LA CONCIENCIA, EL NÚMERO Y EL NOMBRE

Un conocido matemático dejó dicho que harían falta un millón de años para comprender bien los números primos, si es que alguna vez lo hacemos. Habría que haberle preguntado qué es lo que aspiraba a comprender de los números primos que pueda requerir tanto tiempo. Por lo que sé, ningún matemático se ha formulado siquiera la pregunta de porqué los números primos, estando en el núcleo de la aritmética, no parecen tener ninguna importancia en la Naturaleza —cuando sin embargo la función zeta de Riemann, tan íntimamente ligada a su estructura, parece reflejarse en muchos tipos de sistemas físicos diferentes.

Para aprender a contar no se necesita contar hasta un millón. Los números primos solo aparecen en retrospectiva como una reflexión sobre el orden implicado en su sucesión. Esto ya es en sí mismo elocuente, si estamos de acuerdo con Poincaré en que, a diferencia de la geometría o de la lógica, la aritmética se sigue de un principio sintético a priori: la definición recursiva de la suma o producto es irreducible a la definición lógica. Y lo que esto significa, si se piensa bien, es que el método retroprogresivo tiene en la matemática tanto recorrido como su avance por generación formal.

Poincaré viene a decir que por lógica se demuestra, y por la intuición se inventa; aunque para la demostración, a diferencia de la mera verificación, que es puramente analítica, también sería necesaria la intuición. Estoy bastante de acuerdo con esta posición; pero aún existe potencialmente otro doble movimiento retroprogresivo que apunta más allá de la lógica y de la intuición. Lo hemos llamado conocimiento en cuarta persona y también, siguiendo la terminología de Jakob Fries, conocimiento no intuitivo inmediato. Sí, la intuición inventa porque es sintética y creadora; pero todo ello está bajo el signo del impulso de generación formal que es connatural a la matemática, y aquí querríamos apuntar a algo más allá de ello. Pues hace ya mucho que, de acuerdo con el tono general, la invención matemática es demasiado especulativa, y la lógica formal, demasiado explotativa.

En sus reflexiones sobre el descubrimiento y la invención matemática, Poincaré habla de un yo consciente que hace un arduo trabajo de preparación y de un yo inconsciente o subliminal que realizaría combinaciones posibles sobre la base del trabajo previo. Sin duda esto es algo muy cierto que no solo ocurre en el quehacer matemático, sino en todo tipo de problemas con los que ocupamos suficientemente la conciencia. Pero estos dos yos solo indican la actividad de la capa más externa y la intermedia de nuestra conciencia; en el nivel más básico ni siquiera se ocupa de las formas. Este nivel preformal es responsable de nuestro sentido de la identidad y la identificación, es decir, es nuestro mismo Yo sin más, el yo puro y sin otra cualidad que su capacidad de identificación.

Esto coincide con los tres estadios básicos de los que ha hablado siempre el Vedanta no dual: el estado de vigilia consciente, el estado de sueño con sueños y el estado de sueño profundo, que se atienen respectivamente al mundo externo y el cuerpo, al mundo interno y la mente, y a eso íntimo que no es ni interno ni externo y a lo que solemos llamar “Yo” —si bien es cierto que ese mismo Yo tiende de ordinario a identificarse con el cuerpo y con la experiencia externa de nuestra vida consciente. En cualquier caso este esquema ternario sirve todavía hoy para ir más allá de las oposiciones dualistas tales como objetivo/subjetivo, cuerpo/mente, consciente/inconsciente, y en cualquier caso es fundamental para profundizar en nuestro tema.

Este “tercer yo” al fondo de la conciencia es en realidad el más primario y el que más derecho tiene a ser llamado “Yo”, y si no lo consideramos de ordinario es porque ese mismo Yo sin cualidades es el propio principio de identificación que se adhiere comúnmente a cualidades. Ahora bien, este Yo está más allá del dominio de la forma, incluida la forma matemática, y esta es la principal razón de que no haya atraído más atención por parte de esta ciencia o de cualquier otra, como por ejemplo, la psicología. Si para Poincaré ya resultó una cuestión harto delicada discernir la relevancia del yo subliminal en el conocimiento, y sus ideas, como el rol de la convención en física y matemática, nunca han sido populares, aún hace falta algo más sutil para detectar el papel de este yo desnudo en el conocimiento más allá de lo objetivo y subjetivo.

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En otro lugar tratamos de la concordancia básica de estos tres momentos del yo con las categorías de la lógica ternaria de Peirce, así como con los tres principios de la mecánica clásica, y también adelantamos, sin ofrecer ninguna justificación, que existe cierta correspondencia entre el conocimiento en cuarta persona y el llamado “cuarto principio de la mecánica”, que entra en juego con la reformulación de los tres principios clásicos en términos de una mecánica relacional sin inercia válida para sistemas abiertos con un bucle de retroalimentación que incluye la fase geométrica. Por supuesto, el mismo Poincaré ya mostró suficientemente que los principios de la mecánica son una cuestión de convención —lo que, por supuesto, no quiere decir que sean sin más arbitrarios; pero lo mismo podría decirse de otras ramas de la matemática aplicada, no solo la geometría, sino también el mismo cálculo o análisis.

Si apenas se ha admitido el carácter convencional de la mecánica, mucho menos se ha hecho con los principios del análisis, a pesar de que son bien conocidas diversas formas de análisis no estándar y también se trabaja con ellas. El descubrimiento de geometrías no euclídeas se considera un momento crítico en la historia de la matemática, sin embargo las formas de análisis no estándar no han tenido ni de lejos una repercusión parecida. Y sin embargo, si en vez de contemplar solo las nuevas formas de cálculo infinitesimal, que no dejan de ser nuevas racionalizaciones sobre la idealización original, se tuviera en cuenta una redefinición mucho más básica del cálculo como el cálculo diferencial constante basado en el intervalo unidad descubierto por Miles Mathis, esto afectaría mucho más de cerca al objeto inmediato del pensamiento matemático que es el número natural. Pues, como señalaremos más tarde, y aunque el propio Mathis no se haya detenido a considerarlo, su redefinición implica potencialmente el renacimiento de la teoría de la proporción en el núcleo mismo del análisis.

Volvamos al rol del “tercer yo”, que en realidad es el primero, en el conocimiento en general y en el conocimiento matemático en particular. Con razón habla Mathis de que el problema que trata de cubrir su cálculo no solo ha desafiado cualquier solución, sino que “ha desafiado la detección”. Y esto solo basta para darnos una idea correcta del papel del Yo más básico, por más que Mathis aquí no se ocupe en lo más mínimo de las cuestiones relativas al descubrimiento. El yo subliminal de Poincaré realiza una labor de selección. El francés invoca las colisiones aleatorias de la teoría cinética de gases, pero, como el mismo admite, este es solo un símil muy burdo; sería más apropiado hablar del solapamiento y superposición de las innumerables opciones posibles. El Yo fundamental, el mismo que opera las identificaciones, también es el único capaz de inhibirse de realizarlas, y de este modo puede detectar tanto nuevas cuestiones como nuevas verdades, lo que son cosas completamente diferentes. Y también, dado que este Yo es simple en el sentido de que sería absurdo atribuirle una composición, es el responsable de detectar los hechos más comunes, básicos y recurrentes: los hechos más simples, que existen en modo innumerable pero que también son los más difíciles de reconocer al estar velados por las múltiples estructuras a las que nos adherimos y con las que nos identificamos.

Si el Yo primario es la fuente de la identificación, también es la fuente de la objetivación del pensamiento, y por lo mismo, solo con él se hace posible una objetividad sin objetivación que permite la detección de nuevas cuestiones dentro de lo más familiar. Por supuesto Mathis no llega a ese punto solo por ecuanimidad, sino por pura rectitud en el razonamiento y por la convicción previa de que debe existir un modo mucho más simple de justificar el cálculo; pero todo ello facilita esa ecuanimidad que es la condición del reconocimiento “levantando una sola cortina”. El cálculo clásico está lleno de recetas y artificios, pero ningún artificio podrá sustituir nunca a la rectitud. Y en cuanto a la simplicidad, que en sí misma es muestra del grado de verdad y su calidad, ahí queda el desafío de que alguien muestre otra vía para el cálculo que sea más simple que la suya.

Por supuesto, si la comunidad matemática ignora una enmienda a la totalidad del Análisis como la de Mathis no es porque carezca de relevancia sino justamente por todo lo contrario; a estas alturas, no se puede permitir una revisión de los fundamentos a un nivel tan básico, que debería afectar a todas las ramas principales de esta ciencia. Pero esto ya nos dice bastante sobre la economía del conocimiento. Los matemáticos de hoy se mueven de ordinario en el nivel táctico de trabajo, e incluso cuando proponen las más osadas conexiones en sus más ambiciosos programas, por ejemplo de la geometría con la teoría de los números, sus evoluciones no superan el nivel operacional. El auténtico nivel estratégico les está vedado porque, como es fácil comprender, cuando se pretende volver a los fundamentos se tiene mucho cuidado de no tocar los cimientos.

