
Si la matemática, la física, las teorías de la complejidad y las ciencias de la computación continuaran expandiéndose y fecundándose mutuamente al mismo ritmo que hoy durante mil años, aún seguirían sin dar con una clave propia para la morfología; y si lo hicieran durante dos mil años tampoco. Tal vez eso pueda dar cierta de su valor, aunque todos sabemos que no se encuentra nada sin buscarlo activamente. Esa es la cuestión: las ciencias mencionadas tienen ya su propio impulso e inercia que nada puede cambiar, sólo una creación de una nueva ciencia desde cero podría superar sin obstrucciones las deficiencias de sus predecesoras.
Introducción
La morfología de los organismos tiene su origen en el estudio de Goethe de 1790 sobre la metamorfosis de las plantas, en el que se describe a conciencia esa continuidad entre formas diferentes que desde Owen hemos dado en llamar homología. El término “morfología” fue acuñado por el propio Goethe, pero la noción de homología, advertida esporádicamente, se remontaría al menos hasta Aristóteles. El concepto de homología fue luego subsumido dentro de la teoría de la evolución, pero como señala Ronald Brady, en ella pasa a ser una semejanza estática de orden explicativo, no una transformación dinámica en el tiempo autocontenida en su descripción. La morfología no es anatomía comparada.
La situación no ha cambiado hasta hoy. Básicamente, tenemos ciencias “duras” predictivas, como la física, y ciencias explicativas como la cosmología o la teoría de la evolución. Y mediando entre ambas se sitúan otras disciplinas basadas en la probabilidad como la termodinámica o la mecánica estadística, usadas más que nada como herramientas matemáticas que en absoluto sirven para describir los fenómenos en unos términos que estén a su mismo nivel. Es decir, entre las ciencias predictivas y las ciencias explicativas sólo existe conexión a un nivel abstracto, pero no al nivel propiamente descriptivo, que es el que necesitamos para hacer el mundo inteligible, para darle más y más capas accesibles de inteligibilidad.
Goethe, que estaba en las antípodas del talento matemático, no dejó de expresar cierta esperanza en que algún día sus ideas encontraran su Lagrange; esto es, que la matemática fuera finalmente capaz de ceñirse a los fenómenos propiamente dichos, además de asistir en la fundamentación de las hipótesis y teorías físicas motivadas por la predicción como ha hecho siempre. Pero llegaron Gauss, y llegó Riemann, y han llegado otros muchos grandes matemáticos y sin embargo la distancia entre el mundo fenoménico y la reina de las ciencias no ha dejado de crecer. Y la coartada ha sido justamente la física, con la que se supone que ya se da cuenta suficientemente del mundo real.
En biología ha habido algunas excepciones notables a este general desencuentro, como los trabajos de D’Arcy Thompson, Waddington o René Thom sobre la morfogénesis de los organismos, que prolongan cierta línea aristotélica de pensamiento usando herramientas matemáticas cada vez más modernas, pero sus esfuerzos no han tenido continuidad y hoy se ven como poco más que ocasionales desvíos de la corriente general de esta ciencia. Ya antes de ellos, en 1892, Otto Snell había formulado la ecuación alométrica clásica, pero la alometría, que estudia las relaciones entre tamaño, forma, anatomía y fisiología, aunque se haya desarrollado de manera prolija no deja de ser otra herramienta analítica dentro de la tendencia mucho más amplia de la aplicación de la estadística y el análisis de datos a la biología. La ontogenia y la biología del desarrollo actuales conectan directamente con las cuestiones básicas de la morfogénesis pero se encuentran secuestradas dentro de los modelos causales y explicativos de la embriología, la biología molecular o la diferenciación celular, sin plantearse siquiera la posibilidad de principios de orden más general que puedan mediar entre lo físico y lo orgánico.
Y, por supuesto, hoy existe un área pujante conocida como morfología matemática, pero dado que se ocupa básicamente del análisis y procesamiento de imágenes, no sólo no es un estudio general de las formas sino que ni siquiera se trata de una rama de la matemática, siendo otra aplicación más de la computación. A la espera de no se sabe qué que pueda darle su esperada carta de nacimiento, la morfología como ciencia por derecho propio permanece en el limbo de su pura posibilidad. Más de dos mil quinientos años después del nacimiento de la geometría, la morfología sigue estando en tierra de nadie.
¿Qué es lo que necesita la morfología para nacer? Evidentemente, antes que nada, el deseo de que exista. Luego, tener una clara conciencia de la clase de hueco que existe entre las ciencias actuales y que ninguna de ellas se preocupa por llenar, pues este hueco es su lugar natural. Más allá de esto no hace falta especular demasiado porque ya tenemos una cumplida anticipación de lo que puede ser la morfología en la investigación de Peter Alexander Venis.
1. La morfología del vórtice y la secuencia de transformación de Venis

Imagen de Peter Alexander Venis
El cambio de forma o transformación más simple que podemos observar en un medio continuo es una onda. Lo que vemos arriba es una serie de cortes en dimensiones fraccionales de la evolución de una onda-vórtice según la reconstrucción de Venis. Venis describe esta evolución en seis dimensiones espaciales, pero debe tenerse presente que él no habla simplemente de dimensiones enteras como la longitud, la anchura o la profundidad sino del continuo de todas las dimensiones “fraccionales”, en verdad dimensiones con cualquier número real. También ha tenerse en cuenta que dentro de esta secuencia el término “vórtice” comprende movimientos de flujo con y sin rotación.
Ni siquiera podemos intuir bien la evolución de una onda esférica en 3 dimensiones, ¿por qué intentarlo en 6? Porque hay algo en seis dimensiones, o al menos en cierta forma de entenderlas, que se intuye mejor que en tres. Pero para un físico o un matemático lo más desacostumbrado de la nueva acepción de la palabra “dimensión” que aquí se introduce no es la posibilidad de órdenes fraccionales, algo que hoy ya se emplea a menudo, sino el hecho de que también estén ligadas a la densidad material: la dimensión 0 y la dimensión 6 de la secuencia corresponderían a extremos máximos y mínimos de densidad además de a cambios de tamaño o escala.
Incluso los físicos siguen separando el espacio y la materia a pesar de las sofisticadas teorías de campos que hoy manejan. Por ejemplo, la relatividad general supone, en los términos de la geometría diferencial, que “el espacio le dice a la materia dónde tiene que ir, y la materia le dice al espacio cómo ha de curvarse”; y esta teoría es después de todo muy similar a la dinámica de fluidos, con una dimensión adicional para el espacio-tiempo. Es un intento de salir de un dualismo que no tiene nada que ver con el hilemorfismo aristotélico, sino con la herencia de la visión atomística, que fue también la de Newton, de corpúsculos de materia moviéndose en el vacío. También la mecánica cuántica, que tan poco tiene que ver con el atomismo antiguo, ha adoptado esta visión a pesar de sí misma y a pesar de admitir que la partícula no tiene sentido sin su campo. El fisicalismo moderno trata de librarse del dualismo de Platón y de Descartes llevándolo al interior de su concepción de la realidad física; lo que aún resulta más curioso si se tiene en cuenta que tanto un filósofo como el otro, lo mismo que Aristóteles, eran monistas en cuanto a la realidad física y negaron de forma explícita la separación entre espacio y materia.
En el despliegue en seis dimensiones de la secuencia de Venis, las tres dimensiones que consideramos nuestro espacio ordinario serían solo el punto medio de equilibrio entre los extremos de la secuencia, que en términos de vorticidad, correspondería al punto más informe, aquel en el que se neutraliza cualquier polaridad o eje de rotación. Desde esta perspectiva morfológica, las tres dimensiones no son una dimensión cualquiera entre el punto y el infinito, sino el centro entre los extremos de nuestra percepción. Es muy probable que el número de dimensiones del “Campo Uno” sea infinito, pero el que su proyección en la apariencia se reduzca a 6 se debería a nuestra propia percepción, que, como sabemos, comporta siempre un componente intelectual en su organización.
Se pueden buscar muchas razones concomitantes para la disposición hexadimensional, pero lo realmente importante es la reubicación de la experiencia espacial con respecto a uno mismo. En nuestra concepción geométrica del espacio, que es algo tan diferente de nuestra experiencia, uno se representa a sí mismo como un punto dentro de unas coordenadas que rigen para una infinidad de puntos diferentes e intercambiables. Incluso si se considera el origen de esas coordenadas, sólo lo es como pura abstracción, no como centro en medio de los pares de opuestos, entre lo lleno y lo vacío, entre la contracción y la expansión, entre lo denso y lo sutil, entre la tensión y la presión, entre el nacimiento y la muerte; y son estos atributos los que filtran en todo momento nuestra experiencia de la realidad.
Nunca se valorará lo suficiente el alcance de esta reinterpretación del espacio, que vuelve a situar al hombre en el centro en medio de las condiciones en virtud de su propia naturaleza y de la Naturaleza más grande que la envuelve. Después de todo, el famoso vuelco copernicano en el que aún seguimos arrojados es sólo un arrebato intelectual que no puede durar mucho, mientras que el alineamiento de las formas con la percepción y de esta con lo informe que le da el ser se inscribe dentro de un retorno intemporal.
Se entiende bien porqué Goethe no encontró antes “su Lagrange”, y porqué no lo encontrará nunca si nos empeñamos en ver las cosas desde el ángulo de las especialidades constituidas. La de Venis es la inferencia de un naturalista, no la de un físico ni la de un matemático en posesión de un gran arsenal de métodos analíticos; y por cierto que el mismo Lagrange, padre de la mecánica analítica que tapó los grandes agujeros de la mecánica celeste de Newton, contribuyó como pocos al divorcio entre lo matemático y lo natural. Goethe hacía su remota apelación a la matemática dentro de su discurso sobre el color, pero todas sus observaciones sobre la Naturaleza son morfología porque se ocupan conscientemente de las fronteras de los fenómenos.

Imagen de Peter Alexander Venis
Aunque Venis no busque una demostración, su secuencia de transformaciones es más elocuente que un teorema. Basta mirarla un tiempo con atención para que su evolución resulte evidente. Se trata de una clave general para la morfología, con independencia de la interpretación física que queramos darle. Venis no se detiene en formalismos pero ha detectado por vez primera algo que ejerce una irresistible atracción sobre físicos y matemáticos: un nuevo tipo de simetría dinámica. Sin embargo esta simetría no encaja de ningún modo obvio en las variables dinámicas que la física acostumbra a manejar.
Para Venis la aparición de un vórtice en el plano físico es un fenómeno de proyección de una onda de un campo único donde las dimensiones existen como un todo compacto y sin partes: el “Campo Uno” del que habla sólo es otra forma de hablar del medio primitivo homogéneo como unidad de referencia para el equilibrio dinámico. Está claro que un medio completamente homogéneo no puede ser caracterizado ni como lleno ni como vacío, y lo mismo da decir que tiene un número infinito de dimensiones que decir que no tiene ninguna.
Aquí sin embargo lo homogéneo e indiferenciado está tanto en el trasfondo que envuelve el contorno de las formas como en su punto central de equilibrio. Para nosotros, el espacio tridimensional es sinónimo de profundidad, pero aquí parece que todo se mueve en la superficie, y precisamente en tres dimensiones es donde lo amorfo alcanza su máximo. “Un vórtice es la única parte de una onda dentro del campo uno que intersecta nuestro mundo físico”: extraña definición para quien ignore que aquí la proyección lo es todo. ¿Pero qué lo está proyectando?
