
Lo primero es lo primero, y antes que especular sobre lo que puede pasar de aquí a cinco o diez años es obligado atender al presente. Lo que ahora está a prueba es hasta qué punto los poderosos son capaces de moldear la percepción de la realidad a su antojo, y si hiciéramos caso a los medios, parece que están ganando de forma aplastante.
Uno ya sólo puede fiarse de su instinto, y lo que me dice el instinto es que hay que tirar las mascarillas a la basura y hacer una huelga general. Actuar en la unión, no en ese distanciamiento social que quieren imponer hasta sus últimas consecuencias. Todo lo demás es calculada ambigüedad, mediocridad y delirio, ganas de evadirse y no mirar lo que nos está pasando a la cara.
Esto sí sería realmente catártico, y el cruce de gestos supuestamente contradictorios supondría un serio cortocircuito para el poder y las divisiones ideológicas que están a su servicio.
El futuro va a depender de lo que hagamos en el presente y no al revés. Hoy lo que observamos es un sometimiento general; cada mascarilla es el voto más eficaz al partido de la tecnocracia, el miedo y los múltiples resortes de la represión. Volveremos sobre esto al final. Pero también es necesario atender al medio y largo plazo y no darles a unos pocos la enorme ventaja de ser los únicos capaces de jugar una partida larga, pues ya tienen demasiadas.
Casi se ha convertido en un lugar común situar el populismo y la tecnocracia en polos opuestos, y en una lectura superficial, resulta bastante claro que lo están. Lo que se aprecia menos es cómo participan de una misma mentira, y esto siempre es lo esencial si se quiere ver más allá de la política bananera.
Todo lo que se engloba bajo el término paraguas de «populismo» tiene el común denominador de pretender representar a «el pueblo» en oposición a una élite; el carácter unitario de ese tal pueblo puede ser un mito, pero la abrumadora realidad de una élite mínima no, lo que termina por dotar de una fuerza y una verdad innegables a las reivindicaciones populistas.
Por otra parte es indiscutible que la tecnocracia está al servicio de esas élites minúsculas y sus facilitadores, lo que deja al descubierto un mito mucho más infundado y falso que el del populismo: su legitimación en nombre de la eficiencia. Puesto que de lo que se trata es de optimizar beneficios y ventajas estructurales para un porcentaje mínimo de la población, es de todo punto imposible que los técnicos al servicio del poder trabajen en beneficio de la eficiencia general, sino de otra distinta y a menudo opuesta.
Hoy por hoy no hay tecnocracia mejor consolidada que la de los bancos centrales cuyo arquetipo y clave de arco es el Sistema de la Reserva Federal, un mero consorcio de la banca privada con la bendición oficial del Gobierno de los Estados Unidos. Y es evidente que la Fed no trabaja para la eficiencia general de la economía —ni siquiera la de su propia nación-, sino para los intereses financieros de la banca global y la hegemonía, puramente instrumental, del dólar.
Es evidente también que la teoría económica que los tecnócratas manejan es economía-basura al servicio de la trampa de la deuda, así que su pretendida superioridad técnica es sencillamente ridícula: es la contra-demagogia oscurecida por la jerga al servicio de la élite económica.
A esta seudoélite le conviene que todo sea, o al menos parezca, aún mucho más complicado de lo que realmente es, para que nadie sino ellos pueda estar al cargo. El mejor ejemplo es el alambicado sistema de reserva fraccionaria, que es diez veces más complejo que un sistema de dinero cien por cien legal y cien veces más injusto, puesto que se pone al servicio de la pirámide invertida de la desigualdad y está íntimamente relacionado con ella.
El llamado «populismo de derechas» se pretende soberanista, pero hoy es imposible plantearse seriamente la soberanía sin una forma de garantizar la soberanía económica, que empieza por la soberanía monetaria. De esta forma cualquier reivindicación de la soberanía es papel mojado desde el principio, y el populismo soberanista un gato castrado al que sólo se le permiten los maullidos, o más bien berridos, de la demagogia barata.