El cálculo diferencial constante tiene además una sorprendente correspondencia en su procedimiento con nuestra forma de actuar cuando intentamos atrapar un objeto que describe una trayectoria parabólica. Aunque alguien que corre tras una pelota alta no sabe explicar cómo hace para atraparla, se ha demostrado de forma más que convincente que simplemente se mueve de forma tal que mantenga una relación visual constante, naturalmente sin realizar ningún tipo de complicadas estimaciones temporales sobre aceleración ni nada por el estilo. De paso esto pone en evidencia el paradigma computacional, muchas ideas preconcebidas sobre la cognición, y muchas otras cuestiones asociadas. Sin embargo, también aquí los expertos de Inteligencia Artificial han realizado esfuerzos heroicos por ignorar y minimizar estos simples hechos.

Si el procedimiento puramente formal, de simple análisis numérico, del cálculo diferencial constante se corresponde con acciones inmediatas que implican un conocimiento claramente informal, estamos reconectando el conocimiento de orden terciario con el conocimiento en primera persona, y el mero hecho de que eso sea posible justifica la afirmación de la existencia de un conocimiento en cuarta persona y también de un conocimiento no intuitivo inmediato.

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Pitágoras, Platón o Euclides aún consideraban seriamente el valor contemplativo del número y la proporción. Sin embargo la contemplación nunca ha desaparecido, y aún se percibe fácilmente en el hecho de que aún hoy el matemático puede aislarse del mundo sin sensación de sacrificio y con los mejores frutos para su actividad. Independientemente de la época, el matemático es recluso espontáneo y asceta natural.

Poincaré distinguió tres fines del quehacer matemático: la matemática por y para sí misma, la matemática que estudia la Naturaleza, y la matemática como filosofía que trata de ahondar en los conceptos básicos como número, lógica, espacio o tiempo. Insistió también con razón en que la matemática no debe mirarse el ombligo ya que gran parte de su desarrollo se debe a lo que surge con su aplicación, y cualquiera puede ver hasta qué punto la física, de la mano del análisis, ha favorecido su crecimiento. Pero en esta clasificación de fines se aprecia que la matemática para sí misma, su plano primario, es un plano estético —igual que la categoría lógica de primeridad en Peirce, solo que al contrario: no con un componente intelectual mínimo, sino máximo. Es de ahí de donde procede la autarquía de la matemática, esa autosuficiencia que invita a la contemplación. La matemática aplicada a la Naturaleza sería secundaria en el sentido lógico de Peirce, y la filosofía de la matemática terciaria en este mismo sentido. También para Peirce, por más lejos que estuviera del intuicionismo, la matemática tenía un componente irreductiblemente estético, en este sentido relativamente inmediato.

En este mismo hecho de que la matemática, actividad eminentemente intelectual y por ende de tercer grado, retorne siempre al plano primario como el suyo propio, reside no solo la autarquía de la matemática sino su capacidad indefinida de síntesis. Sin embargo las matemáticas se han expandido demasiado para que nadie, menos aún sus practicantes, pueda considerarla como un todo autocontenido. Es esta expansión incontenible lo que impide, por encima de todo, contemplar lo matemático con el mismo espíritu que Platón. Ahora bien, nuestra intención aquí no es recuperar el espíritu platónico para esta actividad, puesto que en realidad ya lo ha conservado más de lo que se cree, y no solo en matemáticas sino en la física. Querríamos más bien que el platonismo en el que aún nos movemos cerrara el círculo completo de sus transformaciones y malentendidos para abrir un ciclo nuevo después de más de dos mil quinientos años.

La expansión incontenible, a la vez acumulativa y acelerada de la matemática, se inicia con el cálculo moderno. Como acostumbramos a recordar, si los conocimientos se duplican regularmente cada quince años, hoy el cuerpo de las matemáticas sería cuatro millones de veces mayor que en tiempos de Newton. De Euclides a Newton median dos mil años, pero aunque las mentes estuvieron cualquier cosa menos ociosas durante todo ese largo periodo, no puede hablarse de un crecimiento ni remotamente parecido. La gran diferencia reside en la eclosión del cálculo.

Con el cálculo se produce una inversión radical de prioridades con respecto al mundo externo que al mismo tiempo trastoca el plano primario de la matemática. En esta primera tentativa de ingeniería inversa del cambio en la Naturaleza a partir de resultados conocidos, en lugar de determinar la geometría a partir de las consideraciones físicas, para deducir de ellas la ecuación diferencial, se establece primero la ecuación diferencial y luego se buscan en ella las respuestas físicas. Esto, que parece la superación definitiva de la matemática griega, en realidad solo es el mantenimiento fuera de lugar de algunas de sus ilusiones. De hecho Mathis remite correctamente el malentendido básico del cálculo no ya a Newton o Leibniz sino al mismo Arquímedes.

Y es así como hemos pasado de la metafísica platónica a la matefísica actual con sus espejismos y racionalizaciones. El análisis, que pronto olvida los humildes orígenes del cálculo en el estudio de curvas, sustituye la geometría física por otra realidad paralela. Y de ahí que luego, a consecuencia del intento de fundamentación del análisis por la aritmética, se termine disolviendo la idea misma de número y sea sustituida por la teoría de conjuntos, que no es sino una nueva rama de la lógica. El nuevo continuo matemático, irreducible al continuo perceptivo que lo había motivado, termina además con el primado del número.

La matemática moderna ha tragado demasiado para poder digerirlo adecuadamente. Pero no ya en la masa total de conocimiento acumulada, sino en cada una de sus partes, que contiene demasiadas operaciones que están lejos de ser evidentes cuando no son abiertamente ilegales, como Mathis muestra ya con las funciones más elementales del cálculo. Y a medida que el conocimiento en cada campo se multiplica, las manipulaciones de este tipo aumentan en la misma proporción. ¿Cómo es posible que en semejantes condiciones, tan alejadas de la evidencia, el matemático actual aún sea capaz de perder el sentido del tiempo durante largas horas mientras se abisma en un problema? La respuesta nos la da de nuevo Poincaré cuando observa que no solo importa el orden, sino el orden inesperado —la renovación de la identidad a través de cosas diferentes.

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El exceso de expansión y el desvanecimiento de la evidencia matemática es uno solo con la primacía otorgada a la predicción sobre la descripción; desequilibrio que se ha querido compensar con una justificación o fundamentación que no ha pasado nunca de ser una racionalización. Si el cálculo o análisis se hubiera ajustado a la geometría física de los problemas, nuestra idea de la Naturaleza hoy sería completamente diferente, quién sabe hasta qué punto. Mathis aplica su método finito a la solución más directa de un gran número de problemas cruciales de la física, pero esto es solo un lado de la cuestión, y de hecho lo más difícil en las ciencias es no querer resolver los problemas que no se ha planteado uno mismo.

En su relación con la Naturaleza, los extremos que definen el rango de acción de la matemática son su criterio de aplicación a los problemas externos, lo que afecta en particular al cálculo, y su grado de receptividad a los fenómenos naturales. La calidad de la conexión entre ambos depende de la fidelidad de la descripción, que en la física moderna está totalmente subordinada a la predicción. La caracterización de los fenómenos en la física siempre es mucho más tentativa y aproximada que en la matemática, más cualitativa al depender del domino de la medida —y si es cierto, como quería Hegel, que la medida es la síntesis de cualidad y cantidad. Pero a su vez la intimidad del físico con los métodos del cálculo ha creado una preselección de los fenómenos más susceptibles de medida controlable.

La morfología proyectiva de Peter Venis, que es una fenomenología de la Naturaleza, nos da un contraste moderno de lo que puede ser un acercamiento realmente cualitativo al dominio de la Forma sin la preselección cuantitativa de la que parte la física. A diferencia de Mathis, Venis no trata de resolver problemas famosos ya conocidos, sino que descubre cuestiones nuevas que aún tendrán que encontrar una formulación más rigurosa. ¿Pero en qué sentido rigurosa? ¿En el mismo sentido en que se ha estado aplicando el cálculo a problemas físicos ignorando su geometría física? Esperemos que la advertencia de Mathis sirva para algo. La crítica del cálculo de Mathis va mucho más allá de las conocidas objeciones de finitistas y constructivistas , y es por esto mismo que es ignorada. Mathis y Venis ilustran perfectamente los dos extremos del criterio de aplicación y la receptividad a los fenómenos, y la calidad de la conexión que se establezca entre ambos también definirá la calidad de su desarrollo.

Como ya hemos visto antes, aún está por aclarar el sentido físico de las dimensiones en la morfología de Venis. Pero Mathis pone en evidencia que el análisis nunca ha sido capaz de analizar correctamente ni siquiera el número de dimensiones físicas del problema más básico, como lo muestra el mero hecho de representar una aceleración en línea recta mediante una curva. La cuestión no es solo la representación puesto que en todo caso el análisis del cambio sigue dependiendo del punto y el instante dado. En Venis sin embargo todas las manifestaciones geométricas, ya sean puntos, rectas o planos, tienen realidad solo como proyecciones y secciones de un campo o medio homogéneo que puede tener un número de dimensiones infinito o nulo.