Decíamos que el análisis se hizo demasiado abstracto y que la ontogénesis biológica nunca ha sabido ir más allá de lo particular. Pues bien, la secuencia morfológica de Venis se encuentra a una exquisita equidistancia entre la matemática física más básica y la biología, entre la concreción de esta y la abstracción de aquella; y esto ya es algo, cuando se admite la llamativa inadecuación de la matemática para los procesos vivos. La onda-vórtice de Venis es forma y proceso indisolublemente ligados, pero su lugar natural se halla en el espacio proyectivo independiente de cualquier medida, que sólo podría descender a lo cuantitativo a través de la geometría afín y las geometrías métricas. Las formas que observamos en la Naturaleza, desde los hongos y las espirales a los anillos, los bulbos, los cuernos, los camaleones, las nubes, las galaxias y los remolinos, envuelven típicamente una porción definida de su evolución, pero nunca encontraremos la matriz completa ejemplificada en un fenómeno ante nuestros ojos.

Imagen de Peter Alexander Venis
Se tiene la impresión de contemplar un ouróboros interdimensional, un hysteron proteron, un útero que a medida que se forma se vuelve del revés, un alambique que se destila a sí mismo, eso que da su forma a la matriz de todas las formas. Es cierto que hay algo inevitablemente subjetivo en toda apreciación de las formas, pero esta matriz también parece expresar una reciprocidad irreductible entre lo subjetivo y lo objetivo.
Venis llama a sus exploraciones una “teoría del infinito”, no tanto por la pretensión de “tener una teoría” como para disculparse por no hallar más justificación para ella. Pero la verdad es que si nos atenemos a su forma de proceder no debería buscar otra justificación más allá de su correspondencia con los fenómenos, pues tal como surge se trata sin duda una morfología fenomenológica inseparable de nuestra percepción de las apariencias. Todo el tema se plantea ya íntegramente en el plano primario de lo estético, y eso no puede verse como una limitación sino como prueba de que estamos ante algo más amplio que el siempre limitado dominio de la medida.
“El ser humano mismo, en la medida en que hace un uso sensato de sus sentidos, es el aparato físico más exacto que puede existir”; esta afirmación de Goethe sólo puede entenderse como otra forma de decir que lo más importante para el ser humano ya está resumido de forma insuperable en lo que puede percibir por sí mismo. El aluvión de datos ultrasensoriales que hoy nos aportan todo tipo de aparatos no pueden cambiar esto pero sí contribuyen a que lo olvidemos. Cuando el poeta alemán habla del experimento como mediador entre el objeto y el sujeto, no está buscando tanto un puente entre ambos como un fiel que nos ayude a recordar su unidad. Hay en la fidelidad de la descripción una Vía Media por la que la ciencia apenas ha caminado.
En nuestros escritos hemos hablado de un cierto método retroprogresivo de retorno al Principio y de un infinito como simplicidad que estaría en la antípoda del actual infinito como complejidad. La construcción de cualquier número de dimensiones con ejes ortogonales y puntos parece infinitamente simple, pero la determinación de sus posibles contenidos y evoluciones se vuelve infinitamente compleja. Por el contrario la variedad de formas de la Naturaleza parece arbitraria hasta el infinito, pero partiendo de su concepción global puede obtenerse una simplicidad irreductible a lo cuantitativo.
Si se atiende al método experimental de Goethe se observan dos etapas: la analítica que va de la complejidad ilimitada de los fenómenos a otros más simples que a su vez procuran converger en su principio, y la sintética que procede en orden inverso buscando la relación entre el principio y los fenómenos complejos. Venis también procede de forma similar; pero desde Leibniz y Newton la ingeniería inversa del cálculo, en lugar de determinar la geometría a partir de las consideraciones físicas, para derivar de ellas la ecuación diferencial, lo que hace es establecer primero la ecuación diferencial para buscar luego en ella las respuestas físicas. Estas dos formas de proceder ni siquiera necesitan ser equivalentes, lo que autoriza a pensar que debe existir una geometría física muy diferente de la que hoy considera el análisis, tanto en la interpretación como en la relación con el Principio; y esto es lo que realmente nos importa.
2. Morfología y causalidad
Los físicos y los matemáticos nunca habrían detectado la simetría de la secuencia de Venis puesto que se mueven en campos más definidos y con otros lineamientos históricos en su motivación, pero en cuanto tengan conocimiento de ella no dejarán de hacerse preguntas sobre cómo circunscribirla. Es un cerco por un lado deseable, y por otro lado de temer en la medida en que se siempre se corre el riesgo de tirar al niño con el agua de la bañera. En cualquier caso, el gran logro de Venis es que desde la aparición de su secuencia la morfología ya puede interrogar a la física y la matemática sin tener que abandonar su propio terreno. El mismo Venis nos cuenta que antes de iniciar su secuencia de descubrimientos era un programador de juegos trabajando con gráficos y algoritmos, y sin duda eso ha dejado una impronta en su estilo de exposición, que es tan claro y lógico como puede serlo algo que tiene en su trasfondo lo infinito. Y la verdad es que a menudo podrían ayudar más a desarrollar y completar esta teoría programadores determinados a seguir el hilo de Ariadna de su lógica visual que aquellos que quieran someterla con el consabido arsenal de métodos del análisis cuantitativo.

Imagen de Peter Alexander Venis
En la secuencia de transformación se distinguen 5 tipos o modos básicos de vórtices que se reflejan pero el juego de sus variantes, combinaciones y metamorfosis tiene una riqueza que aspira a estar a la altura de lo inagotable de los fenómenos. En cualquier caso no se trata de una mera tipología clasificatoria como las que tanto abundan en las ciencias de la vida, sino que está imbuida de una lógica que conecta los modos causalmente, y esta causalidad es en cierto sentido más fuerte y unívoca que la que encontramos en las leyes fundamentales de la física, por no hablar de los sistemas complejos en general —pues aquí la causalidad coincide con la dirección del flujo.
La noción de causalidad física lleva mucho tiempo en crisis, y aun se puede asegurar que esta crisis es una con la expansión imparable de la física desde los tiempos de Newton. Como es sabido, las leyes físicas fundamentales, en la medida en que dependen de principios variacionales como el lagrangiano o el hamiltoniano, admiten un número infinito de causas para explicarlos; lo que es la principal razón para que los físicos hayan dejado de preocuparse por ellas. Ya en el siglo XXI se pretendió que con el diluvio de datos “la correlación supera a la causación”. Esto es rotundamente falso y ni siquiera necesita una refutación, puesto que cuando más aumenta la masa de datos más necesarias son las interpretaciones y los modelos; pero eso da igual porque es la misma inflación de modelos causales la que ocasiona la devaluación de cualquier idea de causalidad. Si la física, de la gravedad al electromagnetismo a la entropía a la mecánica cuántica y a la cosmología, fue la primera en disipar la fe en las causas, luego ha sido el exceso de información y de complejidad.
En física asociamos la palabra “causa” con la noción bien definida de fuerza pero lo cierto es que en la relatividad la fuerza deja de ser primaria y en la mecánica cuántica también. Y a pesar de esto, el orden de concepción de la física aún prevalece y no podemos dejar de pensar en términos de fuerzas, y específicamente de fuerzas controlables, puesto que las fuerzas meramente medibles no competen a esta ciencia. La física sigue interrogando a la Naturaleza con y a través de las fuerzas controlables, que de este modo, aunque sólo sea por nuestro inevitable proceder antropocéntrico, adquieren el rango de causas.
Sin embargo en la nueva morfología que emerge con Venis se plantean otras acepciones de la causalidad y la generación. Por un lado está la causalidad aparentemente unívoca del flujo, pero por otro lado está la generación de la onda en el campo uno y su proyección en las apariencias en forma de vórtice; donde proyección en las apariencias es sinónimo de intersección por ellas en una secuencia de flujo dimensional. Una de las distinciones más básicas que encuentra Venis es entre onda/vórtice central y onda/vórtice periférica; las ondas centrales son transversales, como las del electromagnetismo, y las periféricas longitudinales como las ondas del sonido. Esta distinción es muy importante desde el punto de vista descriptivo aunque veremos que aún esconde mucho más de lo que muestra.
Pero antes de contemplar las posibles conexiones de esta morfología general con la física o la matemática, tema difícil y resbaladizo que presupone un conocimiento adecuado de los fundamentos de la primera y de las deficiencias descriptivas de la segunda, podemos plantearnos cómo y hasta qué punto son representables las transformaciones en la secuencia de Venis -representables directa o indirectamente. Representación y descripción son, para lo que nos interesa, prácticamente equivalentes; pero más que llevarlo a los viejos niveles de discusión filosófica, siempre pertinentes, preferimos mantener estas nociones en su contexto original: el diseño gráfico por ordenador y nuestros límites en la representación y percepción de diferentes dimensiones.
Venis, que es bien consciente de que su aproximación es sólo la apertura de un vasto campo, intenta ordenar los movimientos básicos en una serie de tablas que afectan al número de dimensiones, la forma aparente del movimiento del vórtice y el movimiento que podría corresponderle a la onda en el campo primordial anterior a la proyección. Para el movimiento la distinción más básica sería la de movimientos de traslación y de rotación; y ya es notable, para empezar, que la física haya tratado tales movimientos casi siempre por separado y que haya eludido describir de forma exhaustiva su conexión. No olvidemos por ejemplo que, a nivel estadístico, el teorema del virial elimina el giro o rotación en su balance de la energía cinética y la potencial, por lo que derivación de un supuesto momento de inercia es sólo otro más entre los numerosos trucos de contabilidad a la que la física nos tiene acostumbrados.
¿Qué veríamos en una animación gráfica de la secuencia de transformación en una aplicación de realidad virtual? Dependería evidentemente del programa y los conceptos que introduzcamos, puesto que Venis no pretende dejar zanjado el asunto y se atiene más a la apariencia que a su posibilidad de construcción; mientras que, por otro lado, las exigencias de la física a nivel descriptivo han sido siempre secundarias. La mecánica clásica, por ejemplo, ignora rutinariamente la distinción de Heinrich Hertz entre partícula material, que es un punto físico irreductible en el espacio en un momento dado, y un punto material tal como se presenta ante nuestros sentidos y que como volumen puede contener cualquier número de partículas materiales —un planeta, una estrella o una galaxia. Nicolae Mazilu nos recuerda que esta distinción, puramente clásica, también coincide parcialmente con la problemática cuántica de la dualidad onda-partícula.
Reducir un cuerpo o un volumen a un punto, ya sea en la mecánica cuántica o en la clásica, es una forma de omitir tres dimensiones, no en el espacio vacío ideal sino en el continuo espacio-materia ordinario. Si en mecánica cuántica no es posible la descripción de partículas extensas es, antes que nada, por que la relatividad especial no las admite, a pesar de ser una teoría macroscópica. Las ecuaciones de Maxwell sólo sirven para porciones del campo con extensión; la relatividad especial sólo es válida para eventos puntuales, y en las ecuaciones de campo de la relatividad general las partículas puntuales de nuevo vuelven a carecer de sentido. Sin embargo en una mecánica relacional de tipo Weber, que también se puede extender a campos integrando sobre el volumen, se puede trabajar tanto con partículas puntuales como extensas, lo que permite franquear el abismo entre lo micro y macroscópico sin necesidad de curvaturas del espacio ni pretender convertir el tiempo en otra dimensión, entre otras muchas contorsiones.
Las ondas transversales electromagnéticas de Maxwell o Hertz no indican que el componente eléctrico y el magnético sean perpendiculares en el sentido geométrico literal sino en el sentido de un promedio estadístico entre el espacio y la materia, y es por esto por lo que tales ondas han resistido todo tipo de intentos de representación geométrica seria. Sin embargo, basta con entender que la electricidad implica materia cargada separada por espacio, y el magnetismo espacio separado por materia, para que el carácter irreductiblemente estadístico de los atributos geométricos de la onda se comprendan por sí mismos.