Trump es el ejemplo de libro: la base que Trump moviliza es la del empobrecido trabajador blanco, pero todo lo que ofrece es más bajadas de impuestos para los ricos y medidas de cara a la galería contra China. Sus débiles invectivas contra la Fed son bien poca cosa porque todos sabemos que el consorcio tiene mucho más peso que el jefe del ejecutivo —éste está ahí para tomar decisiones rápidas, distraer la atención y encajar los golpes y bofetadas.
Así pues, para que el populismo dejara de ser demagógico tendría que tener por dónde agarrar la cuestión de la soberanía monetaria, pero esto no puede ni plantearse en la actual correlación de fuerzas.
El populismo como «cuarta teoría política», da igual que se quiera de derechas o de izquierdas, es una opción neutralizada de antemano por el sistema imperante mientras sea incapaz de plantear la soberanía monetaria: sigue estando en el mismo plano y gira dentro de la misma rueda que el resto de partidos y de ideologías, cada uno con su propia ambigüedad e indeterminación, cada uno con su propia demagogia.
Ahora bien, ¿acaso no es demagogia también plantear la soberanía económica cuando se haya totalmente secuestrada y resulta imposible acceder a ella? No, demagogia no es en absoluto; se trata de una cuestión vital y elemental, pero totalmente fuera del alcance de las democracias modernas. Después de todo, la misma democracia se ha vaciado de contenido real debido a que la usurpación por los bancos privados de una prerrogativa pública tan fundamental, también la ha vaciado de poder efectivo.
Geoeconomía y Geopolítica
Salvo China, hoy ningún país tiene soberanía económica: Estados Unidos menos que nadie, a pesar de lo que sugieran las apariencias. Y es esta situación la que realmente determina la hostilidad de los globalistas hacia el gigante oriental, una hostilidad que ellos procuran transferir a las masas que los soportan.
Los medios hacen un gran trabajo, y así vemos al tendero de la esquina quejarse del chino de al lado y sus congéneres, «que se están quedando con todo», en vez de mirar al banquero al que paga la hipoteca y que resulta ser el motor de la globalización.
La hostilidad del Imperio hacia China no se va a mitigar, sino más bien todo lo contrario, puesto que supone una amenaza existencial. Y es aquí donde van a cruzarse decisivamente los cables de la geoeconomía y la geopolítica.
El gobierno chino nunca ha tenido aspiraciones hegemónicas y se hubiera sentido satisfecho con tener una voz proporcionada a su peso en los asuntos internacionales. Pero el hegemón no está dispuesto a ceder ni una sola porción de un poder que considera suyo en exclusiva. Al hostigar de forma creciente a China, obliga a ésta a defenderse en todos los ámbitos —y hoy el ataque forma parte integral de la defensa.
Cuando más hostilice Occidente a la Sinoesfera, más profunda tendrá que ser su reacción. Antes, los decisores occidentales creían que estos ataques no dejarían heridas y serían de efecto reversible puesto que el objetivo último era asimilar la economía china al capitalismo global. Así, todo lo que debilitara al gran dragón sería bueno para ganar en poder de negociación y obtener más fácilmente concesiones.
Pero llegados a un cierto punto, la hostilidad empieza a adquirir un cariz irreversible y el rival se aleja cada vez más del horizonte de la negociación, incluso si nunca lo pierde de vista. Se le obliga a moverse con más profundidad. Y ese es el punto al que estamos llegando, porque, al no poder resolver sus propios problemas, demócratas y republicanos por igual necesitan culpabilizar a China para obtener réditos tanto del electorado como del estado profundo.
En Estados Unidos la falacia de la culpa china se torna el único «significante vacío», el último espacio para moverse que les queda a unos políticos incapacitados hasta lo patético.
Pero lo que en el fárrago de mentiras de occidente es un significante vacío, podría terminar siendo para China una pieza llena de sentido, y por las mismas razones que los mentirosos no pueden usar.