Venis conjetura que el estudio de la onda-vórtice requerirá el uso de números complejos y de técnicas como las que se derivan de la fibración de Hopf. Mathis por su parte no ve la necesidad de la mecánica ondulatoria en mecánica cuántica, ni del uso de números complejos en física, por no hablar de que también demuestra que ni siquiera se entiende la aplicación de las funciones trigonométricas más elementales. La perspectiva de los dos autores es diametralmente opuesta y sin embargo también debería ser complementaria. La morfología de Venis plantea otra idea del continuo que vuelve a conectar con el continuo perceptivo, pero este continuo perceptivo no tiene por qué coincidir con el tratamiento de los medios continuos en física ni puede remitirse sin más al clásico uso del cálculo.

La matemática es la ciencia de las formas puras, en el más puro sentido intelectual; la morfología solo puede ser una ciencia de las formas de los fenómenos puros. Esto define la afinidad y el contraste extremos entre ambas formas de conocimiento. Pero el más universal de los fenómenos es el cambio, y la rama de la matemática que estudia el cambio es el cálculo, su principal aplicación, a través de la cual la matemática deja de ser forma pura. Sin embargo es evidente que el cálculo solo se ocupa del cambio en un sentido muy determinado que elude las exigencias descriptivas. “Lo que se mueve no cambia, y lo que cambia no se mueve”: tomado en sus extremos simbólicos, y con la debida licencia, podría entenderse por “movimiento” la traslación, y por “cambio” la rotación. Puesto que la física ha sido modelada por una idea del cálculo diferencial basado en una diferencia sin fundamento, habría que ver qué ocurre cuando usamos el cálculo en función de la no diferencia, tal como lo hace el cálculo diferencial constante, y lo aplicamos a la morfología simpléctica de la torsión.

Si volvemos al rol de los tres yos en la matemática, el yo consciente se encuentra en el nivel de la forma, el yo subliminal en un nivel preformal, el yo primario en el nivel sin forma. En la India se ha hablado desde antiguo de la concurrencia de nombre y forma, nama-rupa, para la manifestación de cualquier entidad impermanente. En Occidente no solemos contemplar ese par, que no tiene connotaciones dualistas, pero sí hablamos de mente y materia, que para nosotros sí las tiene; una traducción más afín sería la de esencia y accidente. La forma matemática está desligada de la materia, pero la forma que contempla la morfología de Venis es una sola con ella. El punto de vista de la morfología de Venis no puede ser dualista porque la forma depende de un continuo de dimensiones no enteras y estas dimensiones dependen de la percepción. Sin embargo esto no excluye una descripción objetiva porque cada potencial físico no es meramente una posición, sino una auténtica perspectiva: la circunstancia del ambiente desde la perspectiva del agente.

Dicho de otro modo, el número como forma matemática está desligada del Verbo, del lenguaje, pero el aspecto más cualitativo de las formas, que en física siempre se ha considerado contingente, es una expresión directa del lenguaje del cambio, ese mismo cambio que se ha escapado siempre como agua de la red de artificios tejida por el cálculo. La cuestión es cómo podría no escaparse. Ello solo se puede explicar por el cambio continuo de dimensiones y por los desplazamientos del potencial. Para lo primero ya existe el cálculo fraccional, de uso muy difundido pero carente de interpretación física creíble; para lo segundo tenemos en física la fase geométrica y la teoría del potencial retardado, aspectos indudablemente vinculados por su dependencia del ambiente pero que la física no ha sabido todavía conectar.

La morfología abre una vía indirecta al conocimiento de las formas, ideas o esencias, justamente en la medida en que abandonamos la pretensión platónica de una realidad aparte, inmaterial e inmutable. En esta morfología de la onda-vórtice, lo sustantivo es la onda emergiendo del medio homogéneo, mientras que lo adjetivo es el corte o sección dimensional que produce la apariencia del vórtice. Lo que da nombre solo puede ser lo que se identifica, y solo puede identificarse lo informe que carece de identidad. La física ha sido incapaz de captar el proceso de individuación de una entidad cualquiera, pero ese es precisamente la cuestión de la morfología; respondiendo a esa pregunta, supera la reducción nominalista de todo lo posible al individuo y emprende el camino de retorno.

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La economía de pensamiento es esencial en cualquier ciencia y aún más en la matemática, pero el grado de economía de pensamiento depende crucialmente de escoger bien los términos, y la precisión presupone una indeterminación o ambigüedad previas. Una denominación acertada permite asumir cosas que de otro modo serían mucho menos manejables, y el propio Poincaré sentenció que la matemática era el arte de dar el mismo nombre a cosas diferentes. No se debería subestimar la importancia de este adagio, por más que la relación de la matemática con los nombres y con el arte de nombrar sea cualquier cosa menos afortunada: basta ver la absurda denominación que tienen conceptos tan importantes y acrisolados como los «números reales», los “números imaginarios” o los “números complejos”, o la “topología” —que en realidad trata de lo que es independiente de la posición—, para convencerse de ello. Otra síntoma es la imparable proliferación de nombres propios que despojan a los nuevos conceptos de su misma aportación conceptual.

La economía de términos, la búsqueda de la síntesis mediante el nombre, sigue siendo una vía casi enteramente por andar para la matemática. Se supone que análisis y síntesis son recíprocos, pero en la práctica el análisis ha predominado de forma aplastante en la matemática moderna. Esto sin embargo contiene una suerte de promesa, puesto que ese predominio aplastante no tiene nada que ver con la calidad del análisis, antes al contrario, si valoramos debidamente el hecho de que el análisis no sabe analizar ni siquiera las dimensiones de los cambios más simples. Puesto que sin buen análisis no hay buena síntesis, habría que preocuparse por la calidad de los pasos, en lugar de la cantidad como ha hecho una matemática tecnificada y cegada por la consecución de resultados.

Hoy se insiste en que la unidad de la matemática está por encima de la multiplicidad de sus manifestaciones, aplicaciones y ramas. En este sentido, hablaríamos entonces de aritmética y de geometría, de álgebra o análisis más como un tributo a la historia del desarrollo de los temas, a la contingencia de su aparición y del presente estado del conocimiento, que por una necesidad profunda. Pero por otro lado la matemática sin su forma es pura indeterminación y potencialidad. La matemática en acto es pura forma, pero sin forma no hay objetividad. La ciencia debe ser objetiva si quiere tener una función social y no caer en el misticismo, pero el sujeto no puede dejar de leer continuamente entre líneas y planos desplazando el valor de los signos.

Para seguir cualquier argumento matemático se necesita conocer las estructuras subyacentes, que en parte dependen de las contingencias del desarrollo histórico y en parte son objeto de progresivos reordenamientos. La matemática es así eminentemente histórica a la vez que eminentemente intemporal, pero la relación entre lo sincrónico y lo diacrónico que hay en ella está sujeto a redefinición continua. En Semántica e investigación filosóficas, Richard McKeon caracterizó con gran nitidez los cuatro métodos básicos de la filosofía —dialéctico, problemático, logístico y operacional- y sugirió que no hay cuestión que se presente en una cualquiera de estas posiciones que no pueda trasladarse a los términos de las otras tres. Hasta ahora la filosofía apenas ha sabido extraer lecciones de esta arquitectura interna pero desde una perspectiva más material que formal la matemática puede encontrarla más útil que la división convencional de sus dominios en aritmética, geometría, álgebra y análisis.

Los modos de investigación de McKeon —asimilación, discriminación, construcción y resolución- son en sí mismos una recapitulación en clave histórica de las famosas cuatro cuestiones de Aristóteles al comienzo del segundo libro de los Segundos analíticos: el que algo sea, el porqué, el si es, y el qué es —o cuestiones de experiencia, de existencia, de lo que es y del ser. Como es sabido, estas cuatro preguntas se convirtieron en las cuatro constitutiones de la retórica romana y de ella pasaron a la filosofía política y el derecho; sin embargo esta obra del canon aristotélico se propone explícitamente formalizar por vez primera el método del conocimiento científico en una época en que no estaba formalizado en absoluto, y sin duda el análisis geométrico de contemporáneos suyos como Eudoxo está en la base de sus razonamientos. Aristóteles no hace geometría pero expone lo que hacen los geómetras.

Las cuatro cuestiones cardinales de los Analíticos —a las cuales se añade el conocimiento de qué significa el nombre- no parecen tener una simetría interna, pero los modos que McKeon deriva de ellas sí se conciben como los cuatro ángulos de la actividad del conocer: el conocimiento, el conocedor, lo conocido y lo conocible. Los modos de investigación sirven así para “desenredar la enmarañada historia de los métodos de inducción y deducción, análisis y síntesis, descubrimiento y prueba que primero surgieron de modos distintos y luego se fusionaron variadamente entre sí y se invirtieron”.