La mecánica relacional de Weber, referente inexcusable para la de Maxwell que la siguió, plantea desde 1848 la problemática del potencial retardado y su justificación de la conservación de la energía. Siguiendo la lógica de Weber, Nikolay Noskov postuló una vibración longitudinal interna a los cuerpos en movimiento para cubrir la diferencia entre la energía cinética y potencial del potencial retardado, ya que en la mecánica de Weber, al multiplicar la velocidad al cuadrado no se puede distinguir entre estas energías y la energía interna del cuerpo —y habría que detenerse en el vínculo entre esta indistinción y las relaciones de indeterminación cuánticas. Esta onda interna coincide con la famosa “onda de materia” de de Broglie; la misma ecuación de onda de Schrödinger es una mezcla de ecuaciones diferentes que describen ondas en un medio y ondas dentro del cuerpo en movimiento, pero como sabemos esto deja de tener sentido en la ecuación relativista de Dirac.
Por más que el cálculo diferencial nos haya acostumbrado a creerlo, un punto no tiene realidad física, sino que es un concepto puramente matemático, o si se quiere, tal como lo puso Leibniz, una simple modalidad. Pasar de un punto a una esfera con volumen añade tres dimensiones más a la caracterización física de una partícula, del mismo modo que permitiendo la libertad de giro de un punto orientado con inercia tenemos seis dimensiones físicas en lugar de tres. La rotación de un punto en las tres dimensiones permite generar vórtices y volúmenes a lo largo de su movimiento de traslación. Si quisiéramos visualizar la onda interna de la materia en una partícula extensa, no se trataría de algo tan simplista como un corpúsculo atravesado por una vibración longitudinal, sino de una configuración o proceso en seis dimensiones que incluiría el giro o espín de la partícula en su campo u onda-partícula.
Volviendo a la representación gráfica de la secuencia de transformación, si pienso que, partiendo de un vórtice puntual, tiene que haber un movimiento continuo de pliegue y despliegue, de mutua inmersión y eversión entre las tres dimensiones de traslación y las tres de rotación, no es por tener evidencia de ello ni porque Venis lo ponga en esos términos, sino porque simplemente supongo que una onda primordial ideal que emerge del todo indiferenciado para volver a él tiene que cubrir exhaustivamente todas las combinaciones, todas las posibilidades de diferenciación. Pero por supuesto que las intersecciones de una simple onda permiten muchas otras variantes. En cualquier caso, la forma más simple de describir esa combinación de traslación y rotación, inmersión y eversión es con el concepto de torsión. Una morfología de vórtices es por necesidad una morfología de la torsión.
Planteamos la posibilidad de representación virtual de la secuencia no como una mera aplicación informática o una exploración interactiva sino tratando de encontrar su lugar propio dentro de nuestra imaginación. El punto de partida es la idea de que cada organismo recrea el todo tanto como puede; este doble movimiento de fuera adentro y de dentro afuera recuerda a los procesos aferentes y deferentes del sistema nervioso, y por lo mismo, también cabe suponer que tenga una relación profunda con la especialización de los hemisferios cerebrales. Si además pueden conectarse convenientemente los dos aspectos de la torsión con nuestros propios ciclos de acción y percepción en régimen de interacción, nuestra capacidad para concebir la morfogénesis y la morfodinámica aumentaría de un modo notable.
El propio Venis supone que la onda-vórtice ha de tener una relación estrecha con el haz o fibración de Hopf, un objeto matemático bien conocido en el estudio del oscilador armónico bidimensional, la dinámica de fluidos, la magnetohidrodinámica, el entrelazamiento cuántico, el monopolo de Dirac, la fase geométrica de un potencial y otros muchos aspectos de la física. Su análisis requiere variable compleja, pero antes de abordar la conexión con procesos físicos sería necesario un cauteloso estudio de las correspondencias matemáticas empezando por el propio cálculo. Ni que decir tiene que aquí hemos de contentarnos con meras observaciones.
Por ejemplo, en el paso de la geometría proyectiva o sintética a una geometría diferencial sintética que incluye movimientos, no se puede ignorar el déficit descriptivo, además de analítico, del cálculo ordinario. Sin buen análisis no hay buena síntesis, y el análisis estándar ni siquiera analiza correctamente la geometría física de los problemas, como lo evidencia el hecho de que un móvil que acelera en línea recta sea representado por una curva. Miles Mathis ha mostrado concluyentemente que el cálculo diferencial clásico, poco importa que se base en infinitesimales o en límites, siempre tiene como mínimo una dimensión menos que el problema físico, y esto no se puede pasar desapercibido cuando buscamos una representación razonablemente completa. El cálculo tuvo un humilde origen en el estudio de curvas pero con la algebraización del análisis la relación primaria entre cálculo y geometría quedó enterrada para siempre. Mathis propone un cálculo diferencial constante basado en un intervalo unidad para terminar de una vez con las velocidades instantáneas y los puntos ficticios. Por lo demás, una geometría diferencial sintética que parta de puntos puede ser discrecional pero en todo caso inespecífica.
¿Puede una representación gráfica virtual ayudarnos a visualizar dimensiones más altas o hipersuperfices complejas? Esta pregunta tiene trampa y la trampa es el punto esencial. Puesto que cualquier número de dimensiones es “sólo” representación en movimiento, pero por otro lado lo que queremos es reordenar esa representación y traerla más cerca de nuestra conciencia. Por una parte, sería perfectamente ilusorio pensar que la morfología puede alumbrar esa cámara secreta de la Naturaleza de la que habló Kant y que se hurtaría siempre a nuestros sentidos, puesto que nada que se base en conceptos y representaciones podrá nunca hacerlo. Pero la búsqueda de una descripción fiel nos acerca al equilibrio entre explicación y predicción, entre aritmética y geometría, entre participación y distancia, entre el análisis y la imaginación; pues además la imaginación ya emana directamente de esa misma cámara que está también en cada uno de nosotros. La zona de balance entre ambos extremos suele estar atravesada por un gran tráfico de datos pero también es potencialmente una zona de silencio.
En cuanto a las hipersuperficies en el plano complejo, aunque éste no necesite de justificación alguna en matemáticas, en física sí debería tenerlas, y en una morfodinámica de naturaleza descriptiva son completamente necesarias; y es obvio que el generador más directo de números complejos y propiedades no conmutativas es la rotación de los vectores. Esto nos devolvería a la dinámica del punto orientado en 6 dimensiones. El uso de números complejos en física no es sino una forma de tener más grados de libertad y dimensiones adicionales sin necesidad de justificarlas. Lo que nos preguntamos menos es si somos capaces de concebir el equilibrio en términos de dimensiones, y sin embargo esto es central en la secuencia de transformación.
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Si pensamos la morfología en términos de proyección e intersección pronto se presentan dos ideas contrapuestas pero casi equivalentes: la ausencia de causalidad, y la causalidad vertical. El término “causalidad vertical” ha sido propuesto por Wolfgang Smith en su interpretación perennialista y neoaristotélica de la mecánica cuántica. Aunque pueda sorprender a muchos, leer las perplejidades cuánticas en clave aristotélica no es nada nuevo, y ya Heisenberg dejó escrito que el dominio cuántico, “entre el ser y el no ser”, se corresponde bastante bien con lo que desde Aristóteles se entiende bajo el concepto de potencia.
Smith no se complica las cosas y afirma que el mundo del que se ocupa la física y la mecánica cuántica en particular no es el mundo de los cuerpos, sino el de la materia bajo el signo de la cantidad —la física se ocupa de lo mensurable, que sería un dominio ontológico completamente diferente que el que percibimos con nuestros sentidos. Volviendo a la terna tradicional cuerpo-alma-espíritu, Smith concluye que lo corpóreo está limitado en el tiempo y el espacio, lo anímico sólo por el tiempo y el espíritu por ninguno de los dos; los tres serían como el límite de una esfera, su interior y su centro.
El argumento de Smith puede resultar aceptable para la mecánica cuántica, pues ningún físico pretende que ésta se encuentre en el mismo plano de realidad que el mundo de nuestras percepciones, pero con la mecánica clásica y la cosmología hace aguas por doquier. No se puede apelar sin más a “formas substanciales” ignorando la capacidad formativa de fuerzas, movimientos y potenciales. Pocos físicos dudan del carácter real de la hidrodinámica o de los objetos y procesos astronómicos, aun si su estatus causal se hace más problemático a medida que nos alejamos en el espacio y retrocedemos en el tiempo.
En todo caso la mecánica cuántica estándar, la de la interpretación de Copenhague y las partículas puntuales sin extensión, es claramente incompatible con todas nuestras nociones de la realidad macroscópica, y en esto reside toda la fuerza del argumento de Smith, que así no necesita crear descripciones realistas o causales alternativas, como por ejemplo la de de Broglie-Bohm. No lo necesita porque simplemente no hay tal cosa como una “realidad cuántica”, sino solo una potencialidad que nosotros actualizamos desde nuestro mundo corporal macroscópico compuesto de materia y forma. Después de todo, y con un argumento muy elemental, Smith querría devolvernos al realismo.
Pero existe otra forma totalmente diferente de contemplar la causalidad vertical en la Naturaleza que no pasa por separar materia y forma de antemano, como hace Smith, para reunirlas luego a través de un mero concepto. Por otro lado, los físicos no han dicho nunca que el hilemorfismo sea erróneo, sino más bien que no les sirve de nada. Aquí hemos observado repetidamente que, no sólo los potenciales cuánticos, sino los potenciales físicos en general, al ser independientes de cualquier velocidad de transmisión, en realidad solo pueden ser acto puro, mientras que por el contrario las interacciones de las que se ocupa la dinámica, estando limitadas por la velocidad, requieren siempre un tiempo. La física, entendida como dinámica, subordina el potencial a la fuerza, pero no puede ser que lo que es instantáneo tenga que estar subordinado a aquello a lo que le lleva tiempo reaccionar.
Es legítimo plantearse la existencia de una causalidad vertical por encima de la causalidad eficiente u horizontal de las interacciones de que se ocupa la dinámica, desde el momento en que los potenciales no son reducibles a las fuerzas y entrañan un orden implicado de otra índole. El famoso orden implicado de Bohm es la resurrección de la armonía preestablecida de Leibniz de la mano de de Broglie; la gran diferencia es que la teoría del potencial retardado nos permite ver que esto también es aplicable a escala macroscópica. Pero, dado que un potencial no puede retardarse porque no tiene ninguna velocidad de transmisión, lo que no es simultáneo es la acción y reacción entre fuerzas, saltando por los aires el sincronizador global sobre el que está edificada tácitamente toda la física moderna. Las implicaciones de esto son muy difíciles de concebir.
Ya hemos visto en otras ocasiones que la mecánica relacional de Weber permite una reformulación de lo tres principios de la mecánica clásica que no pasan por la ley de inercia, ni por la constancia de las fuerzas centrales ni por la simultaneidad de acción y reacción de la sincronización global. En este sentido, la mecánica relacional, que tiene su precedente en las ideas de Leibniz, sería simplemente un fenomenalismo acausal. Por tanto no es necesario entender la causalidad vertical de modo literal puesto que la idea de que existe una causalidad horizontal que se extiende virtualmente sin límites sería simplemente otra ilusión. No hay ni horizontal ni vertical con respecto a un medio primitivo homogéneo e indiferenciado, por lo demás el único infinito verdadero; el contraste sólo surge cuando asumimos que puede haber una sincronización global en la dinámica, lo que además de metafísico envuelve una contradicción en los términos. La causalidad vertical es un orden implicado con lineas y capas temporales propias.