Hay ahora mismo una carrera tecnológica mucho más apremiante que la de las vacunas para el coronavirus. Es la carrera por el control del espacio de las criptodivisas, en el que, curiosamente, China parece llevar la delantera.
La moneda digital es la fase última del capitalismo en el estadio final de la licuefacción del dinero: tanto una culminación técnica como un paso crítico en la servidumbre de las masas y la clausura del sistema. Este paso comporta un gran peligro tanto para los que lo dirigen como para los que lo padecen.
Es natural que en esta fase el neoliberalismo dé un cerrado giro hacia la tecnocracia y la gobernanza global hasta dejar de ser reconocible. Pero la tecnocracia misma es sólo una pantalla para disfrazar de neutralidad el desusado poder de una plutarquía que también utiliza a la oligarquía para esconderse.
En anteriores trabajos hemos detectado una «doble contradicción» en la encrucijada de las elecciones monetarias. Hemos visto que hay dos actitudes básicas de los estados con respecto a la moneda digital, así como dos tipos de criptodivisas privadas, las especulativas y de las corporaciones, y las comunitarias o alternativas. Estas últimas parecen una opción residual pero pueden inclinar la balanza en el caso harto plausible de una guerra generalizada de divisas.
China no tiene pretensión alguna de hegemonía monetaria —basta ver que su divisa todavía hoy se mantiene pegada al dólar- y se contentaría con un sistema en equilibrio; pero es la agresividad de los que quieren imponer las reglas lo que va a forzarla a emprender incursiones en el mercado global aun a su pesar, y precisamente para que el equilibrio se preserve.
La guerra de criptodivisas que se avecina puede ser una gran prueba para averiguar la verdad de las teorías monetarias. La élite globalista quiere imponer una «gobernanza global» de las monedas digitales para que los súbditos no tengan escapatoria fuera de su sistema, incluso si ello comportara el fin de la hegemonía del dólar, sustituido ahora por un nuevo diseño y un nuevo consenso. Es algo de lo que ya hablaba abiertamente Mark Carney, ex de Goldman Sachs y anterior gobernador del Banco de Inglaterra, en la reunión de Jackson Hole de 2019.
Pero puede que los esfuerzos por llegar a acuerdos internacionales lleguen tarde y mal, al menos con respecto a un actor tan importante como China; y si finalmente se llegara a acuerdos, hoy sólo podría ser a costa del dólar americano, que tendría que someterse a una nueva disciplina internacional para la que no está ni remotamente acostumbrado.
Las diferentes monedas hoy no tienen la menor autonomía porque si dan la espalda al sistema del dólar las represalias no tardan en llegar, ya sea en el ámbito financiero o en el militar, como ya se ha visto con países relativamente modestos como Iraq o Libia. Si se transfiere la hegemonía a una criptodivisa global, bendecida por el Banco de Pagos Internacionales, se tiene que tener la certeza de que el ejército de los Estados Unidos siga estando a su servicio, o de otro modo se perdería el siempre decisivo recurso de la fuerza.
Por otra parte si se abandona el dólar la población estadounidense vería al desnudo algo que ya tenía que haber visto mucho antes: que los Estados Unidos siempre han sido un instrumento y el interés popular siempre estuvo vendido. Hablar en tales circunstancias de traición al pueblo americano es ridículo, lo que no quita para que a este aún pueda esperarle un nuevo género de humillación, de despojo y escarnio. Pero no todos lo aceptarán.
La cuestión de la transferencia de la hegemonía monetaria, que hasta ahora nada tenía que ver con iniciativas chinas más bien inexistentes, es muy delicada y nos recuerda a una manta que no da para cubrir la cama —hay que elegir entre los pies y la cabeza.
El populismo americano no va a morir con Trump, y tal vez éste sólo represente el comienzo de una lucha, un tanto cómica pero más que comprensible, por la autodeterminación. La división de la sociedad americana es profunda y tiene un origen doble: en la oposición externa entre globalistas y aislacionistas, y en la propia división interna de las élites.
