Siempre tenemos intimaciones a la medida de nuestra capacidad, aunque las descuidemos en beneficio de otras monedas más canjeables y mundanas. Cuando era niño temía las tardes de domingo; algo en mí percibía la insondable grisura y mediocridad del mundo de los mayores, su torpe huída del aburrimiento. Pero nunca estuve reñido con el gris soñador del asfalto ni con los inverosímiles árboles que lo atraviesan, y ahora entiendo que aquel malestar venía más que nada de no poder disponer del tiempo propio, pues quien dispone de él siempre encuentra formas de engañarse. Con los años la tarde del domingo ha llegado a ser el momento que más aprecio de la semana, y aunque pocas veces lo honro como quisiera, aún sigue abriendo en mi ánimo una ventana fuera de la rueda de la repetición.
La primera vez que pude darme cuenta de que ese intervalo en suspenso puede decir algo distinto tuvo que ser la tarde de domingo del 23 de junio de 1985, envuelto para mí en circunstancias graves pero nada serias, íntimamente familiares. Recuerdo el calor, los rayos de sol colándose por la persiana de cuerda de la pensión, la cómplice espera solitaria y aquella vieja sintonía de televisión que viniendo de alguna casa vecina vino en un momento dado a romper el silencio. Fue tan imperceptible la impresión que aquella tarde dejó en mí, que me llevó veinticinco años identificarla como algo por derecho propio, comprender desde qué regiones fluía.
A diferencia de otros arbitrajes del calendario, y salvo por muy raras excepciones, la secuencia de los días de la semana no ha conocido interrupciones en más de dos mil años; algo que ha tenido que dejar su surco en el sentir colectivo. Cuesta creer que los ingenieros sociales, cuya perversidad nunca supera a su necedad —aunque eso no sea tranquilizador en absoluto—, no hayan emprendido una campaña para destruir definitivamente esta carcomida reliquia, pero para el caso de que les estemos sugiriendo ideas indebidas es obligado proponer otras opuestas a modo de compensación.
Antaño las personas que podían estar solas sin aburrirse se consideraban a sí mismas inteligentes; ahora que todos estamos entretenidos y solos sin darnos cuenta ya prácticamente no hay término de comparación. Y a pesar de todo el aburrimiento sigue dejando en las caras de la gente la huella inconfundible de sus estragos, agigantada en las largas horas de las tardes en las que no se sabe qué hacer. Nos quejamos de la brevedad de la vida pero cuando en el remolino de nuestra conciencia se hace la calma chicha, ese módico trasunto de la eternidad en el tiempo, no lo podemos soportar. No es lo mismo imaginarse que se explora el infinito que dejar que lo infinito te atraviese.
Cualquier puede burlar el aburrimiento haciendo lo que sea, pero pocos le dan la bienvenida y esperan a ver qué tiene que decirnos. El tedio viene de lo previsible de la repetición, luego de anticipar algo que aún no ha sucedido, y de evitar algo que ya se presentado; lo que tanto asola a la mente vulgar no es la presencia, nunca suficientemente valorada, sino lo que bien puede llamarse su componente imaginario. Evasión y evitación son casi la misma palabra, aunque también esta evidencia nos evade.
Alguien imaginó que Abraham, padre de la multitud, le preguntaba a su íntimo amigo: “¿Y cómo es que tú eres Dios?” O dicho de otro modo, “¿Cómo haces tú para ser Dios?” Es de suponer que el patriarca, que ya había regateado con Dios el número de justos de una ciudad, no le estaba pidiendo sus credenciales. Y la única respuesta que puede dar tal Dios, en pleno acuerdo con esa otra respuesta que cualquiera, sea religioso o ateo, podría figurarse escuchar —“no hago absolutamente nada”—, es el silencio. Silencio y respuesta imaginaria que tendrían que dejarnos contentos si podemos escuchar sin palabras.
Los dioses y los titanes pueden estar pugnando eternamente por derrocar a sus rivales y hacerse con el poder, como cualquier aspirante a tirano o cualquier partido político; pero un Dios único sólo podría ser único si no hubiera tenido que hacer nunca nada para serlo ni reclamara nada para sí. Seguramente es por esto que algunos han querido distinguir entre Dios y la Divinidad. Pero vemos que Yo, el Mundo y Dios —o Yo, el Mundo y la Ley-, coexisten como momentos de una misma ilusión, y que en vano pretendemos librarnos de uno cuando aún creemos en la realidad de los otros. Y así pueden verse hoy a hombres de ciencia tratando de convencernos de que el yo o la conciencia surgen de neuronas y moléculas; se trata por supuesto de un malentendido, pero dónde hay algo que no lo sea.