La idea de que el supuesto desfase del “potencial retardado” no puede ser tal y en realidad implica un tiempo propio estaría indirectamente refrendada por las propias implicaciones cosmológicos de la morfología de Venis. Venis habla de ramas temporales dentro de una jerarquía de escalas en la que sólo los vórtices de mayor escala pueden afectar a la rama temporal. Incluso anomalías como la deceleración de las sondas espaciales profundas se debería a una transición de escalas. Para Venis la realidad de estas ramas temporales sólo podría verificarse viajando a grandes distancias, saliendo de la esfera de influencia de una estrella o una galaxia; pero siguiendo el hilo de la mecánica relacional puede interpretarse que cada desfase del potencial comporta un cierto desvío. La diferencia entre el desfase del “potencial retardado” y el de la llamada fase geométrica es que el primero ya está incluido dentro de nuestras ecuaciones, mientras que la segunda no, y ha de considerarse como una curvatura adicional.
Pero, por supuesto, la fase geométrica no es privativa de la mecánica cuántica, como a menudo pretenden los mismos físicos, y existe a todas las escalas, pudiendo verificarse claramente en la locomoción animal o en sencillos experimentos con vorticidad en la superficie del agua. La interferencia afecta al flujo y la forma más sencilla de concebir la fase geométrica es como un fenómeno de interferencia. Pero, siendo un fenómeno universal, dependiendo del caso y descripción podemos interpretar la fase geométrica de muchísimas maneras: como un trasporte paralelo, como una autoinducción, como una curvatura o flujo de la forma simpléctica, como una intersección cónica entre superficies potenciales de energía, como una transición entre dimensiones, como una transición de escalas, como una torsión o un cambio en la densidad, como una transición de fase, como un punto de degeneración, como un potencial retardado, como la diferencia del lagrangiano, como una resonancia, como una interferencia holográfica, como un bucle, como un principio de esclavización, como un agujero o singularidad de la topología del movimiento, como una conversión entre giro y momento angular orbital, como un tiempo propio o línea temporal, como una memoria, como una interfaz o incluso de otras maneras que no tienen por qué ser excluyentes.
Sólo el grado de fidelidad en la descripción nos permitirá decidir cuáles de estas interpretaciones se ajustan más al caso; pero varias de ellas encajan perfectamente en lógica de la morfología de Venis. Bien puede decirse que, si los principios variacionales permiten una infinidad de causas, la fase geométrica nos brinda infinitas formas de ver la ausencia de causalidad. Y esta ausencia es la única luz que podemos arrojar sobre la llamada causalidad vertical; pero en todo caso se trata de algo que está abierto tanto a la descripción matemática como a la verificación experimental.
En la mecánica de contacto y fuerzas controlables asociamos la fuerza con la deformación; pero en las llamadas “fuerzas fundamentales”, como en la gravedad, no hay deformación cuando se produce movimiento, como en caída libre, sino solo en la situación potencial, como en los cuerpos sólidos sobre la superficie del globo. Si atendemos a la forma, es como si existiera un tercer estado de reposo; pero la mecánica basada en la inercia no puede extraer ninguna lección de esta llamativa circunstancia. En la mecánica relacional incluso las formas de las elipses, ya sea en órbitas planetarias o atómicas, dependen crucialmente del llamado potencial retardado. Los potenciales tienen un efecto definido en la forma, podemos imaginarlos como los paisajes y valles por los que transita la materia.
Continuando con la idea de proyección, ya hemos hablado en otras ocasiones de la suprema ironía que supone que el principio holográfico, surgido de las condiciones más extremas que la física teórica puede concebir, nos diga, después de haber elevado el número de dimensiones para una teoría de la gravedad a cuatro y para las teorías de cuerdas a diez o hasta a veintiséis, que en última instancia cualquier evolución física con toda su información es reducible, no ya a un volumen, sino a una superficie; cuando se suponía que procesos como la gravedad o el principio de Huygens de propagación de la luz no pueden operar en dos dimensiones. Sin embargo la ironía mayor es que el principio holográfico se basa en la fase geométrica, un suplemento a la mecánica cuántica que ni siquiera pertenece propiamente a ella: un bucle o curvatura añadida a la evolución unitaria, cerrada, del hamiltoniano. La fase geométrica no pertenece al espacio proyectivo de Hilbert, sino que refleja la geometría física del ambiente que no está incluida en la definición de un sistema cerrado. Y esta apertura de un sistema cerrado a su ambiente es lo que se supone que ahora define los límites de nuestra experiencia del mundo.
Si la fase geométrica equivale a una torsión, es una verdad enteramente trivial que la torsión de una superficie nos basta para describir cualquier forma concebible. Puesto que el principio holográfico es universal, hablar de la universalidad de la morfología de la torsión estaría igualmente justificado; la cuestión es cuántos grados de simplificación o síntesis admite este principio general, que en el fondo sólo nos dice que no conocemos nada salvo con la luz y en la luz. Los físicos se las ven y se las desean tratando de verificar experimentalmente el principio holográfico, pero si realmente es universal y lo tenemos por doquier lo único que hace falta es tirar del nudo corredizo que debería existir entre el “potencial retardado” y la fase geométrica; pues lo que nos dice este desfase es que hay un bucle de realimentación que depende del ambiente. De hecho, si se aplica el potencial retardado a la gravedad, los agujeros negros que trajeron el principio holográfico al primer plano se hacen imposibles porque con el aumento de velocidad disminuye proporcionalmente la fuerza.
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Es casi una asunción de la teoría de Venis que todas las ondas tendrían su origen en un único proceso, cambiando sólo las circunstancias de proyección o intersección. Comparto este punto de vista, cuya verdad tendría consecuencias más vastas que las que puede resumir cualquier tratado. Aún hoy existe un consenso general entre los físicos en que las ondas longitudinales del sonido y las transversales del electromagnetismo y la luz son procesos completamente diferentes sin posible conexión. Sin embargo, en octubre del 2021 el equipo de Shubo Wang en Hong Kong demostró la existencia de ondas de sonido transversales creadas con un metamaterial que acopla el giro o espín de la onda y su momento.
Se puede anticipar que este descubrimiento marca el comienzo del fin de las ideas preconcebidas que aún tenemos sobre las ondas, y que pronto encontrará su debida contraparte con la verificación de ondas longitudinales de tipo electromagnético. De hecho, unos meses antes un equipo de San Petersburgo había dispuesto otro metamaterial para producir fácilmente ondas electromagnéticas longitudinales. Las ondas electromagnéticas longitudinales no son enteramente desconocidas, como era el caso de las ondas acústicas transversales, pero su estatus teórico sigue siendo debatido. Debería haber sido siempre evidente su vínculo con las ecuaciones de Maxwell puesto que éstas son sólo un caso especial de las ecuaciones de fluidos de Euler, así como de las de Weber —incluso si Weber nunca predijo ondas electromagnéticas de ningún tipo. Están por supuesto las ondas longitudinales de Noskov asociadas al potencial retardado, que el autor ruso siempre vinculó directamente al sonido y la mecánica ondulatoria de gases y fluidos; el equipo de Shubo considera el campo de dispersión de las ondas como una proyección esférica del campo incidente en el que induce rotaciones no conmutativas y “conduce a las fases geométricas que dan cuenta de la conversión entre el giro y el momento angular orbital”.
Nos hemos detenido en estos descubrimientos recientes porque abren una vía nueva para contemplar la unidad de la Naturaleza, una vía que no pasa por la “unificación” de las fuerzas fundamentales conocidas sino por la exploración y reconstrucción de la unidad de la forma al tratar de representar la geometría física de los procesos. Por descontado, esta geometría física puede y debe incluir aspectos estadísticos. Cualquier distancia con el proyecto de la física teórica de unificación de las fuerzas fundamentales es poca, pues acercarse a la caracterización de esta onda primordial es acercarse a una perspectiva acausal y a la causalidad vertical que implica la proyección. Y puesto que la holografía acústica ofrece una analogía completa con la holografía óptica, y la fase geométrica permite controlar la forma del frente de onda, se debería poder estudiar mucho más fácilmente la relación crítica entre los potenciales retardados “normales” y las fases geométricas “anómalas”, lo que además proporciona el vínculo clave entre mecánica ondulatoria, dinámica y morfología.
Desde el punto de vista relacional no hay causas en el sentido mecánico sino relaciones, y la coimplicación de estas relaciones tiene una profundidad aún enteramente por explorar. Se abre entonces una nueva perspectiva sintética, pero la geometría física de la que hablamos es obviamente mucho más que cualquier cinemática; esta sería la mayor limitación de una mecánica relacional como la de André Assis, quien por otra parte plantea un tema de gran calado al sustituir el principio de inercia por el de equilibrio dinámico de suma cero de fuerzas.
En una dirección afín a la adoptada por Duhem al intentar unir mecánica analítica y termodinámica, aunque basándose en un argumento sugerido por Landau & Lifshitz, Mario Pinheiro ha propuesto una reformulación ergoentrópica de la mecánica, definida por un equilibrio entre la variación mínima de energía y la producción máxima de entropía. Puesto que estas son las dos tendencias más fundamentales que podemos observar en la Naturaleza, es más que razonable tratarlas de forma conjunta integrando consistentemente el movimiento de rotación con vorticidad y el de translación.
La entropía, tal fue concebida por Clausius como tendencia a un máximo, ya entrañaba una finalidad espontánea; a lo que no han respondido nunca los físicos es a qué pueda deberse el componente descaradamente teleológico del principio de acción. Con una formulación de equilibrio entre ambos esta segunda parte parece más comprensible. Boltzmann creó una formidable confusión al equiparar la entropía con el concepto subjetivo de desorden, pero, como ya dijo R. Swenson hace más de treinta años, «el mundo está en el asunto de la producción de orden, incluida la producción de seres vivos y su capacidad de percepción y acción, porque el orden produce entropía más rápido que el desorden”.
Si la entropía no es un subproducto de la mecánica, sino que se halla dentro de las mismas condiciones de equilibrio de esta última, el sentido de los procesos físicos cambia por completo. Una formulación de equilibrio interno como la de Pinheiro supone que siempre hay energía termodinámica libre en el ambiente, es decir, un desequilibrio “externo”; por lo mismo, la propia mecánica emergería de un fondo abierto e irreversible. En el marco ergoentrópico, los sistemas están sujetos a fuerzas externas pero reaccionan a las restricciones externas con movimiento de rotación vortical y de disipación, con una conversión directa de movimiento angular en movimiento lineal vía torsión topológica. Por tanto, esto también tiene interés a nivel morfológico y causal.
Pinheiro retorna al célebre experimento del cubo de agua de Newton y nos da una interpretación que no es ni la del espacio absoluto del autor de los Principia ni la relacional en la línea de Leibniz o Mach que atribuye la formación del vórtice al marco de las estrellas distantes. Puesto que creemos que el principio de inercia es enteramente prescindible, siempre nos hemos inclinado por la interpretación relacional; sin embargo la interpretación de Pinheiro añade un elemento necesario, puesto que en un caso como este no podemos prescindir sin más de la causalidad local. «Lo que importa es el transporte de momento angular (que impone un balance en la fuerza centrífuga empujando el fluido hacia fuera) compensado por la presión del fluido”.