Las cuatro cuestiones y sus modos asociados se encuentran en el plano intermedio, preformal, de la semántica y la heurística, entre lo formal y lo informe, entre la lógica y la metafísica, entre lo conocido por definición y lo que el nombre esconde. Pero si Aristóteles, razonando dentro de una ciencia sin formalizar y en la que casi todo lo cuantitativo se expresaba aún verbalmente, procura descender hacia el plano formal aún por desarrollar, hoy podemos usar el plano intermedio para ascender en la escala de generalidad del concepto matemático, desde lo innombrable en la matemática actual hasta lo incognoscible en el nombre.

Todo en nuestra época moderna ha nacido del desequilibrio, vive del desequilibrio y terminará con el desequilibrio. Se ha hablado mucho de la separación entre “las dos culturas” de ciencias y de humanidades, pero apenas se ha reparado en el hecho, y creo que McKeon tampoco lo hace, de que las ciencias modernas han dado casi toda su preferencia a los métodos logístico y operacional, rechazando con vehemencia el método dialéctico ejemplificado por Platón y el método problemático inaugurado por Aristóteles; estos dos últimos han quedado relegados al ámbito verbal de la política y las humanidades. Incluso las ciencias de la vida, de la biología a la medicina, han quedado reducidas en su teoría a la combinación de los dos primeros, dejando los otros dos para “la discusión de sus aspectos sociales y humanos” —para lo que ahora se entiende por “retórica”.

Según esto podría pensarse que los dos primeros métodos son más aptos para el análisis cuantitativo, hoy tan predominante, mientras que los dos segundos estarían mejor adaptados para las sutilezas y matices de lo cualitativo. Sin embargo la matemática es un todo completo que incluye lo cuantitativo y lo cualitativo. La cuestión es similar y está vinculada con la distinción, puramente convencional, entre “matemática pura” y “matemática aplicada”; la matemática siempre tiende a describir un círculo completo entre la teoría y la aplicación, siendo su conmixtión solo cuestión de tiempo.

Poincaré decía que no hay problemas resueltos y problemas no resueltos, sino problemas más o menos resueltos, y la historia le da la razón puesto que la misma idea de qué es una prueba o solución aceptable va cambiando insensiblemente con las épocas, igual que cambian otras nociones clave de la matemática. Por otra parte cualquier concepto matemático importante apunta en múltiples direcciones a la vez, y las cuatro cuestiones y los cuatro modos serían una síntesis de los frentes posibles desde el punto de vista de los contenidos.

Se ha dicho que cada gran cultura ha tenido su propio concepto de número, pero en última instancia cada matemático y cada persona tiene su concepto propio, que resulta de su percepción del conjunto de la matemática y de su unidad, o más bien de su falta de ella. Esta percepción, y la voluntad de movilizarla en una dirección, es lo que determina el espíritu de un programa de investigación —si es que entendemos por espíritu la unidad de intelecto y voluntad. Se pueden usar las cuatro cuestiones y los cuatro modos para elegir un cauce formal de investigación, o bien para encontrar una perspectiva más neutral y ecuánime, una “objetividad sin voluntad de objetivación”. La primera es una vía descendente dirigida hacia términos y soluciones, la segunda es una vía ascendente que trata de destilar las ideas encerradas en las convenciones liberando la voluntad confinada en los contenidos.

Los cuatro modos admiten otras tantas variantes en sus principios, métodos e interpretaciones, además de selecciones, por lo que no es difícil elaborar una notación de sus 4 x 4 x 4 combinaciones, que en cualquier caso habría que ver como ideografía o mnemotecnia antes que como un formalismo. Aplicar estos esquematismos a la matemática moderna puede parecer a estas alturas una excentricidad, pero, si así fuera se debería más bien a que es esta misma matemática la que ha tenido un desarrollo excéntrico y desequilibrado. Justificado por la especialización, existe un interés, esencialmente involuntario pero no por ello menos celoso de sus formas, en mantener aislados los métodos de las ciencias y las humanidades de forma tal que nunca puedan comunicarse ni traducirse de forma significativa.

La aún reciente teoría matemática de categorías, con sus sucesivas elaboraciones y ampliaciones, se ha convertido en un lenguaje natural de la matemática tanto a los niveles más básicos como a los más elevados de abstracción, y sin embargo no deja de ser el cumplimiento del viejo sueño de Aristóteles de hacer explícito el contenido de las categorías de los conceptos. De hecho el libro sobre las categorías o predicados es mucho más metafísico y remoto a la matemática que los Segundos analíticos, pero la idea que persiste de este texto fundacional básicamente se reduce al manido esquema hechos→ inducción → principios → deducción. El mismo McKeon aplicó los modos a los enfoques de la física moderna pero se guardó de hacerlo con la matemática, y sin embargo no hay nada en ello que esté “fuera de lugar”, salvo por los lugares en que han desembocado los modernos desarrollos. Aparte del hecho de que la matemática teórica y la aplicada siempre acaban describiendo un círculo, aquí sostenemos, además, que es solo ahondando en su aplicación al mundo físico que la matemática arroja su último valor filosófico, incluido en él el de la filosofía de la matemática. Y es precisamente el no poder tomar esto lo bastante en serio lo que más limita la presente teoría matemática de categorías.

La teoría matemática de categorías, según sus iniciadores una metamorfosis del programa de Erlangen de Klein, es un ahondamiento en la base común de la lógica y la geometría como espacios de transformaciones. De todos los impulsores de este programa, seguramente ha sido Lawvere quien más se ha esforzado por aproximar los puntos de vista de la matemática y la filosofía, habiendo tratado de modelar incluso de la lógica dialéctica y la identidad de los opuestos en cálculo y física. Lawvere siempre ha procurado conectar categorías y física, especialmente la física del continuo, pero si ponderamos debidamente el desarrollo “selectivamente desequilibrado” de las ciencias modernas, física incluida, es fácil ver porqué estos intentos no han llegado lejos a pesar del permanente crecimiento en las aplicaciones del lenguaje de categorías.

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¿Hasta qué punto las cuatro cuestiones y los cuatro modos de pensamiento definen un eje o terreno común para los temas seleccionados, más allá de la naturaleza del tema mismo tomado en su generalidad primera? Habría que investigarlo con una serie lo bastante amplia de ejemplos para acercarse a una respuesta. Las cuestiones no guardan una simetría aparente, pero los modos no son totalmente excluyentes y admiten una base común. Sería deseable que la matemática explorara esto de manera heurística tal como lo hizo en su teoría de categorías, pues también esta tuvo un perfil heurístico pronunciado desde el principio. Si la teoría matemática de categorías adquirió en su día relevancia porque muchos de los conceptos que los matemáticos manejan estaban lejos de ser explícitos, los esquemas semánticos y de investigación resultan especialmente pertinentes porque desde la revolución científica se priman dos modos básicos de investigación a expensas de los otros dos, y habría que traer a la luz lo que ha quedado en la sombra para tener una perspectiva más amplia y neutral.

Cualquier tema o problema debería poder admitir cuatro formulaciones cardinales, pero lo más importante es qué pueda alumbrar su superposición. Hoy, por ejemplo, el análisis de dualidades más que un método parece casi un principio general de investigación en física o en matemáticas que ha permitido grandes avances en territorios que de otro modo habrían permanecido oscuros. La expresión contrastada de temas en los cuatro modos puede tener cierta semejanza superficial con el análisis de dualidades, morfismos, homologías, mapas, correspondencias y transformaciones en general pero también conduce a otro dominio de posibilidades.

No son pocos los que, como Dingler, consideran “ingenuo” el convencionalismo de Poincaré; se admite gustosamente que principios como los de la mecánica no vienen dictados directamente por la experiencia aunque estén extraídos de ella, pero no se admite que pueda haber otro resultado posible. Tenemos sin embargo buenas razones para pensar que lo ingenuo es esta última presunción: hemos visto repetidamente una alternativa relacional a los tres principios de la mecánica que en su mayor parte permite las mismas predicciones que los principios de Newton, aunque inevitablemente deba arrojar también discrepancias, que por lo demás no es difícil justificar. La superposición de modos de investigación debería mostrar tanto las discrepancias como la base común; pero al contrastarlos también estamos contrastando desarrollos que tienden a excluirse en el tiempo.

A pesar de sus comprensibles limitaciones, el método de Aristóteles en los Segundos analíticos no deja de ser esencialmente retroprogresivo, puesto que tiende a ir de las conclusiones a las premisas y los principios; y aun así sigue siendo analítico tal como anticipa su título. El principal interés de contrastar explícitamente los modos de investigación es de tipo heurístico e intuitivo, pero como advertimos, esto puede entenderse en un doble sentido y no solo en el sentido hoy predominante de “resolver problemas”. De hecho también aquí es posible retroceder desde nuestras intuiciones, siempre condicionadas por hábitos y conocimientos adquiridos, hacia una base “no intuitiva” que está momentáneamente excluida pero que es más amplia en realidad.

