Los ingenieros no saben por qué el cálculo funciona, pero esperan que los físicos lo sepan. Los físicos no saben por qué el cálculo funciona, pero esperan que los matemáticos lo sepan. Los matemáticos no saben por qué el cálculo funciona, pero esperan que nadie lo sepa.
Casi siempre es divertido escuchar calificativos como «burgués» o «pequeño-burgués» viniendo de quienes vienen, y sin embargo la actividad burguesa por excelencia, el cálculo, nunca ha sido objeto de críticas incisivas en sus propios términos, por más que los matemáticos no hayan cesado de discutir sobre sus fundamentos.
Pero el cálculo infinitesimal es algo más, mucho más, que un vicio privado o virtud pública burguesa. Dentro de la matemática, fue inicialmente el medio técnico por antonomasia para proyectar el número sobre la geometría como su objeto, y para volver desde esta al número con la ayuda inestimable del álgebra. Y es, también con la inestimable ayuda del álgebra, la última palabra del reino de la cantidad sobre el cambio en el mundo físico —hasta tal punto que toda nuestra idea del mundo físico y de los cambios de todo tipo que en él acontecen han sido conformados por él.
Y sin embargo todos admiten, y el matemático el primero, que a las descripciones cuantitativas del cambio aún se le escapa casi todo entre los incontables filtros de sus poderosos métodos. Nada de esto es un obstáculo para su progreso, puesto que su objetivo principal fue siempre la predicción de variables aisladas, no las descripciones de conjunto. Y así se desarrollaron dos tipos de ciencias, las descriptivas y las predictivas.
Pero entre tanto el cálculo mismo ha trastocado por entero nuestra idea, no sólo del análisis, sino también de una descripción que se le subordina. En lugar de determinar la geometría a partir de las consideraciones físicas, derivando de ellas la ecuación diferencial, desde Leibniz y Newton se establece primero la ecuación diferencial y luego se buscan en ella las respuestas físicas. Ambos procedimientos están muy lejos de ser equivalentes, pero la misma creencia en la realidad de los diferenciales se sigue del procedimiento adoptado.
El cálculo diferencial, y con él toda la aplicación de la matemática al cambio, ha oscilado entre la idealización y la racionalización, entre la idea de infinitesimal y el concepto de límite; sin embargo ha mantenido la idea básica de una velocidad instantánea, una imposibilidad que la más elemental razón rechaza. La misma prueba moderna del límite, ya completamente abstraída de las aplicaciones iniciales, viene definida por diferenciales finitos o intervalos, no por puntos, lo que demuestra que la celebrada fundamentación del cálculo en absoluto es racional y que sólo pretende asegurar la validez de los resultados. Si funciona, tiene que ser por algo que no se dice.
No puede encontrarse mejor ejemplo de cómo de ir de extremo a extremo en absoluto nos garantiza comprender un problema. «El ignorante no lo alcanza, el inteligente lo sobrepasa».
La única fundamentación aceptable debería venir de los métodos de diferencias finitas, que hoy en día se usan sólo como auxiliares y tampoco se han sometido a una clarificación y simplificación. Por lo que sé, sólo Miles Mathis ha dado en el blanco y ha logrado tal simplificación iluminando, trescientos y pico de años después de Leibniz y Newton y dos mil doscientos después de Arquímedes, el concepto del diferencial constante; y en tiempos como estos a nadie debe extrañar que estas consideraciones sólo se presenten al margen de la academia y la comunidad matemática.
Afortunadamente la realidad es más vasta que la academia. Piénsese en el problema de calcular la trayectoria de la pelota tras un batazo para cogerla —evaluar una parábola tridimensional en tiempo real. Es una habilidad ordinaria que los jugadores de béisbol realizan sin saber cómo la hacen, pero cuya reproducción por máquinas dispara todo el arsenal habitual de cálculos, representaciones y algoritmos.