Bien puede darse el caso de que la banca global llegue a un acuerdo con China en perjuicio del pueblo estadounidense, pero esto sólo avivaría más el populismo y el neoaislacionismo: hasta cabe imaginar dentro de poco la reivindicación del dólar como un símbolo de soberanía perdida… incluso si fue por el dólar que la soberanía huyó hacia el Imperio.
Pero por otra parte, una hegemonía monetaria disociada de la hegemonía militar y la fuerza nunca llegará muy lejos. Añádase a esto que la burbuja de la bolsa americana es la mayor de la historia y aún está por reventar, y podemos ir imaginando el caos en el que se sumen los viejos modelos y comportamientos.
Las economías y divisas menores siempre buscan otra moneda de referencia que les sirva a su vez de refugio. Después del gran estallido que se avecina, tan previsible como la ley de la gravedad, será realmente difícil que esa moneda pueda seguir siendo el dólar. De ahí la urgencia por «reinventar» la hegemonía por parte del Gran Sifón financiero. Digamos de paso que nunca más volverá a haber una burbuja como la presente, porque este sistema jamás recobrará el mismo impulso ni mucho menos. Lo que está roto, está roto.
Esto aún hará más atractivo al inminente yuan digital, mejor respaldado tanto por una economía más robusta como por un estado más sólido y equilibrado. Si desaparece la intimidación americana, la huida hacia la divisa oriental será mucho más fácil —pero aquí no sólo hablamos de divisas nacionales, sino también de las criptodivisas privadas, sean especulativas o alternativas.
De la circulación dual china al Tao de Judah
Justamente este otoño del 2020 el Partido Comunista de China ha revelado su nueva estrategia quinquenal (2021-2025) de «circulación dual» para ir aminorando la dependencia de los mercados y tecnologías extranjeras.
No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que la actitud dual es una característica muy arraigada de la idiosincrasia china: desde el yin y el yang hasta el «una China, dos sistemas», para llegar ahora a esta doble circulación que admite más niveles de interpretación que los que los comentaristas han descubierto hasta ahora.
Uno de estos niveles, decisivo si los hay, sería el monetario y relativo a la nueva divisa digital. Recordemos de paso que nuestro propio sistema monetario de reserva fraccionaria también es un sistema de doble circulación, con un dinero legal emitido por los bancos centrales, apenas una veinteava parte, y un dinero endógeno creado de la nada por el crédito bancario que es la inmensa mayoría del total: el dinero deuda para el que todos trabajamos, incluso si no hemos pedido un crédito en la vida.
Pero la «circulación dual» de la divisa digital china tendría unas connotaciones bien diferentes. El gobierno chino podría ser sumamente restrictivo respecto al uso de su criptodivisa en su enorme mercado interno, mientras adopta un talante mucho más «liberal» en los mercados extranjeros con objeto de captar esos anhelados capitales a la vez que cosecha nuevos apoyos y un nuevo tipo de poder blando.
Suena muy atractivo, tanto para el gobierno chino como para un sector creciente de la población extranjera que se siente cada vez más destituida, por no hablar de los mismos capitales que ignoran ideologías y siempre están dispuestos a vender a su madre.
Se entiende entonces muy bien que tipos como Carney digan que «la gobernanza es el pilar central de cualquier forma de moneda digital» —gobernanza global, naturalmente; porque no es fácil vaciar el mar con un colador.
China de ningún modo querría jugar a fondo la carta de un sistema monetario dual a no ser que sea fuertemente provocada, es decir, como una contramedida defensiva; pero esta medida, que desbarataría el corral financiero global, sería fácilmente interpretada como incursión en corral ajeno o «agresión». Dicho de otro modo, si China va ganando la guerra económica, los países occidentales intensificarían su ofensiva en los demás sectores de la guerra híbrida, desde la opinión a las opciones militares, pasando por los intentos de desestabilización.