La pertinencia de este acercamiento sinóptico solo puede verificarse a través del estudio de casos concretos, casos en los que las implicaciones materiales de un problema dejan un amplio margen para la ambigüedad. Casi todas la matemática aplicada entra dentro de esta categoría, pero también conceptos y problemas de matemática pura. Del mismo modo que en las ciencias, empezando por la física, se han impuesto el enfoque constructivo y el operacional, en la matemática ha crecido la presencia del análisis y el álgebra a expensas de la aritmética y la geometría que estuvieron en su origen; no hay más que ver que en áreas tan extensas como la geometría algebraica o la geometría no conmutativa cualquier noción figurativa de la geometría brilla por su ausencia.

Tanto problemas teóricos bien definidos y solucionados como otros no solucionados pueden beneficiarse de este desdoblamiento y superposición de los cuatro modos de investigación. Aunque el contraste de los modos requiere un trabajo concienzudo de preparación y composición, lo que emerge de nuevo puede verse como una forma destilada de paralogía, cuando no de analogía. Vistas desde el exterior, las cuatro cuestiones cardinales de Aristóteles son una forma de exponer sistemáticamente los resultados de la investigación científica; pero la interferencia constructiva de los cuatro modos de pensamiento contiene algo que es demasiado interno incluso para la actividad misma de la investigación y que tiende a ser reducido o rechazado. Este “algo” es algo cognitivamente relevante y apunta más allá de la organización sistemática: apunta a los arcanos inarticulados en el origen del lenguaje y el nombre.

En el otro extremo, se puede aplicar este desglose a problemas que resisten una definición unívoca y donde la aplicación y la teoría, lo cuantitativo y lo cualitativo se mezclan de forma inextricable: un ejemplo notorio de ello es el dinero y el sistema monetario que lo regula. Ningún ámbito puede ser menos puro que este, y sin embargo la evolución tecnológica dirigida, la política que se esconde tras la técnica, y la coyuntura de confrontación geopolítica global ponen a este instrumento de dominio en la más aguda de las encrucijadas. Sin embargo la digitalización del dinero, que es solo un episodio más de la digitalización de la conciencia, aunque un episodio clave, también discurre, en cuanto presunta solución tecnológica, dentro de un publicitado aunque secretista eje logístico-operacional o meroscópico que bloquea el eje holoscópico o dialéctico-problemático. Naturalmente, quienes desean aumentar el control de los gobernados han de argumentar que hasta ahora no ha sido posible un sistema monetario justo debido a dificultades técnicas que ahora son definitivamente superadas, mientras se procura obviar la larga historia de connivencia entre dinero y deuda que aún se refuerza con las nuevas herramientas. Sin embargo el contraste simultáneo de estos cuatro enfoques debe revelar algo bien diferente de un mero análisis histórico.

Las soluciones tecnológicas al problema del dinero siempre tienden a optimizar el control de la población por una exigua minoría. Pero mucho de lo que se concibe como la mejor solución alternativa también es rehén del solucionismo tecnológico en uno u otro modo. Seguramente las mejores opciones son las que menos dependen del grado de desarrollo tecnológico, puesto que las que defienden la lógica de lo irreversible solo quieren consolidar una operación de captura. Creemos que el contraste de los cuatro modos sugiere en todo momento un cierto eje intemporal, una posibilidad y un camino para evadir los mecanismos de coerción basados en lo supuestamente irreversible del progreso. Y no hace falta decir que forzar un marco irreversible solo nos acerca más a la catástrofe.

De acuerdo con el mito, el lenguaje humano ha experimentado estadios sucesivos de degradación, y la propaganda es la mejor prueba de que la lengua ya no puede caer más bajo. Por lo demás, lo cuantitativo y lo estadístico siempre ha sido una de las herramientas básicas de semejante empeño. La teoría económica y su análisis es el exponente supremo de esta perversión radical de los medios por los fines usando la cantidad como coartada, de una elaboración ideológica deliberadamente construida para desviar y esconder, pero sería muy ingenuo pensar que el resto de las ciencias que se apoyan en la cantidad no han explotado su enorme potencial para la duplicidad; cuando la economía empezó a hacer un uso intensivo de la matemática la física ya llevaba más de dos siglos haciéndolo.

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Siempre puede conciliarse lógica y geometría, pero la física nos lleva más allá de la extensión y el movimiento, y es este aspecto inextenso el que le da todo su interés. Lo inextenso no está menos sujeto a la cantidad que lo extenso, pero su naturaleza no es reducible y para nosotros no deja de ser como un adjunto a nuestra representación. Sin embargo, incluso el lenguaje natural procura reflejar en sus palabras cualidades inextensas como el color, la densidad o la tensión. Hay algo profundamente físico en el nombre, y es justamente eso que escapa al dominio de la forma y la extensión.

En ciencia y en la física en particular además de la deducción y la inducción tenemos la abducción o hipótesis, pero esta no es sino una forma velada de la analogía a la que se intenta dar una expresión matemática. La analogía juega por otra parte un papel auténticamente funcional en la física moderna puesto que los principios variacionales, lagrangianos o hamiltonianos, que están en la base de las leyes fundamentales no son sino analogías exactas.

Las llamadas leyes fundamentales y las hipótesis que las han suscitado lo ignoran casi todo sobre los simples fundamentos de la proporción matemática. Sus ecuaciones de apariencia elegante, no solo ignoran el principio de homogeneidad de las proporciones físicas sino que con el tiempo van apilando más y más cantidades heterogéneas, otros tantos nudos por desatar que nunca se desatan, y que están en la base de los números y constantes inexplicables que deben introducirse sin más para que los cálculos funcionen. Una analogía sin proporción es una caja negra.

El cálculo diferencial constante de Mathis, siendo la forma natural del método de diferencias finitas, reintroduce la posibilidad de una teoría de la proporción dentro del análisis del cambio. La teoría de la proporción era básica para la matemática griega, y sin ella el número y la cantidad quedan desconectados del cosmos y la idea del bien. Por otro lado se le ha reprochado a Eudoxo que su teoría de la proporción, que pasó luego a Euclides y Arquímedes, solo consiguió separar la geometría de la aritmética bloqueando el desarrollo del álgebra y el cálculo. Pero hoy podemos interpretar todo esto bajo una luz nueva.

Cuando Aristóteles dice que un problema de geometría debe buscar sus principios en la geometría y no en la aritmética, por un lado solo está reinvindicando su propio enfoque filosófico que demanda que cada problema tenga su principio reflexivo específico, a diferencia, por ejemplo, de los principios globales del sistema dialéctico de Platón, o los principios simples o accionales de los otros dos enfoques prototípicos; pero por otra parte también se hace eco de la idea dominante de la época, refrendada por Eudoxo, de que ambas son ciencias categóricamente diferentes.

Hoy por supuesto se insiste en la unidad de la matemática, pero solo a gran escala, puesto que al nivel más básico el análisis se ha disociado por completo, mucho más que en la época griega, de la geometría. Si hay alguien que consigue unirlos de nuevo es Mathis, y sin embargo él no se para a reflexionar en la repercusión que su trabajo tiene para refundar totalmente la teoría de la proporción en los términos de la mecánica moderna —por más que haya encontrado un gran número de trasparencias y correspondencias elementales para los “números misteriosos” de la física. Ciertamente nadie está obligado a dar estas explicaciones por buenas, pero hay que reconocer que son mucho más simples que casi todas las especulaciones al respecto, y eso ya significa algo.

Mathis también se complace en mostrar múltiples ejemplos de cómo la física es incapaz de identificar las causas de las cuestiones más simples, incluso de porqué una vela permite navegar, y no se necesitaría mucho tiempo para ver que sus críticas básicas afectan de lleno, no ya a una sola, sino a las cuatro preguntas cardinales que Aristóteles plantea dentro del contexto de la geometría y la astronomía. Puesto que, a diferencia de los griegos, aquí no solo estamos convencidos de la unidad de la matemática, sino que creemos también que el grado de unidad de su concepto dirige los razonamientos a niveles mayores de elaboración, sería valioso, antes que embarcarse en grandes programas conectando vastas áreas, intentar conectar las cuatro grandes ramas de la matemática y los cuatro modos al nivel más elemental, donde ya plantean divergencias y complementariedades decisivas.

Lo que se aprecia en los grandes programas de unificación matemática actuales, como el de Langlands, es una separación radical entre cuestiones extremadamente elementales y teorías de una sofisticación extrema; y tamaña ausencia de términos medios, tan necesarios para la ciencia, obliga a dudar no solo de las sutilezas teóricas sino también de la elección de los elementos. Si la matemática aplicada exhibe agujeros tales como los que revela Mathis, no se puede esperar que las especulaciones teóricas de enésimo grado tengan más consistencia, sino más bien todo lo contrario. Hay que buscar las matrices mínimas de significado que sean representativas de la totalidad que atiendan al fundamento en vez de ignorarlo.