Sin embargo en su momento se demostró de forma más que convincente que lo que hacen los jugadores es moverse de tal modo que la bola se mantenga en una relación visual constante —en un ángulo constante de movimiento relativo-, en lugar de hacer complicadas estimaciones temporales de aceleración como se pretendía. ¿Puede haber alguna duda al respecto? Si el corredor hace la evaluación correcta, es precisamente porque en ningún momento ve nada parecido al gráfico de una parábola. El método de Mathis, completamente de espaldas al ejemplo, equivale a tabular esto en números.
El problema es que este método que nos pone el cálculo en la palma de la mano es mucho menos «flexible» que los procedimientos, notoriamente heurísticos, del cálculo operando por límites —puesto que el paso al límite ya es una operación sintética. De hecho, en ocasiones ni siquiera se encuentran las soluciones por las que el cálculo estándar tanto se afana. Sin embargo, esta limitación también es su mayor virtud. Puesto que si el principio del diferencial constante es indudable, y a veces no encuentra esas soluciones, más bien se debería preguntar: ¿con respecto a qué son estas soluciones falsas? Si se hiciera esto, el análisis, además de buscar soluciones, tendría lo que ahora le falta, e incluso tal vez empezaría a hacer honor a su nombre.
Sí, el rigor es el honor de los matemáticos, y el cálculo tiene un fundamento riguroso. Pero son los resultados conocidos los que han encontrado fundamento, no el medio de obtenerlos. Sigue habiendo un abismo entre una cosa y otra; y lejos de tratarse de una disputa sobre pormenores técnicos, este es el asunto principal. El cálculo es la tierra media del intelecto y define el comercio de este con la realidad.
O más bien habría que decir que el cálculo, que define el contorno de nuestro comercio con la realidad, es lo que mejor oculta esa tierra media. El criterio de evaluación del cálculo es la existencia de soluciones, un criterio positivista. El criterio del diferencial constante es propiamente crítico, nos permite ver en torno a qué se mueve la búsqueda de soluciones en aplicaciones reales.
Lo extraordinario aquí es que tenemos el nexo común entre conocimiento formal y conocimiento informal, o entre lo formalizable y lo informe. Puesto que la matemática es ante todo una ciencia de formas, de esto pueden derivarse incontables consecuencias. La sabiduría convencional diría que aquí puede haber una instancia que conecta lo cuantitativo y lo práctico o intuitivo, pero esa es, típicamente, la forma más superficial de ver las cosas.
El camino medio o método directo del que hablamos se ríe en la cara del corriente «paradigma computacional» y su fervoroso operacionalismo. Jakob Fries postuló en su día la existencia de un conocimiento no intuitivo inmediato, que una crítica no menos superficial se empeñó en confundir con la intuición y la psicología. La doble aplicación formal y práctica del diferencial constante demuestra, tanto como pueda desearse, lo grosero de esta confusión.
En la primera parte de la Ciencia de la Lógica, Hegel dedica un gran espacio a discutir el cálculo infinitesimal y su relación con los más importantes conceptos y categorías, como la cantidad, la cualidad, la medida, el infinito, el límite, el cambio y el movimiento, etcétera. En descargo del filósofo romántico hay que decir que sus consideraciones son incluso anteriores al Curso de Cauchy, esto es, al actual fundamento en el límite.
Con todo sigue siendo cierto que el análisis matemático moviliza en profundidad nuestras principales categorías; sólo que la dialéctica hegeliana era demasiado tentativa y especulativa como para sacar las conclusiones adecuadas. Hegel quiso unir en una sola la filosofía técnica asociada a la ciencia y la filosofía de la historia y el devenir ordinario, pero está claro que su intento era demasiado ambicioso y prematuro.
A mediados del siglo XX surgió, dentro de la matemática más autoconsciente y abstracta, la llamada teoría de categorías, que culminaba el viejo sueño de Aristóteles de hacer explícitas las relaciones entre la geometría y la lógica y con ellas las categorías de los conceptos, y que hoy puede aplicarse a todo tipo de espacios de datos de infinitas dimensiones. Es ahora que esta matemática tan aparentemente enrarecida comienza a descender a la matemática aplicada para intentar clarificar su rampante torre de Babel.