El paso de la materia a zonas de mayor presión ya es un exponente de la segunda ley de la termodinámica, y además el hecho de que al agua le lleve tiempo adquirir su concavidad habla elocuentemente de la presencia de la fricción. Pero, por otra parte, la vorticidad dentro del cubo de agua recuerda también el caso hipotético de una partícula extensa, con rotación intrínseca a la vez que atravesada por una onda en conformidad con el “potencial retardado”. Lo que ahora llamamos causalidad local no puede entenderse nunca more geometrico, sino, como las mismas ondas electromagnéticas y tantos otros procesos físicos, en algún lugar a mitad de camino entre la geometría y la estadística; la causalidad local sería la reacción no determinista a la causalidad global, que es otro nombre para la causalidad vertical o la unidad. Incluso hoy, un experimento tan simple como el del cubo de Newton nos permite hacer otra lectura de la conexión entre las fuerzas centrales y las no-centrales o periféricas.
Hemos hablado con frecuencia de tres equilibrios fundamentales en física y en electrodinámica en particular: el equilibrio dinámico de suma cero, el equilibrio ergoentrópico entre la mínima variación de energía y la máxima entropía y el equilibrio de densidades con un producto unidad. Tales equilibrios apenas se contemplan en los marcos actuales y cuando eventualmente se considera uno de ellos no se relaciona debidamente con los otros dos. Estos tres equilibrios tan básicos deberían poder alinearse con el equilibrio morfodinámico en medio de la secuencia de Venis, que en cierto sentido recuerda al llamado “flujo potencial” de la dinámica de fluidos. Naturalmente, este equilibrio central tiene ramificaciones en una gran variedad de circunstancias diferentes.
Dijimos que Venis menciona como posible vía de acercamiento matemático a su morfología la fibración de Hopf con uso de variable compleja. En una morfología del flujo y la torsión que mantenga el énfasis en la descripción debería investigarse la relación entre el uso de los números complejos y la rotación, de estos dos elementos con el tiempo y el potencial retardado, y de todos ellos con la proyección atemporal y la causalidad vertical. Por supuesto, cualquier idea de causalidad forma parte de una complexión de conceptos, pero una vez que se empiece a profundizar en la morfología como conocimiento de la figura y la configuración, esto afectará a nuestras ideas sobre espacio, tiempo y causalidad; materia, forma y movimiento.
3. Individuación y singularidad
En la onda-vórtice hexadimensional de Venis hay una conjunción de lo más concreto y lo más abstracto. De lo concreto, porque se puede seguir la evolución de su forma de un modo a la vez intuitivo y lógico, y porque se basa enteramente en la noción más simple del flujo. De lo abstracto, habría que decir tal vez entre comillas, no porque involucraría una hipersuperficie en seis dimensiones no enteras, ni porque siempre parece haber algo en su movimiento que se nos escapa, sino porque en su conjunto no se corresponde con ninguna “cosa” u objeto estático, sino únicamente con procesos. De hecho, nada podría ilustrar mejor algo a menudo tan irrepresentable como la filosofía del proceso y el devenir, desde Heráclito a Whitehead o Simondon.
Seguramente no es casualidad que fuera Whitehead el primero en formular una geometría libre de puntos, a la que siguieron más tarde, por motivaciones diferentes, las topologías sin puntos. Alejándose de la teoría de conjuntos, la teoría matemática de categorías cumplía finalmente el programa de Aristóteles de hacer explícitas las categorías de los conceptos. Se desarrolla la geometría diferencial sintética, y, en general, el moderno concepto matemático de topos coincide de forma sorprendentemente precisa con el definido por el filósofo griego: el límite del cuerpo envolvente según dónde toca lo que envuelve. René Thom también fue acercándose más y más a los conceptos aristotélicos en su “esbozo de Semiofísica”; son ejemplos tan sólo de cómo el intento de pensar las formas y lo orgánico, nuestra realidad tangible más inmediata, ha generado un movimiento de abstracción matemática al nivel más fundamental —de conceptos nuevos que sin embargo conectan en profundidad con el primer pensador del organismo. El hoy omnipresente lenguaje de la homología y la cohomología tiene una gran afinidad con la morfología pues es natural tratar un vórtice como un defecto topológico, pero la abstracción algebraica extrema de la especialidad ha conseguido separarlo de su conexión intrínseca con procesos formativos directamente observables.
Nuestra noción de proyección parte idealmente de un punto, pero ya vimos que la idea de punto del cálculo diferencial está disociado de la geometría física y que tal disociación tiene fácil solución. La geometría diferencial sintética surgió como un intento de Lawvere de dar una base axiomática a la mecánica del continuo pero deja intacto el análisis de las dimensiones del cálculo clásico y por ello sigue sin acceder a la geometría física que la morfología demanda.
La noción de partícula puntual, que como ya vimos viene prescrita por las limitaciones de la relatividad especial, es un ejemplo entre otros muchos de pseudoindividuación física de una entidad. La interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica cree en la identidad de partículas individuales, pero la misma caracterización de sus aspectos pasa inevitablemente por criterios estadísticos. Vemos así que un concepto matemático irreductible, como es el punto, tiene una aplicación física y diferencial deficientes que se alían además con el nominalismo congénito de toda la ciencia moderna. Desde un punto de vista configuracional, centrado en la geometría física, no debería haber contradicción entre la caracterización geométrica y la estadística, sino que ambas se implican mutuamente.
Dicho de modo más directo, para nosotros ser individuo es ser singular, pero no se es irreductiblemente singular sin la contribución de la idea de punto que implica una larga evolución abstracta de conceptos. Lo mismo ocurre en nuestra cosmología, con la idea de singularidades iniciales y finales, por no hablar de los agujeros negros. Estas singularidades sólo nos parecen posibles no sólo por nuestras nociones de punto en el espacio y el tiempo sino también por el hecho de llevar el principio de inercia y las fuerzas centrales hasta sus últimas consecuencias, y ya hemos visto que en una mecánica relacional no existen tales evoluciones. Los físicos que especulan con los agujeros negros hablan de información irrecuperable, pero lo que no se advierte es que el mismo principio de inercia hace irrecuperables aspectos de la geometría física que contienen información de orden morfológico.
Probablemente el último gran teórico de la individuación fue Gilbert Simondon. Simondon hizo una exhaustiva crítica del principio de individuación aristotélico y en líneas generales su contribución es de gran valor, aunque siempre queden dudas de si el Aristóteles que critica es realmente el filósofo griego o más bien sus derivaciones escolásticas. En cualquier caso no vamos a discutir esto puesto que lo que ahora nos importa es la alternativa que ofrece a dicho principio con su idea del proceso de individuación y el límite último de su contorno en esta nuestra época de nominalismo extremo.
Tampoco es por casualidad Simondon uno de los pensadores que más claramente aspira a situarse en un punto medio entre la física y la biología; al menos es ahí donde quiere situar la individuación física, ya que la individuación psíquica y la social las ve claramente como procesos con grandes semejanzas pero de otro orden. Para el francés no puede pensarse lo individual sin contemplar igualmente lo preindividual y lo transindividual. Lo individual surgiría como un desfase del potencial; esta fórmula es un modo de pasar de la causalidad física a la causa de la individuación, es decir, a su proceso mismo. Simondon no relaciona directamente este desfase con el desplazamiento de la fase geométrica, entre otras cosas, porque en 1958 ni siquiera los físicos usaban el término. Algunos han cuestionado si su aplicación de conceptos físicos es legítima, pero lo cierto es que el filósofo demuestra ser más consciente de la importancia de este desfase, no sólo que los físicos de su época, sino también que los de los tiempos presentes.
Es necesario insistir, dado lo arraigado de nuestras ideas preconcebidas: que la fase geométrica cierre el contorno de cualquier forma es, en principio, un hecho tan trivial como decir que toda forma ha de estar circunscrita por su ambiente. Pero esto sólo resultaría trivial si la física con la que se ha descrito el sistema no se hubiera construido desde el comienzo de espaldas a las influencias del ambiente de fondo. Es por eso que fenómenos como el llamado efecto de Aharonov-Bohm, que en absoluto es exclusivo de la mecánica cuántica, crearon semejante desconcierto entre los físicos. En una mecánica relacional como la que articula Assis reformulando los tres principios, ni las fuerzas son constantes porque dependen siempre del entorno, la sincronización depende del desfase del potencial y el principio de inercia es sustituido por el equilibrio dinámico. El principio de inercia es contradictorio en sí mismo, puesto que nos pide que consideremos “un sistema cerrado que no esté cerrado”. Y sin embargo esta contradicción es el eje del dinamismo de la física moderna, de su “creatividad” para lo bueno y para lo malo. Pero dentro del contexto inercial de la física moderna, en el que también la mecánica cuántica sigue siendo encajada, es imposible apreciar la diferenciación temporal de cada entidad. El principio de inercia pide que todo esté ahí fuera: es la base de la construcción de la Ley como pura exterioridad. Pero en sí mismo no tiene nada de necesario, sólo transcribe los fenómenos a la interpretación más externa posible. Según este principio, nada puede tener tiempo propio, y por lo tanto su forma sólo puede ser accidental.
Si se comprende bien esto, es mucho más fácil entender las diversas aproximaciones de Simondon al concepto de individuación, tanto en el plano físico como en el morfológico. Por ejemplo: “El individuo es la resolución parcial y relativa que se manifiesta en un sistema que contiene potenciales y encierra una cierta incompatibilidad en relación consigo mismo, incompatibilidad compuesta por fuerzas en tensión tanto como por la imposibilidad de una interacción entre términos extremos de las dimensiones”. O: “La individualidad es una resolución de una incompatibilidad inicial rica en potenciales”. O bien: “se podría decir que el único principio por el que uno puede guiarse es el de la conservación del ser a través del devenir”. O su visión del individuo como comunicación entre distintos órdenes de magnitud, macro y microscópicos; todas estas fórmulas verbales se encuentran en perfecta sintonía con las descripciones del proceso de transformación en Venis.
Venis, siempre cauteloso en sus juicios, es el primero en aportar indicios de que la secuencia de transformación podría no estar completa. Señala también con acierto que si la morfología vortical no tiene una fácil traducción al dominio de la materia orgánica es debido a la presencia en esta de varios estados de equilibrio simultáneos. La coexistencia de estos equilibrios y su compromiso podría ser, tal vez, la clave más importante para la complejidad biológica aparentemente irreductible —y también para una teoría general del desarrollo y el envejecimiento.
Hoy la biomatemática se desarrolla exponencialmente pero, como tantas áreas, no por avances teóricos sino por la fuerza bruta de la computación y la minería masiva de datos. El análisis masivo de datos biológicos no puede confundirse en modo alguno con la biología teórica, pues esta última debe aspirar a comprender el problema que ya planteó Aristóteles, a saber, cómo es posible la vida como existencia de agentes autónomos. La teoría de la evolución no se ocupa de esto, sino que más bien da la vida por supuesta. Tampoco la evolución molecular, que lo cifra todo en la autorreplicación del ADN o el ARN; pues no sólo pueden replicarse también péptidos cortos, sino incluso vórtices de materia inorgánica en determinadas condiciones de flujo estratificado. Estos vórtices son tan robustos que pueden sobrevivir indefinidamente aun en condiciones posteriores de turbulencia.
Hasta los aminoácidos en hélice tienen un grado de vorticidad, pueden ser sometidos a torsión y exhibir definidas fases geométricas: es decir, tienen una sensibilidad crítica a su ambiente que es lo único que puede explicar cosas como que las mismas enzimas puedan crear distintas proteínas dependiendo del entorno. Pero ya hemos visto que el vórtice ergoentrópico de Pinheiro o los sistemas con potencial retardado tienen una capacidad de autoajuste o realimentación que no se contempla ni en la mecánica clásica ni en la cuántica. Esto es anterior y mucho más básico que la autorreplicación. La idea de que la materia es ciega es insostenible: la materia ve a través de la forma. Y en cierto sentido, ve mucho más que nosotros.