Es de suponer entonces que China graduará sus medidas en este terreno con gran cautela y en función del comportamiento de sus rivales, porque después de todo, la idea primaria de la doble circulación es disminuir la dependencia del exterior y acercarse más al ideal chino de la autosuficiencia, lo que nunca dejará de ser el objetivo último de sus movimientos.
El gobierno chino tendría además un motivo adicional de preocupación: la diferencia de trato a los usuarios de su moneda en el mercado interno y externo podría suscitar un descontento creciente en el interior. No es fácil armonizar la economía dirigida y el nadar libremente en los mercados, pero si alguien sabe de esto son los expertos de la tecnocracia china.
Esto contrasta vivamente con la actitud de las potencias occidentales, que aún creen tener un derecho especial a gobernar el mundo e imponerse a los demás. Pero no deberíamos echarle la culpa a «occidente» de lo que es básicamente un asunto de la plutarquía y sus lacayos.
Élite viene de elegido, y ya se sabe que algunos son más elegidos que otros. Hemos hablado repetidas veces de la ley del 80/20 en la distribución de la riqueza y sus sucesivas potencias, y también hemos hablado de la radiografía de esa radiografía, esa informal «ley» del 50/50 que afecta al reparto del botín y a la fisiología más íntima de la acumulación, esa relación especial dentro del anglosionismo entre los líderes en el ejercicio de la violencia y el engaño.
Este reparto le parece insuficiente a una de las partes dada la notoria ventaja de que goza; la élite financiera quiere que los Estados Unidos sirvan al Imperio y no al contrario. La desaparición del dólar en absoluto implicaría la desaparición de los intereses de los que manejan la Reserva Federal, sino su protección contra las inestabilidades crecientes de la nación y pérdida del consenso —cuya principal causa son ellos.
Esta transferencia o sucesión implicaría una guerra intestina que sólo cabe leer entre líneas, y este conflicto es la causa invisible de una división social que no es sino la última consecuencia de los efectos de la proyección de poder con su control de medios y mentes.
La transferencia en los mecanismos de coerción del control financiero puede dejar un vacío de poder o autoridad que será favorable a la soberanía monetaria de países, colectivos y pueblos, y ahora mismo es imposible decir quién hará más por favorecer esa posibilidad, puesto que muchas de las consecuencias serán involuntarias.
China puede favorecer esa primavera, pero también pueden hacerlo los Estados Unidos si se sacuden el yugo del imperio y crean la primera moneda cien por cien legal, tal como ya proponía el Plan de Chicago de1933. Y sólo de este modo podría ser un ejemplo positivo y tener el único liderazgo moral, el involuntario, que puede merecer la pena.
El socialdemócrata Roosevelt hizo en su momento un gran trabajo para la Fed, lo que no debería sorprender. Pero se halla en el destino de los Estados Unidos —y de todos nosotros- que aún esté por plantearse esta inédita opción —que no faltará a su cita en el momento crítico de «cambio de fase» en el estado y realidad del dinero. Y esto trastornará por completo los puntales del espectro político, que como vemos ya no aguantan más.
Hoy ya no habría globalismo ni una voluntad de seguir adelante con este proyecto si no fuera por el peso y proyección de poder del dinero judío, que es el único que sigue dando una dirección a los múltiples intereses divergentes de las oligarquías. Occidente mismo se desmembraría en un montón de intereses dispersos sin este elemento de cohesión; no hay nada más fácil de demostrar si de lo que se trata es del destino y concentración del capital. Quien esto ignora desdeña el hilo conductor de la trama.
Por descontado que ni los mismos judíos han agotado el significado de esta realidad, puesto que el censurar la opinión pública también debe tener un efecto profundo sobre los mecanismos de autocensura involuntarios. El instinto nunca debe comprenderse demasiado a sí mismo.
Hoy hay demasiados que confunden la fidelidad a Occidente con estar fidelizados a Netflix, pero tampoco les falta cierta razón, pues occidente es sobre todo el imaginario del descenso en busca de su propio fondo.