En matemáticas, saber cómo se llega a las soluciones suele ser más importante que las soluciones mismas. Esto fue siempre así, pero con los nuevos sistemas de aprendizaje automático que aplican filtros estadísticos a muchos niveles simultáneamente, el problema adquiere nuevas dimensiones.
La teoría de categorías, que hoy se aplica entre otras cosas a lenguajes de programación, surgió de la necesidad de una guía en cálculos complicados con paso al límite a caballo entre diferentes «espacios» matemáticos. Supone un nuevo método axiomático con una estrategia muy distinta a la del formalismo y el logicismo del primer tercio del siglo XX, basado en la teoría de conjuntos, en que la lógica permanecía externa a la geometría. Aquí la lógica es interna y la idea de fundamento no tiene pretensiones absolutas sino que apela al sentido común.
William Lawvere, uno de los grandes impulsores de la teoría de categorías, ha tratado extensamente de la dialéctica entre fundamentos y aplicaciones; de hecho él mismo ha intentado recuperar para la matemática el hilo conductor de la Lógica de Hegel, la unidad de los opuestos, aplicándolo a la física.
Pero a los persistentes intentos de hacer descender estas nuevas categorías al terreno práctico les sigue faltando un criterio sólido. El famoso dicho de que Sócrates hizo descender la filosofía del cielo a la tierra, es oportuno para hacer otra comparación.
En el diálogo platónico Menón, —una indagación sobre la virtud- Sócrates le plantea preguntas a un joven esclavo sin más cultura que su conocimiento del griego dibujando un cuadrado en el suelo y luego otro. Tras un hábil interrogatorio, preguntándole por la longitud que debe tener el lado del segundo cuadrado para que su área doble la del primero, y tras fases intermitentes de estupefacción, consigue alumbrar en él la idea de los números irracionales, que según se ha dicho supuso en la antigüedad la primera gran crisis de la matemática. Sócrates se precia de no haber instruido al esclavo embutiéndole un conocimiento ajeno, sino tan sólo de hacerle comprender algo «sacándolo de su propio fondo» cuestionando sus primeras respuestas.
Este célebre pasaje ha tenido una perdurable influencia. No sólo filósofos como Fries —el más escrupuloso de los liberales y el archirrival de Hegel en lógica- o Leonard Nelson vieron en él el camino hacia el conocimiento axiomático indudable, sino que el mismo Weierstrass que remató la fundamentación del cálculo escribió un artículo considerando el método socrático como válido para la matemática pura.
Pero si el intento de autodeterminación del pensamiento en Hegel ha sido calificado tan a menudo de infundado, los intentos de «fundamentar la verdad» en sistemas de axiomas, como es sabido por todos, también se estrellaron en su día contra la pared; lo que en absoluto ha afectado a la vitalidad de la matemática. Aunque a decir verdad, Fries no tenía las pretensiones formales de sus continuadores.
El método socrático, diríamos en esta época, procede por falsación de hipótesis, y en este sentido es totalmente compatible con el método científico moderno —sólo que la falsación en las ciencias experimentales es un asunto del todo diferente que en las ciencias formales. Sin embargo, desde la fundamentación axiomática del cálculo los mismos matemáticos han sostenido la idea de que el análisis pertenece a la matemática pura, cuando en realidad es matemática aplicada. Esto, que no puede reconocerse dentro de las presentes definiciones, es algo que se hace patente bajo el criterio del diferencial constante, y Mathis no ha dejado de insistir en ello.
Esto equivale a decir que el cálculo tiene un «criterio interno» de falsación hasta ahora inadvertido, si bien también significa, como no podía ser de otra forma, que el cálculo o análisis no es un dominio cerrado. El cálculo de diferencias finitas tiene un criterio más restringido que las manipulaciones algebraicas del cálculo estándar, tan a menudo ilegales pero justificadas por la obtención de soluciones.