Y es que la materia misma sería sólo una configuración. Si hoy es un tópico contraponer el reduccionismo fisicalista, que concibe las propiedades observables como resultantes de la interacción de partículas de materia, con el emergentismo, que, descendiendo en línea directa de Aristóteles, afirma la aparición de configuraciones irreductibles y que el todo es siempre más que la suma de sus partes, está claro que la morfología estará siempre de este último lado. Y si se distingue entre una “emergencia débil”, en la que el nivel superior no puede modificar el inferior, y una “emergencia fuerte”, en que sí es posible la causalidad descendente, también resulta fácil apoyar esta segunda tesis desde el punto de una morfología del vórtice.
La llamada causalidad descendente, aún en plena controversia, no tiene porqué ser sinónima de la causalidad vertical aunque ambas pueden solaparse fácilmente. Tal vez la principal diferencia es que la causalidad vertical es de momento un término más bien negativo y demasiado abierto, mientras que cuando se habla de causalidad descendente se quiere prestar más atención a los detalles y a los aspectos positivos de la mediación entre diferentes estratos físicos. Si lo que entendemos por causalidad vertical es más bien el orden implicado y la sincronicidad intrínseca del potencial a todas las escalas, una y otra pueden coincidir sin la menor dificultad puesto que en cualquier caso la causación descendente también tiene lugar por mediación del ambiente, lo que en absoluto significa que haya un solo medio de causación, sino más bien todo lo contrario. Como decíamos, si los principios variacionales de la dinámica, admiten un número infinito de causas, las fases geométricas admiten infinitas formas de interpretar la ausencia de causación, esto es, de interacción; todo depende de si atendemos a la fuerza controlable o al potencial. Que la mecánica cuántica no es completa lo demuestra concluyentemente la fase geométrica; lo que no sabemos es hasta dónde puede extenderse el bucle de su realimentación.
Investigadores de la complejidad como Stuart Kauffman o Danko Nikolić subrayan que la causación descendente no se puede defender consistentemente sin un respeto profundo por los detalles y circunstancias del “sistema” u organismo en cuestión. El recurso a la causación descendente tal vez puede hacer posibles avances sustanciales, no sabemos si decisivos, en áreas y problemas específicos, ya sea en química, biología, psicología, neurociencias o sociología, y de hecho el concepto fue propuesto primeramente por Donald T. Campbell, un científico social, en el contexto de sistemas biológicos organizados jerárquicamente —aunque ya Kant postuló que los organismos son causa y efecto de sí mismos. Pero también existen procesos físicos bien conocidos y robustos, como la convección de Bénard o los mismos vórtices autorreplicantes mencionados, que la ejemplificarían de la forma más patente. Que un vórtice pueda sobrevivir a la turbulencia no es menos merecedor de respeto, un respeto que también pide atender a los detalles de cómo es eso posible.

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Al tratar sobre el principio de individuación, Leibniz hace otra gran concesión al nominalismo y zanja el problema afirmando que en realidad sólo existen individuos. Mucho antes de postular la existencia de mónadas o sustancias simples, Leibniz contempla también los aspectos físicos y matemáticos relacionados con las superficies de individuación de los cuerpos en el contexto de un plenum fluido para llegar a la conclusión de que las formas carecen de entidad real y tienen siempre un componente imaginario vinculado a nuestra percepción. La posición subyacente en la morfología de Venis coincide en lo esencial con esta, por más que procure eludir los pronunciamientos metafísicos. Sin embargo la postura de Leibniz tampoco niega el componente objetivo; como hemos visto, en la mecánica relacional siempre hay un feedback con el ambiente, de modo que uno puede interpretar legítimamente los ciclos de acción-reacción como ciclos de acción-percepción. Cada potencial físico no es meramente una posición, sino una auténtica perspectiva: la circunstancia del ambiente desde la perspectiva del agente.
Lo individual implica lo preindividual lo mismo que una forma presupone el ambiente o el desfase un potencial previo. Ese excedente en curso dentro de lo individual busca trascenderse tanto en el plano horizontal, o transindividual, como en el vertical que se ha solido llamar trascendente; y sin embargo ambos serían proyecciones sobre el sí mismo, el medio homogéneo e indiferenciado. Aristóteles apelaba a una entelequia para explicar la autonomía del organismo; Leibniz y Goethe mantienen la misma idea. Simondon prefiere desplazar la cuestión al proceso mismo, pero en la morfología de Venis la misma simetría del flujo sugiere un principio reflexivo o sí mismo incluso en medio de lo informe. Esta sería la forma más inmanente de captar algo que es totalmente inmediato y a la vez enteramente metafísico, o si se quiere, trascendental.
En el fondo del individuo, como en el fondo de la conciencia, está lo simple e indiviso, más que lo singular; cualquier singularidad o forma sólo puede existir en contraste con este fondo sin cualidades. Si en un medio homogéneo con una densidad unidad imaginamos la aparición de dos volúmenes separados con un cambio de densidad recíproco, ello no parece posible sin el surgimiento de una torsión que los conecte. El que en este fondo o medio homogéneo sea imposible distinguir lo lleno de lo vacío ni la conciencia de la materia, hace fácil hablar de un “monismo neutral”, pero desde luego esto es sólo una posición filosófica, que como cualquier otra se complica al tratar de definirla con mayor precisión. Para eso es mejor pensar que el vacío es la forma y la forma es el vacío, y atenerse a ello.
Toda forma es mente y se comunica con otra mente mucho más minuciosa y más vasta, pero desde el punto de vista que impone la inercia, no es posible “recuperar la información”. Toda mente es espíritu porque el espíritu es intelecto y voluntad, pero para la inteligencia no es posible recuperar la voluntad que ha sido invertida en ella.
Un vórtice es un proceso autocontenido, que parece tener entidad y masa propia a la vez que sigue estando conectado al conjunto —pues no puede existir sin contacto permanente con el fondo del que emerge. Se abre y se estira, se dilata y se contrae siempre con su ritmo propio, de forma muy similar al corazón, que en realidad es una banda muscular espiral actuando como un resorte y regulando el flujo de la sangre también en trayectorias helicoidales. Pero todos los órganos animales y vegetales pueden considerarse como distintos tipos de vórtices congelados en estados diversos de evolución y equilibrio.
Sin duda puede verse la secuencia de transformación como un arquetipo del proceso de individuación y sus etapas, una configuración efímera dentro del medio homogéneo con el que nunca pierde el contacto. Sin embargo aún está por interpretar la correspondencia entre la evolución de la secuencia y el proceso de crecimiento, madurez y envejecimiento. Se hace necesario distinguir lo abstracto de lo concreto en la secuencia del vórtice antes de volver a unirlo, y lo mismo debería hacerse para el desarrollo del organismo en términos de flujo y obstrucción, para poder luego apreciar los puntos en común y las diferencias.
Este puede parecer un problema extremadamente complejo y sin embargo contiene un principio muy simple, al que nada nos impide acceder. La medicina moderna, que tales montañas de información ha acumulado sobre las enfermedades, ni siquiera se ha preocupado por encontrar una definición funcional de la salud, como puede ser por ejemplo el principio de eficiencia de Ehret, que dice que la vitalidad es igual a la potencia menos la obstrucción (V = P − O); Esa potencia P se tiende a identificar con la presión y la energía, y la obstrucción O con la tensión y la materia, y entre ambos, a un nivel biomecánico constitutivo, tenemos la frontera de la deformación. Puesto que estas variables entran de lleno en la lógica más elemental del flujo, también pueden asociarse a la secuencia de transformación sin mayor dificultad.
Hay un principio fundamental del desarrollo, incluido el desarrollo económico y social, que, por algún buen motivo es permanentemente ignorado: el principio de restricción creciente de los sistemas complejos, que también puede relacionarse sin gran dificultad con el principio de eficiencia, así como con la secuencia de transformación. Y otros aspectos básicos como el principio de mínima acción entendido como movimiento a lo largo de los caminos con menor curvatura o restricción, el principio de máxima acción en tamaño o escala, el principio de máxima producción de entropía, o la densidad de flujo de energía por masa, que como señala Eric Chaisson es un indicador del grado de complejidad mucho más simple y fiable que la producción de entropía. Aunque se trata de aspectos muy distintos, todos ellos y otros confluyen en la evolución de una entidad individual como proceso de flujo.
Seguramente lo más esencial de este proceso es algo muy simple y perfectamente inteligible para cualquiera. Seguramente también se trata de una ley interna y cualitativa que puede entenderse sin necesidad de medidas, cantidades físicas y aparato matemático. Si mentamos estos conceptos físicos tan tardíos y elaborados es porque, poniéndonos en el mejor de los casos, ellos también se pueden beneficiar de su convergencia en una complexión mucho más simple. La ley interna de la individuación es reflexivamente simple pero permite conectar aspectos muy complejos de los organismos así como de estructuras matemáticas abstractas; es por eso que la secuencia de Venis plantea sin decirlo una verdadera morfología simpléctica, tomando esta última palabra no en el sentido matemático que le dio Weyl sino atendiendo a la complexión de lo causal en el fenómeno de la forma. Fue el mismo Goethe quien dijo que la causalidad no sólo tenía longitud sino también amplitud; ahora le concedemos altura, y sería este despliegue de implicaciones de las dimensiones causales el que permite simplificar lo complejo.
Pero, ¿qué es una “ley interna”? Hasta hoy, aún bajo el influjo de la ley de inercia, todas las leyes físicas se consideran externas. Pero la inercia no es una ley, sino un mero principio que puede ser sustituido por otros, como el de equilibrio dinámico: este demanda una suma cero entre todas las fuerzas que actúan sobre cualquier punto en cualquier estado de movimiento. No es lo mismo ver un proceso cualquiera, así sea el envejecimiento orgánico, como regido por la inercia, que como un equilibrio entre factores.
La ley externa es odiosa para lo vivo y siempre lo será. Este es el aspecto crítico de la religión que aún se perpetua íntegramente en la ciencia y en lo social. Pero la “ley interna” de lo vivo de la que hablamos es tan interior que ni siquiera es posible internalizarla, como se ha hecho siempre con las religiones, las leyes o la instrucción. De hecho, bien puede decirse que ni siquiera es interna, sino que es íntima, lo que es otra forma de decir que en ella dejan de distinguirse lo interior y lo exterior. Es esta ley la única que nos interesa, porque es la única que nos conecta directamente con lo informe del Principio. La ley externa nos obliga y nos parece tal sólo en la medida en que desconocemos la propia ley, eso que la lengua sánscrita denominó Swadharma.
4. Una Vía Media
La morfología de Venis, una suerte de hilemorfismo no dual, se inspira o al menos usa como hilo conductor la cosmovisión extremo oriental del yin y el yang, pero la dialéctica de los pares de opuestos existe en cualquier cultura y es sólo un método de aproximación entre otros; Goethe mismo habla de sístole y diástole, de syncrisis y diacrisis. Lo verdaderamente importante es buscar el equilibrio entre explicación y predicción por medio de la descripción adecuada. Insistimos en que el gran déficit de la ciencia sigue estando en el nivel de descripción de los fenómenos, y nuestros modelos matemáticos nos han acostumbrado a sustituir la infinitud fenoménica por una infinitud matemática con una muy pobre correspondencia.