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El Aristóteles de los Analíticos segundos ya estaba haciendo metaciencia y metamatemática, como volverían a hacerlo veintitrés siglos después los modernos teóricos de categorías. Y tanto en un caso como en otro tenemos una pugna entre la búsqueda de lo orgánico y el intento de organización de vastos panoramas teóricos. Porque también la teoría matemática de categorías hizo desde el comienzo énfasis en la idea de transformaciones naturales; solo que, dentro del contexto de la gran industria matemática, es difícil ver qué puede ser “natural” y qué “maquinaria”. Todas las “teorías unificadas” actuales, ya sea en física o en matemáticas, tienen una función claramente conservadora, muestran lacras comunes y están expresamente concebidas para no replantearse lo fundamental salvo donde resulta inocuo: son la vía de escape para las múltiples contradicciones de la investigación moderna. Los matemáticos han sido enormemente perspicaces a la hora de explorar las posibilidades de su ciencia, pero solo en una determinada dirección —la que preserva los logros y las limitaciones de un modelo que aunque parece transformarse continuamente no ha variado en lo esencial desde Newton.

Así que las “transformaciones naturales” de la matemática tienen al menos tanto de historia como de naturaleza, una historia que no solo se cuenta por sus “impresionantes éxitos”, tal como se anuncia con bombo, sino que ha de tener necesariamente una contraparte. Hemos visto una manera de desenredar, siquiera parcialmente, estos compromisos. Otra manera es aplicar desde el comienzo las transformaciones naturales de los conceptos a un marco que trate del modo más directo posible de las formas mismas de los fenómenos, como lo es la morfología proyectiva de Venis —una morfología del vórtice que incidentalmente ha sido formulada en términos de pares de opuestos. Esta morfología aún está esperando una formalización adecuada sin las connotaciones históricas que han adquirido las herramientas analíticas y algebraicas, pero por otro lado tiene un potencial analógico muy superior, potencial que aún podría concretarse mucho mejor si el cálculo y la geometría diferencial pueden incorporar naturalmente la teoría de la proporción. Los vórtices, como defectos topológicos, son un objeto natural para el moderno lenguaje de la homología y la cohomología, pero en la morfología proyectiva adquieren un valor intuitivo que nunca antes tuvieron.

La morfología de Venis incorpora también naturalmente la idea de equilibrio morfodinámico, y una idea adecuada del equilibrio es necesaria para conectar y dar contenido físico a la teoría de la proporción. Por supuesto, el equilibrio es de suyo un concepto tan general que no puede dejar de estar presente de mil maneras en física y matemáticas; pero de nuevo nos encontramos con modalidades de equilibrio truncadas desde el comienzo, desde los mismos tres principios de la mecánica de Newton en adelante. El equilibrio es tan principal en los sistemas abiertos como lo son las leyes de conservación en los cerrados; pero, al contrario de lo que se supone, tenemos razones para pensar que los segundos emergen de los primeros. Por eso hemos insistido en la importancia de sustituir el principio de inercia, intrínsecamente contradictorio, por el principio de equilibrio dinámico, con la modificación consecuente de los otros dos; así como hemos destacado la importancia del equilibrio ergoentrópico, y el equilibrio de densidades con un producto unidad. La conexión de estos cuatro equilibrios ya es todo un programa de investigación, y bien diferente de los actuales; la balanza de oro de Zeus no tiene nada que pesar en los sistemas cerrados.

Estas otras formas de equilibrio juegan un rol fundamental en el proceso morfológico de individuación, y así es posible conectar equilibrio, proporción, forma, nombre propio y transformación. Esto crearía a su vez una nueva constelación para la relación entre cantidad y cualidad, lenguaje, lógica y número. El estudio no truncado del equilibrio en la Naturaleza y en la actividad humana, incluyendo el procesos de individuación, apunta a una comprensión de la finalidad y el tiempo que trasciende la teleología y de la disteleología, nuestros prejuicios sobre la perfección e imperfección del fenómeno individual de cualquier orden, ya sea una onda, un sol o una civilización.

Mientras que los grandes programas de unificación apuntan hacia una unidad última hacia la que se orientaría el investigador, aquí se considera que lo que dirige la intuición está siempre detrás del propio juicio, en las matrices mínimas capaces de condensar una totalidad en equilibrio. El balance de las cuatro cuestiones y los cuatro modos son algunas de esas matrices, pero incluso los tres principios de la mecánica son la contracción extrema de las tres modalidades básicas de los principios como puntos de partida, distinciones básicas y fundamentos de la unidad, que determinan unos límites comunes de clausura global.

El retorno de la matemática sobre sí misma se revela de forma particular en su dimensión diagramática, que Peirce justamente subrayó. Como icono visual, el diagrama revierte razonamientos que pueden ser de muy alto nivel hacia la dimensión más primaria del pensamiento, y este movimiento retrógrado es esencial no sólo para el análisis sino también para nuevas síntesis; Peirce lo quiso usar ante todo para el análisis lógico y tuvo que comprobar resignado los efectos más involutivos de este proceso. En las últimas décadas del siglo XX se ha visto una resurrección de los diagramas con el estudio de las superficies de Riemann y sus correspondencias topológicas y de grupos, pero también esto ha de tener un rendimiento decreciente y limitado, porque, tal como reclama Alfonso De Miguel Bueno, lo primero que habría que traducir al plano básico del diagrama son los aspectos más elementales de números, grupos y modelos de sistemas físicos.

Partimos del hecho obvio pero poco reconocido de que la matemática actual está repleta de saltos en el vacío, trucos de prestidigitador y los más variados subterfugios. En estas condiciones de enrarecida abstracción los diagramas han de ser, para usar la terminología de Peirce, iconos degenerados. Para que el razonamiento diagramático alcance un óptimo de iconicidad —de relación entre el signo y el objeto—, debería tratar de reunir esas condiciones que ahora tanto se desprecian: descripciones con cantidades homogéneas, dimensiones físicas correctas, análisis con cantidades finitas, etcétera. Cuando los diagramas son lo bastante inmediatos, como son algunos de los de Bueno, no hace falta demorarse con tales exigencias.

En cualquier caso, puesto que el icono es lo más primario de la matemática, y se opone a la arbitrariedad tanto del símbolo terciario como del índice secundario, la búsqueda de un óptimo de iconicidad supone un máximo de talidad, de participación en el conocimiento, luego a un acercamiento a eso que denominamos conocimiento en cuarta persona y conocimiento no intuitivo inmediato —para conectar el conocimiento elaborado y la participación inmediata. La inteligibilidad de lo real depende de la continuidad. El medio homogéneo no puede ser intérprete último en tanto reposa en sí mismo; pero sí lo es en la medida en que demanda el máximo grado de continuidad entre sus momentos más distanciados en lo inteligible, como las tres categorías de Peirce.

Conviene subrayar que los diagramas con alto valor icónico son bastante más que auxiliares heurísticos e incluso invierten el sentido de la investigación actual. Si es cierto que cada cultura ha atesorado su propio e íntimo sentido del número, y sólo en la fase final de civilización se plantea un interés por los “resultados matemáticos” de otros desarrollos, la conversión de sus grandes motivos en iconos de alta pureza equivale al momento en que las semillas de un árbol vuelven a tomar contacto con el suelo primigenio. Por ejemplo, la teoría de los números se ha conformado con las aportaciones de tres culturas muy diferentes, representadas por los nombres de Euclides, Diofanto y Gauss o Riemann; ¿qué significaría encontrar diagramas críticos dentro de estos motivos, tal como procura Bueno? Significaría ir más allá de la búsqueda de resultados, de la voluntad orientada en una determinada dirección; permitiría que el sentido del lenguaje de la Naturaleza y los significados de nuestros lenguajes coincidan de formas hasta ahora prohibidas por la misma dirección del desarrollo. En un sentido retroprogresivo, la diagramatología puede ser tanto ciencia como tecnología, bien que opuesta a la presente tendencia hacia la complejización.

Seguramente el único problema totalmente abierto de la matemática que parece tener por sí solo un potencial para cambiar nuestra idea básica de los números es la hipótesis de Riemann. Y ello por varios motivos más o menos obvios: porque es la relación más básica entre la adición y la multiplicación; porque afecta directamente a los números enteros, a la relación entre números naturales y primos, racionales y reales, y por extensión a los demás campos numéricos; porque tiene múltiples conexiones físicas y matemáticas; porque nos invita a interpretar la relación entre los números reales y los complejos en el plano físico; porque establece el vínculo más irreductible entre el caos y el orden, el azar y la necesidad, la simplicidad y la complejidad; y porque es el único motivo unificador posible, junto a su gran familia de funciones asociadas, para una teoría, la de los números primos, que de otro modo sería el área menos unitaria de la matemática. El único tipo de unidad que es razonable esperar de los números primos son leyes asintóticas, por lo demás de los órdenes más diversos, para las que no puede haber un motivo común más general que la función zeta de Riemann.

Ante una cuestión como esta, unos se afanan en lograr una prueba y otros procuran una mejor comprensión e intuición del problema. La aritmética y la geometría siguen estando básicamente disociadas por más que hoy se acentúen los esfuerzos por conectarlas. Y así, por ejemplo, se han tratado de construir puentes entre la teoría de la función zeta y la más sofisticada geometría algebraica, que bien poco tiene de geometría en realidad. Siendo un lugar común que “toda la geometría es geometría proyectiva”, que esta última es más simple que la geometría afín o la euclídea, que muestra una persistente tendencia a reaparecer en ámbitos inconexos, y que proporciona una base intuitiva indudable y del más amplio rango para motivos asintóticos, uno puede preguntarse porqué no se ha conseguido vincular esta función con la inmensa posibilidad de lo proyectivo en general.