Así pues, si en el nuevo método axiomático de categorías la intuición juega un papel bastante convencional de vínculo entre la matemática pura y la aplicada, aquí el vínculo está ya concretado en el criterio mismo del cálculo y, al menos en principio, no necesita apelar a la intuición en absoluto.
Si nuestra alta matemática quiere descender de lleno al mundo real, no encontrará un mejor hilo conductor. Claro que eso supondría seguramente falsar o cuestionar buena parte de los fundamentos modernos del cálculo, la geometría algebraica, y prácticamente todas las ramas de la matemática. En condiciones normales, algo así ni siquiera se contempla. Sin embargo lo que aquí se plantea es un punto de inflexión para las relaciones entre la matemática y el mundo real.
Siendo el cálculo omnipresente, ciertamente no faltan objetos para poner a prueba esta piedra de toque. Tómese por ejemplo la mecánica cuántica, inagotable fuente de perplejidad para legos y expertos por igual, y motivo de todo tipo de disputas sobre qué es la realidad. El análisis dimensional y la teoría de la medida de esta mecánica adquieren un significado completamente diferente cuando se basan sólidamente en el cálculo de diferencias finitas y se aplican a las múltiples relaciones de incertidumbre o a la constante de Planck, que en contra de lo que se piensa no tiene una relación directa con las anteriores. Y, a su vez, este nuevo panorama permite arrojar nueva luz sobre otras muchas ramas de la matemática y el método científico. También, de paso, sobre un análisis económico tan lleno de sofismas y vacuas sofisticaciones.
La teoría de categorías, tal como la concibieron Lawvere y otros, propone una nueva fundamentación derivada de las aplicaciones, y un nuevo horizonte de concentración y unificación del conocimiento. Pero sin un criterio independiente para el cálculo es imposible llegar al fondo de nada. Sócrates no hubiera tenido dudas sobre qué método es preferible, ni tampoco el esclavo del Menón, pero los hombres de ciencia modernos parecen demasiado preocupados por no romper los huevos ajenos.
No es casual que el mismo Lawvere se haya ocupado tanto de la enseñanza del cálculo para legos como de ramas aplicadas tan complejas como la mecánica de medios continuos. Piénsese en las ramas más arduas de la matemática aplicada, en auténticas junglas como la biomatemática. Por un lado hasta hace poco había muy poco interés en las instituciones por desarrollar una teoría unificada de la biofísica, puesto que hay mucho más interés en manipular experimentalmente la vida que en comprenderla realmente. Ahora sin embargo esto ha cambiado radicalmente desde el tratamiento masivo de datos, pero de nuevo el objetivo no es la comprensión, sino la vigilancia, la dependencia y el control.
Es como en las redes de aprendizaje automático, en que se exhorta a los expertos a no intentar comprender cómo se llega a resultados, y a centrarse en los objetivos. Y sin embargo toda esa selva biomatemática y biofísica es radicalmente reducible en cada entidad e individuo si seleccionamos las categorías más básicas, que por cierto están completamente ligadas al cálculo elemental y la mecánica de medios continuos, y son mucho más simples de lo que se piensa.
Se ha acumulado una evidencia histórica aplastante de que la comprensión de la vida es un gran estorbo para su libre manipulación, y sólo interesa en la medida en que asiste a esa manipulación. Hay por tanto un gran interés en esconderse detrás de la complejidad. Desnudar los objetos de conocimiento científico es desnudar al poder.
En la segunda mitad del siglo XX, y por los mismos años en que emergían los modelos estándar de física de partículas y cosmología, floreció un abanico de intentos teóricos de lidiar con la complejidad, con vocación de universalidad y diversa fortuna: la cibernética de primer y segundo orden, la teoría de sistemas, la teoría de las catástrofes de Thom, los sistemas disipativos alejados del equilibrio de Prigogine, los sistemas dinámicos no lineales y el caos determinista, el orden espontáneo y la autoorganización, las ciencias de la computación, el neodarvinismo digital, la inteligencia artificial y un largo etcétera.