El método dialéctico procede por asimilación y en ese sentido permite fácilmente aproximar una problemática al nivel de la experiencia; también tiene la ventaja de que nos permite advertir pronto la ambigüedad fundamental de cualquier cuestión que se plantea entre extremos. No hay cuestión importante que no se pueda simplificar hasta el extremo manteniendo un núcleo patente de significación que acostumbra a coincidir con su ambigüedad fundamental; ambigüedad que sin embargo pronto escapa del umbral de atención de la conciencia.
La morfología se encuentra en una tierra de nadie entre la matemática, la física y la filosofía natural, y por lo tanto también en su conjunción, algo de lo que pueden beneficiarse diferentes saberes. Richard McKeon definió con gran nitidez los cuatro métodos básicos de la filosofía —dialéctico, problemático, logístico y operacional- e insistió en que no hay cuestión que se presente en una cualquiera de estas posiciones que no pueda trasladarse a los términos de las otras tres. Hasta ahora la filosofía apenas ha sabido extraer lecciones de esta arquitectura interna pero para una perspectiva general la matemática puede encontrarla de más utilidad que la división convencional de sus dominios en aritmética, geometría, álgebra y análisis.
Sin duda, no hay nada imaginable que las matemáticas no puedan trasladar a su lenguaje de equivalencias, igualdades e identidades; el problema es más bien el contrario, que la matemática ha dejado muy atrás el mundo que somos capaces de percibir y representar. Si tan solo dedicara una pequeña parte de sus fuerzas a dar cuenta fielmente de las apariencias, la ciencia sería muy diferente. Incluso postulados que parecen tan poco científicos como el de la polaridad de los colores de Goethe, con su fundamento perceptivo indudable, habrían encontrado su correspondiente “continuación analítica”; pues el color está dentro de la luz-oscuridad como la luz-oscuridad está dentro del espacio-materia. El hombre sólo puede percibir su propio mundo, pero en su mundo ya está implicado todo lo demás; cualquier intento de trascender sus propios límites ignorándolos o intentando derribarlos solo conduce a la pérdida de sentido y a la disolución de su propio ámbito. Y así, casi todo en la ciencia moderna es por activa y por pasiva fuerza de disolución.
Si la matemática, la física, las teorías de la complejidad y las ciencias de la computación continuaran expandiéndose y fecundándose mutuamente al mismo ritmo que hoy durante mil años, aún seguirían sin dar con una clave propia para la morfología; y si lo hicieran durante dos mil años tampoco. Tal vez eso pueda dar cierta de su valor, aunque todos sabemos que no se encuentra nada sin buscarlo activamente. Esa es la cuestión: las ciencias mencionadas tienen ya su propio impulso e inercia que nada puede cambiar, sólo una creación de una nueva ciencia desde cero podría superar sin obstrucciones las deficiencias de sus predecesoras.
Algo que tiene tal potencial estratégico no pasará mucho tiempo desapercibido para los grandes poderes, pendientes siempre de capturar la iniciativa simbólica en cualquier campo. Y puesto que hoy es imposible hacerse la menor ilusión sobre la ciencia y a qué sirve, es obligado tener en mente lo peor y lo mejor que le puede suceder a la morfología en esta última carrera, pues realmente la morfología, como teoría de la individuación, es el producto más acabado del nominalismo así como su punto de inflexión.
Spengler, primer proponente de una morfología de las culturas, advirtió hace un siglo que en el fondo somos indiferentes a la idea de causas y vaticinó el advenimiento de una “ciencia fisiognómica” general que, más allá del milenio, envolvería finalmente al resto de saberes particulares trascendiendo las mezquinas ideas de causalidad; pero sus palabras pasaron pronto al olvido y nadie supo qué hacer con semejante profecía. Y sin embargo, como ya hemos visto, la erosión gradual de la idea de causa en las mismas ciencias ha continuado su proceso imparable, un proceso que comenzó su pendiente ya desde la teoría de la gravitación universal y su subordinación de la descripción a la predicción.
Claro que Spengler señalaba hacia algo a la vez anterior y posterior a la idea de causalidad. La recíproca ordenación de espacio, tiempo y causalidad es sin duda un logro tardío, pero el sentido de la dirección interna y de lo irreversible ha existido siempre y siempre existirá. Spengler opone la Historia a la Ciencia Natural y la sangre al cálculo, pero en la morfología del flujo y la torsión la causalidad en el sentido más elemental y la dirección interna coinciden por necesidad.
La ciencia fisiognómica de Spengler, ese último despliegue fáustico liberado ya de la idea de causas, sería una morfología histórica comparada en el que la física no pinta nada. Tal vez lo que Turchin bautizó con el nombre de “Cliodinámica” tenga algo que ver con esto; aunque las cronologías, estadísticas, sociometría, ecología, biología evolutiva, etc, constituirían, en el mejor de los casos, sólo una fase preliminar para tratar de acceder al interior del latido histórico, eso que el filósofo alemán llamó “el alma de las culturas”. Pero, dado que estas tentativas transdisciplinares siempre tienen una base precaria —como toda otra teoría de la complejidad- si además aspiran a predecir el futuro, difícilmente pueden situarse en el interior de un proceso puesto que la predicción exige salir de la corriente y abstraerse del contexto.
Aunque Spengler oponía la fisiognómica a las ciencias naturales, con el reinado de la correlación su carácter envolvente y paracausal puede extrapolarse fácilmente a lo que ahora ocurre con la computación, la minería de datos, los sistemas expertos, la inteligencia artificial, la vigilancia o el marketing y la medicina personalizados. Lo que hoy hacen las redes de aprendizaje automático, con bases de datos individuales y su comparación exhaustiva y sistemática, desde datos e imágenes médicas al reconocimiento facial o de huellas dactilares —a menudo con la concurrencia de la morfología matemática- entrarían de lleno en esa fase preliminar que podríamos llamar “fisiognómica analítica”, “fisiognómica estadística” o “fisiognómica sin alma”. Pero está claro que, en este proceso imparable, ningún alma va a nacer por generación espontánea de la estadística.
Así, aunque nadie hable hoy de “fisiognómica”, es evidente que dentro del gran tráfico de datos hay una abrumadora tendencia al control algorítmico y biométrico que quiere descender desde las instancias del poder hasta los más íntimos recovecos del individuo. La misma computación se realimenta y adopta otras formas al tratar de reproducir los distintos campos semánticos de lo individual, que, entendidos a la manera de Simondon, pueden ir mucho más allá de los individuos biológicos humanos. Naturalmente, si toda esta tendencia ya la pudo presentir el mismo Spengler, forma parte del fatum, y por lo mismo no tiene nada que ver con la morfología simpléctica de la que hablamos. Esta no es una convergencia, sino un aparte de todo lo anterior, e incluso una destilación consciente de lo rechazado por las otras ciencias.
Hay también algo en China que gravita intensamente tanto hacia la morfología como hacia la fisiognómica, con un margen todavía muy amplio de indecisión. La cultura china tiene un marcado interés por el proceso de individuación que en gran medida se sigue de su extremo nominalismo y del hecho de que, siendo la geometría y la morfología en gran medida antitéticas, la histórica falta de desarrollo de la geometría en China tenderá a compensarse espontáneamente con un gran desarrollo de la morfología. Por otro lado, no deja de ser uno de esos fabulosos contrapuntos que el origen del código binario se remonte a la lectura logicista de Leibniz de los hexagramas chinos del Libro de los cambios.
Hemos dicho en otra ocasión que los límites de una ciencia como la matemática vienen dados por su criterio de aplicación y su grado de receptividad ante los fenómenos; pero también nuestra idea de la causalidad depende de ambos. El criterio de aplicación básico viene dado por nuestra idea del cálculo o análisis; también hemos repasado algunos de los motivos por los que cabe pensar que ni siquiera hemos llegado al fin de la primera etapa del análisis y de nuestra aplicación general de las matemáticas, que sería la toma de conciencia de que el cálculo diferencial desciende de lo global a lo local sin verdadero fundamento. Si acertamos a tocar fondo, al término de esta fase le seguiría otra de ascenso en la abstracción a partir de la geometría física de los fenómenos, a la que seguiría otra final de descenso en función de su conocimiento de la causalidad descendente y vertical.
Si se pretende concebir tales fases como un desarrollo histórico, entonces es imposible saber qué periodos de tiempo las separan, si lapsos como el que media entre Newton y nosotros, u otros mucho mayores como el que va de Arquímedes a Leibniz; pero también pueden verse de una forma perfectamente intemporal, como movimientos del espíritu que a menudo ya están potencialmente presentes incluso dentro de la demostración de un simple teorema.
A modo de contraste, pueden compararse estas 3 fases con los tres niveles de civilización según la escala de Kardashev. Esta es una escala de desarrollo basada en la cantidad de energía que una civilización puede extraer del entorno: una civilización tipo I usaría toda la energía disponible en un planeta —algo de lo que aún estaríamos lejos-, una civilización tipo II usaría toda la energía disponible en su estrella natal, y una civilización tipo III usaría toda la energía de su propia galaxia. Es una lástima que la escala original no incluya el aprovechamiento energético de los agujeros negros, que es donde termina invariablemente esta clase de lógica, aunque tengo entendido que cosmólogos posteriores han corregido esta carencia. Y como todo es poco, otros han añadido un tipo IV y un tipo V, que harían lo mismo con universos y “conjuntos de universos”.
En cualquier caso está claro que una escala basada simplemente en la extracción de recursos es la escala de los pobres diablos. Es poco probable que si tuviéramos un conocimiento profundo de la Naturaleza y de nosotros mismos pensaríamos en viajes interestelares o intergalácticos, y de hecho se puede tomar esto último como una buena prueba de lo contrario. Un conocimiento superior, incluyendo el conocimiento técnico, aprende a prescindir de rodeos y pasos intermedios —de mediaciones-, e incluso la matemática da fe de ello, aunque por otro lado unas matemáticas como las actuales sean incapaces de contener su propia expansión en todas direcciones.
Es dudoso por lo demás que los arcontes de cada sistema solar estén dispuestos a ver cómo crece el vertedero de chatarra espacial interplanetaria, pero tampoco hará falta que tomen medidas muy violentas: las restricciones crecientes de escala de una civilización como fenómeno individual son extremadamente eficaces para contenerla por sí mismas, y estas restricciones alcanzan antes sus límites de contradicción e incompatibilidad en el plano intelectual que en el material. Ya hoy puede apreciarse que la lógica interna a estos límites impone una ineficacia alarmante en el uso racional de nuestros limitados recursos intelectuales.
Otros amantes de la especulación han propuesto métricas diferentes para este tipo de escalas. Basadas, por ejemplo, en la información, aunque es dudoso que esta sea una categoría menos bárbara que la energía. O la inversa de Barrow, que se basa en el dominio de escalas decrecientes, microscópicas en lugar de escalas crecientes o macroscópicas. Se supone que todo esto tiene interés para ponderar nuestro propio caso antropológico, pero no creo que sea ese el punto: lo único que revela son las limitaciones del conocimiento científico actual. Y es que ni siquiera nuestra idea de límite como base del análisis tiene base, para empezar.