La vía para establecer el vínculo tendría que venir de la física y de la teoría electromagnética en particular. Sabido es que se han encontrado múltiples correlatos de la zeta de Riemann y los ceros de su línea crítica en electrodinámica, desde el potencial de campos electrostáticos a los patrones de radiación lejana; como también se sabe que la electrodinámica ha resistido todos los intentos de geometrización y que hay en ella un componente estadístico irreductible. Delphenich observa sin embargo que la teoría métrica del electromagnetismo bien puede ocultar una cuestión geométrica más general de geometría proyectiva compleja acorde con la transición de la mecánica puntual a la mecánica ondulatoria, y merece la pena ponderar sus argumentos. Por otra parte, se supone que los ceros de la zeta de Riemann emergen de la diferencia entre una suma y una integral. La transformación de Lorentz de electrodinámica muestra una correspondencia uno a uno con la transformación proyectiva de Möbius, pero lo mismo puede decirse con respecto a la electrodinámica de potencial retardado inaugurada por Weber, que nos brinda además una interpretación diferente del tiempo.

En una palabra, si hay correlatos electrodinámicos de la función zeta también han de existir correlatos no triviales asociados a la geometría proyectiva de las ondas, y esto, que en principio no tiene nada que ver con ningún tipo de prueba, sí tiene potencial para alterar nuestra concepción cualitativa de los números y su uso en el mundo físico. Obviado el análisis armónico, este corte longitudinal permitiría conectar la función con otras cuestiones hasta ahora poco o nada relacionadas: la irreversibilidad fundamental de la radiación, el equilibrio en sistemas abiertos, la electrodinámica de Weber y su mecánica relacional, la relación entre el potencial retardado y la fase geométrica, la conformación de un frente de onda, la morfología proyectiva de la onda-vórtice de Venis y su transición entre dimensiones, la teoría de la proporción en la geometría proyectiva diferencial, etcétera.

Por idénticos motivos al principio holográfico, la morfología de la torsión puede producir trivialmente cualquier superficie, mientras que según el condicional teorema de universalidad de Voronin, la función zeta de Riemann puede reproducir cualquier curva analítica con cualquier grado de aproximación un número infinito de veces. La función zeta ya es una síntesis numérica extrema que está buscando a otra síntesis en su extrema contraparte. Y habría una “aritmética proyectiva” bien diferente de las que se han desarrollado desde los tiempos de von Staudt, con su teoría de las proporciones y las correspondencias, su álgebra y su propia “ciencia de la balanza”.

La motivación expresa de Riemann estaba en el conteo de los números primos pero el origen de su intrincada elaboración está en la teoría de funciones; en cuanto a los números primos mismos, que ya pueden contarse a la manera clásica sin dificultad, el matemático alemán solo podía esperar que se comportaran del modo más imparcial, igual que en las probabilidades de lanzamiento de una moneda hasta el infinito. Pero la inmensa riqueza de implicaciones de la función no puede venir meramente de este balance ideal, sino de su fusión con el análisis complejo, y la cuestión inversa es si recomponiendo la idea de la función y lo diferencial se pueden extraer lecciones para la idea misma del número. La geometría proyectiva es puramente cualitativa, y evidentemente, el interés de encontrar una analogía proyectiva, además de física, para la función, consiste en destilar los aspectos cualitativos de una expresión puramente analítico-numérica. El concepto de función debería corresponderse naturalmente con el de proceso, y sin embargo, debido a la ruptura del análisis con la descripción, ambos se encuentran profundamente escindidos. Si realmente la hipótesis de Riemann puede decirnos algo cualitativamente nuevo sobre el número, esta sería la mejor forma de investigarlo.

La interpretación más simple de la hipótesis como balance infinito ha de mantener una continuidad esencial con las incontables interpretaciones menos obvias y más profundas; pero puesto que según los actuales estándares no sirve para probar nada, no puede tenerse en cuenta. Aquí por el contrario creemos que la prueba es secundaria con respecto a nuestra capacidad de comprensión y asimilación, y esta aumenta manteniendo el mismo principio a distintos niveles y observando las transformaciones de su aplicación.

Hemos visto que resulta difícil justificar la línea crítica y el cálculo de los ceros desde los mismos criterios de continuación analítica de Cauchy-Riemann, por más que la comunidad matemática los haya dado siempre por buenos; también hemos conjeturado que la misma identificación de una línea crítica y sus ceros pudo surgir de una analogía proyectiva en el contexto de las densidades de una teoría electromagnética con potencial retardado como la del propio Riemann. Y es inevitable pensar que si los matemáticos han aceptado los cálculos de Riemann no ha sido tanto por su rigor analítico como porque sin ellos no habría ningún motivo axial en la teoría de los números.

Pero incluso si se lograran estas conexiones a gran escala, y tuvieran lugar a un nivel mucho más intuitivo que en los macroprogramas de unificación actuales, su repercusión cualitativa sobre cosas como nuestra idea del número se vería limitada a lo que somos capaces de asimilar en las matrices mínimas de significado y en la máxima contracción de los principios —dependen del grado de armonía y solidaridad con ellas, lo mismo que en la mecánica pesan mucho más las disposiciones básicas que los resultados de enésimo nivel. De modo que hoy es perfectamente ilusorio esperar “revoluciones” de la investigación superior, que no es sino un lujo institucional y un precipitado postrero de la civilización. También en la enseñanza de la matemática esto es lo más importante, por más que las instituciones procuren preservar las formas heredadas. Pero la piedra de escándalo de la matemática moderna no es el lujo institucional de la investigación de alto nivel sino cómo lo cuantitativo se ha convertido en instrumento de control y de cierre del sistema sobre sí mismo.

Cosmópolis

La moderna Tecnópolis quiere concebirse como Cosmópolis pero existe en la medida en que reduce y niega la autonomía de las potencias del cosmos. Y así, por ejemplo, se empeña en vincular el clima con el comportamiento humano, como si no pudiera haber otros factores más importantes.

Nada cifra el destino de nuestra civilización técnica mejor que el mito de la ciudad de Tripura. La triple ciudad tiene una cita consigo misma pero la elude como puede porque el alineamiento de sus tres niveles también implica su destrucción. La técnica exige la perfección de su propia esfera, por más ajena que sea a la naturaleza humana; pero no cabe esperar la perfección sin la concurrencia de ese elemento cósmico que se ha tratado de esquivar durante los simbólicos mil años que cierran el ciclo de su desarrollo.

Ese elemento cósmico, abierto, puede estar tanto fuera como dentro del gran animal social; poco importa porque igual se desea ignorarlo. A la entrada del templo de la ciencia moderna pueden leerse los dos grandes preceptos: “Ignórate a ti mismo”, y “Todo en exceso”, y sus incontables sacerdotes y dependientes procuran guardarlos con el más abnegado de los celos. Puesto que lo peor de esta ciencia tan poco nuestra es su espuria sofisticación y su exacerbada desconexión con casi cualquier cosa que importe, hemos tratado siempre de restablecer algún tipo de vínculo entre la idea que se ha tenido del conocimiento en otras épocas y el conocimiento científico moderno, aun sabiendo que intentar casar la prudencia con el desvarío no tiene porqué resultar de provecho ni para el segundo ni para la primera. Hay sin embargo un vínculo orgánico entre todas las generaciones, y reforzarlo cuando muchos pretenden destruirlo importa más que cualquier resultado aislado.

Un rasgo crucial de la ciencia moderna es que sostiene generalmente una interpretación entitativa, una combinación de métodos operacionales y logísticos, y unos principios comprensivos o globales que descienden directamente de los principios de la mecánica de Newton. Puesto que estos a su vez tienen como punto de partida el corte cósmico con los sistemas abiertos y como punto tácito de llegada la sincronización global implícita en el principio de acción-reacción, este circuito dibuja el horizonte de toda su teleonomía. Hemos visto, sin embargo, cómo estos mismos principios se pueden reformular en términos de equilibrio para sistemas abiertos sin necesidad de clausuras impuestas ni instancias metafísicas.

En el siglo XVII, en el arranque de la revolución científica, no eran raros los autores, como Stevin o Newton, que creían que Europa sólo estaba empezando a recuperar una perdida sabiduría original; pero la progresiva formalización y especialización, unidas a la cantidad de conocimiento acumulado, volvieron la idea definitivamente inverosímil. Hoy lo más que puede admitirse es que en otros tiempos el hombre confió mucho más en el poder de la analogía, que en puridad es siempre una relación inversa; pero ya vemos que el conocimiento científico tampoco puede prescindir de su ascendiente, ni en las hipótesis, ni en los procedimientos matemáticos ni en las interpretaciones, y de hecho lo explota sistemáticamente aunque solo en cierta dirección. El mismo Newton debió sus mayores descubrimientos en la óptica, el cálculo, la gravedad o los principios de la mecánica, al planteamiento de problemas inversos.

