, uno podría añadir: “tú eres eso”.

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Miguel Iradier, hurqualya.net