Una morfología simpléctica como la de Venis, aun estando enteramente por desarrollar, nos da al menos otras ideas diferentes sobre la relación entre escalas macro, micro y mesocíclicas: ideas que permanecen fielmente ligadas a los fenómenos que percibimos. La misma idea de que ir más allá de los fenómenos, con la mediación de máquinas y alta tecnología matemática, nos lleva a trascender nuestras limitaciones es la fantasía básica que más nos aleja de conocer nuestro lugar en el Cosmos. Venis, por ejemplo, no cree que la gravedad domine el universo a gran escala, sino que la considera un mero fenómeno local de lo que él llama orbes o regiones esféricas dentro de un régimen de flujo, e incluso dentro de ellos su acción disminuye de forma perceptible; el movimiento de las estrellas en las galaxias escapa del dominio de esas regiones y se debe a un movimiento vortical como el del huracán aunque en otra escala. Pero el mejor ejemplo de transformación del sentido sin cambiar nada de lo que sabemos es la interpretación del desplazamiento al rojo de la luz estelar: dentro de la lógica dimensional de Venis eso no puede implicar la expansión del universo, tal como quiere nuestro cómico egocentrismo, sino simplemente la contracción de nuestro grupo local.
Naturalmente, Venis no está en condiciones de poder justificar cuantitativamente sus juicios, pero es mucho más probable que esté en lo cierto que lo contrario. Toda la ciencia occidental está construida sobre una extensión desmesurada y sin la menor garantía de predicciones que en realidad han sido un calco por ingeniería inversa de resultados conocidos que ni siquiera se sabe justificar. Esa ingeniería inversa generalizada sin garantía ni justificación, y el dejar en la sombra casi todo lo que no concuerda con ella, es lo que crea la persuasiva ilusión de “la inexplicable eficacia de las matemáticas”. Y esa extensión absolutista sin garantías, esa inflación especulativa hasta el infinito es lo que crea el precio, que no el valor, de su capital simbólico. Basta con desarticular el mecanismo del metafísico “sincronizador global” de nuestra física para que nuestra cosmovisión salte como un juguete roto, pues lo único que mantiene su resorte es nuestro ilimitado crédito.
Vemos por ejemplo cómo hoy se usa rutinariamente la fase geométrica (y el potencial retardado) en teoría del control o en intentos de computación cuántica cuando pone delante de nuestras narices el cordón umbilical que conecta a un ser individual con su medio, aquello mismo que desmiente que podamos considerar a un sistema como inerte y cerrado. Entre lo vivo y lo muerto, se elige lo muerto sin dudarlo. Queremos controlar la Naturaleza pero no saber cómo ella misma se autorregula, y si excluimos esto, tampoco podemos reconocer nuestra propia ley.
Ya hemos visto otras veces que el cálculo, el análisis, ha oscilado entre la idealización de los infinitesimales y la racionalización de la teoría del límite; el incauto podría pensar que alcanzando ambos extremos nada quedaba por abarcar, pero lo más importante que sigue estando en medio aún se sigue ignorando. Hemos hablado también de los derechos de la descripción de los fenómenos para encontrar el equilibrio entre la predicción y la explicación, lo que no es sino otro ángulo de la misma cuestión. Sin la debida valoración de los fenómenos, nunca encontraremos nuestra propia vertical. Finalmente, otros, como el mismo Kant, también han creído que ha de haber una ley interna con tanta seguridad como hay una ley externa, pero lo cierto es que no existe ninguna de las dos, y que tanto lo pensado como el pensamiento son sólo la actividad del pensar, el Logos que siempre hemos estado buscando. Tenemos entonces buenas razones para pensar que existe una Vía Media para las ciencias y el conocimiento científico y que no hace falta romperse la cabeza para encontrarla, sino dejar de adherirse a una concepción voluntariamente desequilibrada.
Como ya se ha dicho, un vórtice es un proceso a la vez concreto y abstracto, en sentidos muy diferentes a los que solemos dar a estas palabras. Y esto tiene muchas consecuencias si se estudia con la perspectiva adecuada. El samkya indio, por ejemplo, llama vrittis, vórtices, a cualquier modificación mental, esto es, a los pensamientos, lo efímero por excelencia. Puede parecer una forma figurada de hablar, pero si partimos de la idea de un medio en quietud y sin modificaciones, la comparación es inevitable e implica mucho más de lo que asociamos con términos tan vagos como “ondas mentales” u “ondas cerebrales”. La cuestión no es que una interferencia de ondas pueda verse como un vórtice, sino que el grado de abstracción en la forma de considerar un vórtice puede hacerse eco de los grados de abstracción del pensamiento mismo. Además, las representaciones mentales requieren estados discretos para que haya cognición: para tener una cognición clara y distinta lo primero es no tenerla, y esto también tiene una correspondencia en términos de vórtices y aun de su posible autorreplicación.
Ya vimos que en el tercer cuarto del pasado siglo hubo otra nueva revolución en los grados de abstracción matemática fundamentales de la mano de la teoría de categorías, la topología y otros desarrollos; luego incluso hubo pioneros, como Robert Rosen, que trataron de entender la autonomía del organismo aplicando estas nuevas categorías matemáticas. Es cierto, como ha dicho Kauffman, que el mundo no es un teorema y que la matemática de la teoría de conjuntos se queda pequeña a la hora de describir la vida, pero también es cierto que hay vida matemática más allá del conjuntismo. Sin embargo, de nuevo ha faltado aquí un punto medio entre lo concreto y lo abstracto para que ninguno de los dos vaya demasiado lejos y admita la rectificación de un “empirismo delicado” y ágil, tan diferente del positivismo a escala industrial de refutación y sobre todo confirmación de hipótesis.
La matemática es la ciencia de las formas puras, en el más puro sentido intelectual; la morfología sólo puede ser una ciencia de las formas de los fenómenos puros. Esto define la afinidad y el contraste extremos entre ambas formas de conocimiento. Pero el más universal de los fenómenos es el cambio, y la rama de la matemática que estudia el cambio es el cálculo, su principal aplicación, a través de la cual la matemática deja de ser forma pura. Sin embargo es evidente que el cálculo sólo se ocupa del cambio en un sentido muy determinado que elude las exigencias descriptivas. “Lo que se mueve no cambia, y lo que cambia no se mueve”: tomado en sus extremos simbólicos, y con la debida licencia, podría entenderse por “movimiento” la traslación, y por “cambio” la rotación. Puesto que la física ha sido modelada por una idea del cálculo diferencial basado en una diferencia sin fundamento, habría que ver qué ocurre cuando usamos el cálculo en función de la no diferencia, tal como lo hace el cálculo diferencial constante, y lo aplicamos a la morfología simpléctica de la torsión.
Hemos aludido a dos formas extremas de nominalismo: un nominalismo occidental sobredeterminado intelectualmente, y un nominalismo oriental subdeterminado pero más receptivo a los fenómenos. El primero sobreestima enormemente el valor de las teorías al tratar explotarlas llevándolas hasta su máxima extensión concebible, mientras que para el segundo todo lo que sea pretensión teórica ya parece exceso de sistematización. Pero lo cierto es que la morfología abre una vía libre al conocimiento de las formas, ideas o esencias, justamente en la medida en que abandonamos la pretensión platónica de una realidad aparte, inmaterial e inmutable. Dado lo unilateral de su análisis, la física tampoco ha podido salir de su propio platonismo fuera de lugar, sustituyendo la metafísica por la matefísica. Hay otro análisis y otro objeto del análisis que puede cambiar nuestra idea del cero, el infinito y la unidad; del número, la medida y el equilibrio.
Buscar la reintegración en la unidad no tiene nada que ver con la elucidación de aspectos intelectuales salvo que partamos de una sobredeterminación intelectual; del mismo modo que la simplicidad no sería interesante si no partiéramos de una circunstancia marcada por la complejidad y la diferenciación. No es lo mismo el conocimiento en primera persona por sí mismo que ese mismo conocimiento examinado desde la tercera persona, pero ningún análisis de este último puede recuperar la inmediatez del primero. Sin embargo hemos visto que el cálculo diferencial constante parece corresponderse fielmente con la ejecución de acciones inmediatas cuyo procedimiento ni siquiera saben explicar quienes las realizan, como por ejemplo la captura de un objeto elevado en trayectoria parabólica. A este respecto hemos hablado de la posibilidad de un conocimiento en cuarta persona o un conocimiento no intuitivo inmediato que está en la base de todas nuestras asunciones; el objetivo es conectar el conocimiento de tercer orden con este otro conocimiento de la forma más directa posible, evitando con el mayor cuidado las distracciones y los desvíos. La única certeza que tiene la filosofía natural es que el Principio no es sólo el punto de partida, sino también el término de todas nuestras investigaciones.
Hay dos vías abiertas ante el científico de hoy: continuar en la vía descendente como un microsiervo al amparo de los grandes poderes tecnocráticos, o retomar la vía ascendente hacia nuevas formas de simplicidad inteligible. La primera vía, en que jóvenes enanos cargan condenados viejos gigantes sobre sus hombros pugnando por avanzar un centímetro hacia ninguna parte, aunque esté socialmente retribuida tiene rendimientos cada vez más insignificantes; la segunda no promete aplicaciones técnicas y cuando lo haga hay que saber eludirlas, pero permite un avance libre hacia lo más significativo para el hombre, siempre que uno sepa atenerse a lo más básico y no espere un rendimiento particular. Por más ventajas que me conceda, el conocimiento como dominio de objetos externos siempre me aleja del dominio de mí mismo.
El individuo social es un tipo de contracción y reacción inducida por la sociedad; el individuo biológico tiene un trasfondo físico más extenso pero también es una reacción al medio. La personalidad individual es una mezcla de individuación biológica y social pero sigue siendo algo reactivo. La persona percibe al individuo y su personalidad, pero estos no perciben a la persona, del mismo modo que yo percibo a mi cuerpo y a mis pensamientos pero ni mi cuerpo ni mi pensamiento me perciben. El centro de la persona no es una conciencia singular, sino una conciencia simple impersonal que sin embargo es consciente de lo singular en la persona y el individuo; del mismo modo que lo informe envuelve a la forma y al mismo tiempo se esconde en el balance de su proceso de manifestación. Del grado de alineamiento entre nuestra percepción de los fenómenos, el individuo, la persona y la conciencia impersonal dependen los grados de abstracción y concreción que puede alcanzar nuestra conciencia de ser.
La Vía Media en la ciencia es como la montaña axial de las cosmografías antiguas, que a pesar de estar en el centro del mundo también lo rodea y define sus contornos. La vía de los extremos en la ciencia que hoy conocemos parece por el contrario abarcarlo todo y sin embargo es ciega a lo esencial. La ciencia puede ser una montaña de opacidad o una montaña de transparencia dependiendo del punto de vista que adoptemos, pero para la mayoría la perspectiva histórica que hemos alcanzado no es de ninguna utilidad. Los que busquen la montaña del centro tiene dos formas de acercarse a ella, preguntando por su localización, o bien preguntándose cómo ha llegado a ser posible que no puedan verla.
Referencias
Peter Alexander Venis, Infinity Theory
Ronald H. Brady, Form and cause in Goethe’s Morphology (1987)
Miles Mathis, A redefinition of the derivative —Why the calculus works, and why it doesn’t (2003)
O. M. Dix and R. J. Zieve, Vortex simulations on a 3-sphere (2019)
Nikolay Noskov, The phenomenon of retarded potentials
Mario J. Pinheiro, A reformulation of mechanics and electrodynamics (2017)
K. T. Assis, Relational Mechanics and Implementation of Mach’s Principle with Weber’s Gravitational Force ( 2014)
Gilbert Simondon, La individuación a la luz de las nociones de forma y de información (1958)
Philip S. Marcus, Suyang Pei, Chung-Hsiang Jiang, and Pedram Hassanzadeh, Self-Replicating Three-Dimensional Vortices in Neutrally-Stable Stratified Rotating Shear Flows (2013)
Shubo Wang et al., Spin-orbit interactions of transverse sound (2021)