Así pues, la inversión de los problemas está en el fulcro de su filosofía natural, y es la dirección implícita en este giro, más que ninguna otra cosa, lo que ha impulsado la deriva de la ciencia moderna. Por eso es necesario invertir el orden de la secuencia sabiendo muy bien que el mero retorno a lo anterior no es ni posible ni deseable. La analogía ha sido y será siempre la herramienta más poderosa de la teoría, lo importante es saber imprimirle de forma consecuente otra dirección cuando ya se ha visto suficientemente a dónde nos conduce con su presente orientación. Todavía hay quienes creen que la ciencia puede ser parcial en su aplicación pero nunca en sus principios; pero esto es ignorar por completo el rango simbólico del propio marco del conocimiento. Y la dominación consiste precisamente en el marco que se logra imponer. Mucho más que los resultados, lo que importa es controlar la dirección en que el espíritu de otros trabaja.

Dar otra orientación a la ciencia no pasa por los subproductos teóricos de última hora sino por la restitución consciente de lo fundamental. Hoy “teoría” es sinónimo de operación especulativa del conocimiento, pero sabemos que para los griegos significaba básicamente contemplación. La idea misma de número sólo puede vincularse con el bien, la belleza y la contemplación recuperando su naturaleza y valor como proporción, que no puede estar limitada a la esfera de la geometría. Devolver el sentido de la proporción al número pasa hoy por apreciar su presencia natural en el cálculo, lo cual ha dejado de ser imposible después de más de tres siglos de análisis interminable.

Esta inesperada emergencia de la teoría de la proporción en el análisis debería conectarse estrechamente con una teoría general del equilibrio en los sistemas abiertos, que nos devolverá por la vía más recta posible a la antigua Ciencia de la Balanza. El álgebra árabe nació literalmente como “la ciencia de la restitución y el equilibrio”, pero separada ya en el mismo Al-Khwarizmi de la filosofía natural, pronto rodó por la pendiente hacia la ciencia de las sustituciones y la lógica indiscriminada de la equivalencia universal. Debidamente vinculada a la teoría del equilibrio en sistemas abiertos e irreversibles, el álgebra puede salir del ámbito del intercambio universal para volver a ser la ciencia de lo insustituible.

La fase geométrica demuestra que la mecánica cuántica está incompleta como lo está cualquier mecánica conservativa, pero se prefiere creer que esto es un detalle secundario. Tampoco se ha visto jamás que un mismo rayo de luz vuelva a la llama o a la bombilla, y a pesar de todo se habla tranquilamente de la reversibilidad temporal de las leyes fundamentales. Así la física querría mantener para su objeto el mismo estatus intemporal de la verdad matemática, pero no sin una irreparable pérdida en nuestra percepción de la realidad. Este platonismo invertido está en el origen del optimismo tecnológico moderno y su selectiva desconexión con muchos aspectos no solo esenciales sino también vitales.

La fase geométrica permite darle forma a un frente de onda modulando su potencial en vez de usando fuerzas controlables como es preceptivo en la física. Esto consolida la existencia de un tercer dominio de experiencia en la historia de la disciplina, puesto que, junto a la física perturbativa, como la de los cañones, máquinas o aceleradores, y la no perturbativa, como la de la astronomía, ahora existe una física que opera por sintonía o modulación. Sin embargo todo se sigue interpretando en el viejo marco, incluso si la fuerza dejó de ser lo fundamental tanto para la mecánica cuántica como para la relatividad. Pero la conexión entre el potencial retardado y la fase geométrica, o entre el potencial dentro de las ecuaciones dinámicas y el que queda fuera de ellas, afecta directamente a la teoría del equilibrio así como a la morfología de los procesos observables; incluso ha de encontrar un correlato explícito en procesos de retroalimentación biológica conectados a nuestra conciencia.

Considérese la relación entre la respiración, su ciclo bilateral y el desfase del potencial retardado. Puesto que, según hemos visto, el potencial retardado es un fenómeno ubicuo y se presenta igualmente en las funciones biológicas, el estudio de su equilibrio en un caso como este, que también está asociado a la conciencia, y su análisis en términos de intervalos finitos nos ofrece un ejemplo limitado pero precioso de lo que supone el lado interno de la ley matemática.

Es en los sistemas abiertos que el equilibrio puede adquirir algo de su verdadera dimensión, y es en un cálculo finito como el cálculo diferencial constante que las cuestiones de proporción reaparecen en la matemática y física modernas. La antigua Ciencia de la Balanza trata por añadidura de la proporción entre lo manifiesto y lo no manifiesto, que en la física encuentra cierta correspondencia parcial con las propiedades extensivas e intensivas. Hay, por supuesto, todo un abismo en la intención y la cuantificación de una y otra, pero a pesar de todo aún persiste cierta continuidad que se basa en la generalidad y múltiples planos del concepto mismo de equilibrio. En cambio con el principio tácito de sincronización global de la mecánica conservativa parecería que todo está en un mismo plano de causalidad, que por otro lado no puede especificarse porque ya está establecido de antemano.

La Ciencia de la Balanza también estaría naturalmente relacionada con la geometría y la morfología proyectivas, y, asistida por estas, permitiría captar toda una escala de equilibrios. Dado que el alcance de la teoría del equilibrio es completamente diferente cuando tratamos sistemas abiertos y cerrados, como cualquier otra cuestión la misma idea de equilibrio puede analizarse por el contraste de las cuatro preguntas y cuatro modos de investigación, según consideren sistemas abiertos y cerrados, para tener una perspectiva más amplia del asunto, y captar mejor cómo se ha bloqueado sistemáticamente el acceso a ciertos enfoques. Los cuatro modos tienen un valor arquetípico porque no sólo trazan los parteaguas del pensamiento sino también de la voluntad.

Todo tiene un equilibrio en su intervalo específico, un equilibrio a lo largo del tiempo y un equilibrio más allá del tiempo. Una teoría del equilibrio en el sentido que aquí indicamos ha de establecer necesariamente otras conexiones entre la física, la matemática y la filosofía natural. Por otra parte, el análisis moderno y la teoría de partículas puntuales, perfectamente prescindibles en otros marcos, impiden estudiar de forma específica el procesos de formación o individuación de cualquier entidad. Matemáticamente, hay más inconmensurabilidad entre un punto y el radio de una partícula que entre este y las dimensiones del universo conocido. Hemos hablado de una “morfología simpléctica” no en el sentido que ahora se da a la palabra “simpléctico” en geometría diferencial sino atendiendo a la symploké del individuo, a su complexión, que implica tanto una conexión con el medio como una diferenciación e independencia con respecto al mismo.

No es que el individuo tenga una experiencia, sino que la experiencia ha hecho al individuo, que a su vez suele ocuparse de una experiencia de segundo orden. Esta experiencia no controlada, que Nishida llamó “experiencia pura”, es la conciencia original anterior al pensamiento. Hay una analogía natural entre esta conciencia original y un medio homogéneo anterior a las convenciones que determinan los espacios métricos, afines o proyectivos, si bien los mismos pensamientos pueden concebirse como proyecciones, no sobre un espacio extenso sino sobre una línea de duración que no tiene porqué ser una línea de tiempo externo.

Tampoco la analogía entre la conciencia y un campo físico es del todo infundada, pero la palabra “campo” sólo indica una porción de espacio con ciertas cantidades asociadas, y la mecánica es después de todo más fundamental; especialmente si reconocemos que hay hechos mecánicos básicos que no están recogidos por las teorías de campos. Tampoco se ha podido demostrar la estabilidad de la materia, sino que como tantas otras cosas se ha racionalizado apoyándose en argumentos fenomenológicos como el principio de exclusión. La idea de equilibrio es más general y tiene más alcance que todas las teorías modernas, con solo que sepamos levantar las obstrucciones y bloqueos que ellas mismas han creado.

La idea de equilibrio conecta tan directamente como es posible la conciencia condicionada con la incondicionada, nuestra experiencia corporal, nuestra intuición mediada y nuestro conocimiento no intuitivo inmediato. En la morfología simpléctica, el balance regula el entero proceso de transformación de materia y forma en el principio, en el fin y en el medio. Para Yabir la parte más elevada de la ciencia del equilibrio era el Balance de las Letras, sintetizado en tres de ellas, que se corresponden con estos tres momentos. Imposible no pensar en el monosílabo sagrado de las tradiciones dhármicas que se propone como nombre mismo del absoluto, donde el ser y la conciencia ya están siempre en perfecto equilibrio sin que ello afecte en lo más mínimo a la incognoscible infinitud de fondo.

La infinitud del lenguaje y sus transformaciones, lo mismo que la infinitud de todo lo manifestado, es sólo una parte ínfima de la infinitud nombrada por el Nombre, y sin embargo esta es más inherente a nosotros que cualquier objeto de conocimiento. Lo interesante para el conocimiento es hasta qué punto puede llegar a buenos términos con esta metacognición; una metacognición que no es conocimiento del conocimiento sino íntima transmutación de intelecto y voluntad.