Ya lo dice la copla, que el Tao de Judah, ni es tao ni es nah, lamentándose el anónimo poeta de que el rigor filoso de la Ley poco tiene que ver con las armoniosas redondeces de la reciprocidad. Pero seguramente nuestro coplero, que no creo que fuera Benjamín de Tudela, tenía un comprensible sesgo que le impedía ver más objetivamente el tema.
Porque sí hay un tao de Judah, y es cierto que no tiene que ver directamente con la Ley, sino con su reverso: hablamos de la dialéctica entre los judíos y los goyim —las naciones y sus pobladores. El «tao de Judah» es, literalmente, el tortuoso camino de la Ley entre las naciones.
Las escrituras judías no dejan de subrayar continuamente el estatus destacado de Israel por encima de todos los pueblos y naciones; China por el contrario es la civilización popular por antonomasia, puesto que allí el no destacar se convierte en ideal. El tao de Judah busca decididamente los extremos incluyendo el convertirlo todo en oro, mientras el pueblo chino, en su búsqueda refleja del medio invariable, aspira a la áurea mediocridad, a no sobresalir en nada.
De modo que el arquetipo del judío y el chino son como el escorpión y la rana de la fábula: uno siempre anda en busca de partes blandas para clavar el aguijón hasta el fondo, mientras la otra, toda instinto defensivo, siempre está dispuesta a huir para evitarlo.
Claro que aquí la «rana» es muy grande. Y si de lo que estamos hablando es de cómo la licuefacción digital del dinero va a afectar al balance y legitimidad de las naciones —agua y tierra, después de todo- no es difícil reparar en un mortal combate entre Behemoth y Leviatán. Y en nuestro mundo al revés, la tierra tiene que usar el elemento líquido del dinero para defenderse, mientras que los plutarcas que acumulan el grueso de la riqueza procuran envenenar todos los resortes de la política para impedirlo.
Los que gusten de enigmas podrán preguntarse donde está hoy el Ziz, esa misteriosa criatura del aire capaz de tapar el Sol con sus alas.
Para no acabar en la sartén China tendría que combinar las tres criaturas míticas en una sola entidad: un Dragón en toda la regla, que aún está por estrenar sus garras.
Son elocuentes los poderosos vínculos de Israel con los movimientos nacional-populistas: de Trump a Bolsonaro pasando por las diversas tentativas de Europa. Se trata tanto de controlar sus movimientos como de asegurarse de que sus líderes sean lo bastante impresentables como para desacreditar sus reivindicaciones más legítimas. Y hasta ahora van teniendo un gran éxito, porque incluso si ellos ganan, y especialmente si ganan, se consigue desgastar aún más el soberanismo —especialmente cuando se tiene el control de los medios y se puede redondear la caricatura de estos personajes ya lo bastante caricaturescos.
El líder nacional-populista actual apela por un lado a instintos sanos en contra de la globalización, mientras por el otro apela al egoísmo más embotado y estúpido. Careciendo de auténtico poder decisorio, es un perdedor de película y está predestinado al ridículo.
Todo esto se alteraría por completo si cambian las condiciones de la actual ecuación monetaria. Si el soberanismo es capaz de recuperar el control del dinero para las naciones y hacerlo con éxito, sería el mito de la tecnocracia eficaz lo que quedaría desacreditado para siempre.
Pero para eso hace falta, no sólo una ventana de oportunidad, sino también otro sentido del bien y de la justicia. Habría que tener mucha más coherencia y rectitud al hablar del bien común y de las vías para alcanzarlo.
Está la erótica del poder y está su necrótica: pero ya sean políticos o tecnócratas, hoy sólo es posible confundir ambas. La verdadera erótica del poder consiste en poder despertar en el pueblo el deseo del bien, y el nacional-populista actual no tiene ni idea de qué pueda ser eso. Si consigue hoy tantos votos, es sólo porque mucha gente sabe lo que odia. La adhesión por reacción negativa ya la garantiza el sistema; habría que salir de la demagogia y plantear una oferta real.