Todas ellas se postulaban como disciplinas nuevas a la vez que como horizonte interdisciplinar; de esta forma evitaban cuestionar los logros de las ciencias más antiguas y trataban de abordar cada una a su manera todo ese espesor del mundo real fuera del alcance de las grandes leyes. Si en física fundamental Wigner expuso su asombro ante la «irrazonable eficacia de las matemáticas», en terrenos como la biología, epítome de la complejidad, estas exhibían, a decir de Gelfand, una «irrazonable ineficacia».
Pero ambos estaban equivocados. La eficacia de la matemática en física es todo menos irrazonable puesto que lo que se ha hecho desde Newton es una ingeniería inversa asignando las variables para llegar a los resultados conocidos, generalizando la ecuación luego y finalmente declarándola universal. Por otro parte, la ineficacia de la matemática en la biología tampoco podía ser menos irrazonable si pretendía aplicar el mismo método.
Aunque había y hay mucho espacio en medio, los teóricos de la complejidad nunca han acertado a verlo porque parecía suicida cuestionar la aplicación de la matemática a la física en vista de sus éxitos y del poder predictivo de sus métodos. Pero siempre es el poder lo que nubla la razón.
En cuanto a nuestras actuales teorías de la inteligencia, natural o artificial, mejor es no calificarlas. El mero ejemplo de la pelota demuestra suficientemente que no nacemos ni normalmente actuamos por medio de dígitos, algoritmos, datos, reglas, representaciones, software, subrutinas, memorias, modelos, programas, símbolos, códigos, decodificadores, procesadores, información, conocimiento y toda esa chatarra. La misma idea de la «inteligencia como predicción» resulta patentemente falsa, pues el corredor no está prediciendo a dónde va la pelota, sino que simplemente intenta mantenerse en un mismo ángulo.
¿Tendremos el valor y las ganas de extraer las debidas consecuencias? Aunque a muchos les cueste creerlo, nuestra inteligencia individual y colectiva se aísla cada vez más de la realidad. Nuestra relación con ella se va haciendo más parcial y más selectiva, y eso nos hace cada vez más frágiles y más temerosos, en lugar de más sabios y libres. Ahora eso es bueno para el poder y nefasto para el hombre; pero podría ser al contrario si no dejamos que nos digan lo que hay que buscar.
Los ingenieros no saben por qué el cálculo funciona, pero esperan que los físicos lo sepan. Los físicos no saben por qué el cálculo funciona, pero esperan que los matemáticos lo sepan. Los matemáticos no saben por qué el cálculo funciona, pero esperan que nadie lo sepa.
La relación entre descripción y predicción determina todos los balances internos y la producción externa de la tecnociencia, así como su nivel de inteligibilidad. También nuestra idea de la ley natural, puesto que creemos más en las leyes en la medida en que la regularidad predecible no está soportada por una descripción igual de satisfactoria. Hoy el desequilibrio en favor de la predicción es extremo, y eso mismo es lo que, para bien y para mal, restringe el horizonte.
De hecho existen un gran número de objetos matemáticos y procesos físicos mucho más simples que van mucho más allá de nuestros cada vez más limitados intereses. No son los antiguos los que creían en la Tierra plana, sino nosotros, y en un sentido muy definido cada día la vamos aplanando más. El potencial del ser humano sigue estando intacto, pero no es explotándolo como si fuera un pozo de petróleo que vamos a descubrirlo.
Hoy la verdad es un mero auxiliar, del mismo modo que la inteligencia es un auxiliar y un siervo; una reacción a fuerzas que se le escapan. Cambiar esta situación requiere incluso algo más que buscar la verdad por sí misma, pues la verdad es algo con lo que se confronta el intelecto, mientras que compenetrarse con la realidad que nos sustenta requiere un cierto temple. Tanto el objeto como el sujeto no son más que pensamientos, pero aquello en torno a lo que giran es tan real como se puede desear.