Dada la naturaleza de las fuerzas en juego, el momento para esto llegará.
Diciendo no
En la guerra monetaria que se avecina cabe distinguir tres ejes: el horizontal ligado a los factores más puramente comerciales, civiles y de liquidez, el vertical o político-legal de los estados y los acuerdos entre estados, y un eje temporal en profundidad cifrado en el alcance de la reversibilidad e irreversibilidad de la deuda, los cambios y usos monetarios.
Como ya hemos dicho en otra parte, ese tercer eje es tan importante o más que los otros, y está presente en todos los órdenes y no sólo en la economía. De hecho, define los extremos de nuestro sentido de la temporalidad, y tal vez algún día los analistas comprendan su relevancia. Hoy por hoy está más allá de sus cálculos, y aun de su ideas, lo que aún lo hace más interesante.
Las cosas que ahora se debaten son de otro nivel muy diferente; cuestiones como la renta básica, que, por cierto, será una de las ofertas estrella para poder fidelizar al siervo de la deuda sin que a las élites les cueste un duro. Los mismos responsables de toda esta situación se tienen que presentar como salvadores; qué menos para no acabar de la peor manera.
Y esto nos lleva de vuelta al comienzo de nuestro artículo, y sobre cómo responder a los que tanto se preocupan de salvarnos. Y para esto no necesitamos cavilaciones ni análisis; basta con tener entrañas y riñones.
Dicen que el miedo es libre pero nada más falso. Seguro que los que intentan atemorizar las veinticuatro horas del día quieren liberarnos.
Mucha gente que habla a menudo de la Revolución y de tomar el Palacio de Invierno no sólo se pone la mascarilla sino que largan diatribas contra los «negacionistas». Ya se sabe, hay que luchar contra «el fascismo» —pero el fascismo de opereta, no el fascismo realmente existente que hoy lo domina todo. Seguro que con atacar a ese fascismo de papel creen haber cumplido con su conciencia política, una conciencia verdaderamente revolucionaria. Son la fiel contraparte de todos esos que dicen que el partido demócrata americano encarna el comunismo. Pero mejor no perder más tiempo con estas tonterías.
No le voy a decir a nadie lo que tiene que hacer, pero no hace falta esperar a la revolución, ni a la toma del Palacio de Invierno ni nada parecido. Si estabas deseando que llegara el momento de hacer algo en contra de este sistema, de tener por una vez un gesto verdadero, el momento ya hace tiempo que ha llegado. Nunca te lo pondrán más fácil en toda tu vida, pues ni siquiera tienes que empezar por hacer algo, sino simplemente decidir no hacerlo.
No llevar mascarilla. No cerrar los negocios. No someterse a pruebas repugnantes e innecesarias. No vacunarse de vacunas completamente experimentales y contra natura. No dejando que te impongan bozales ni te metan asquerosas varillas ni agujas, les metes a ellos algo mucho más grande por donde tú ya sabes, sin necesidad de mancharte con su mierda.
Mil veces prefiero morir antes de que me traten de un «contagio», porque cualquier cosa es mejor que deberles a ellos la vida. Son ellos los que dependen de nosotros, no al contrario. Si hay un momento de demostrarlo, es este.
No tienes por qué ser su conejillo de indias, déjales graciosamente que experimenten en carne propia —son los únicos experimentos que merecen la pena, por lo demás. No respaldes con acciones aquello en lo que no crees. Si uno deja de hacer y consumir ciertas cosas, pronto encuentra espacio para hacer y asimilar otras; si deja de ceder a la omnímoda presión por aislarle, pronto va a encontrar inesperados compañeros, porque también se ocupará de buscarlos.
Pase lo que pase, y a pesar de todo, estoy convencido de que este es siempre el menos malo de los infinitos mundos posibles; pero nadie puede imaginar como podrían ser los otros, ni cuales serían nuestras acciones en ellos. Bastante tenemos con uno solo.
Referencias
Miguel Iradier, Arte y teoría de la reversibilidad (2020)