Uno puede dejar por un momento de lado al mundo, que nunca va a dignarse a responder directamente a nuestras preguntas, para interrogarse a sí mismo: “¿Y qué hago yo para ser yo, o incluso para saber que soy yo?” Y la respuesta solo puede ser la misma que la del Dios amigo íntimo de Abraham, tan diferente de aquel otro que promete una descendencia numerosa como el polvo de la tierra: nada en absoluto, pero de eso depende todo. Cabe pensar, también, que no otro es el arcano de la soberanía y el poder, especialmente cuando sabemos que todos los que lo reclaman lo último que podrían hacer es estar sin hacer nada.
La “pregunta secreta de Abraham” y la inevitable respuesta que trae aparejada es infinitamente más elocuente que cualquier argumento ontológico sobre la existencia de Dios o que cualquier intento de rematar su fantasma, tarea recurrente e interminable para quien cree en su propio Yo, en el Mundo, o en la existencia independiente de la Ley. Se ha dicho que la pretensión de demostrar la existencia de Dios, clave desde Anselmo de la teología moderna, encierra en sí misma el resto de pretensiones que luego la ciencia ha ido desplegando en riguroso orden de delirio. En cualquier caso han surgido de idéntico pathos, y ahora que la ciencia ya ha sido enteramente engullida por el poder, para lo que siempre estuvo predispuesta, ya va siendo hora de encontrarle otra clave menos deletérea.
Que la conciencia sea la nada misma y que no puede haber nada por debajo de ella, es, como la respuesta a la pregunta de Abraham, algo que no deja espacio para dudas y donde sin embargo la incertidumbre es completa. Se comprende así la preferencia por el método científico, donde la duda y la certeza se negocian permanentemente y siempre dejan cabos sueltos por atar. Podría pensarse que lo realmente inédito sería una ciencia que contemplara el movimiento desde lo inmóvil y la acción desde la no acción; pero eso ya es lo que ocurre, y más bien habría que ver cómo es posible que ocurra.
De lo que no hace nada no puede salir nada, pero sí puede ser que lo que hace algo deje de hacerlo, o que lo que parece hacer algo sólo esté compensando otro movimiento. Nuestra ciencia, en lo que tiene de heredera de la multitud y del polvo, se empeña en ignorar la posibilidad de lo segundo y trata de convencernos de la primera y más básica imposibilidad. Tanto perorar sobre la inviolabilidad del principio de conservación de la energía para venir finalmente a decir que todo ha salido sin más de un punto y quedarse tan tranquilos. Es como esos señores de la Reserva Federal que nos insisten en que no hay almuerzo gratis cuando el dólar lleva cincuenta años hinchándose de balde todas las mañanas; o como los banqueros que sentencian que no se puede dar sin garantías cuando el que crea el dinero es quien pide el crédito. Así que está en buena compañía, la cosmología, y además, quién no prefiere pensar que somos algo más bien que nada. La ciencia positiva puede ser la mejor aliada de la credulidad.
Hace medio siglo hasta los matemáticos protestaban contra la guerra de Vietnam; hoy no es sencillo explicar cómo alguien puede ser científico y tener conciencia sin dejarlo. Pero por supuesto se entiende, porque la disposición de la ciencia no viene de ayer y ha adquirido una inercia que se dice imparable. Para que el científico dejara de ser la completa nulidad que hoy secretamente es, tendría que acertar a querer otro tipo de cosas. El abandono del campo o una huelga general indefinida no cambiaría nada incluso si fuera posible. ¿Pronostican que la inteligencia artificial sustituirá pronto al matemático demostrando teoremas? Ojalá fuera cierto, tal vez así volvería a plantearse a qué quiere dedicar su inteligencia. Mientras tanto, el mismo matemático es la mejor imitación disponible de esa máquina tan esperada.
Uno es incurablemente optimista, aunque por motivos distintos de los del científico promedio. Este puede hacerse simultáneamente la ilusión de que sirve a la sociedad y de que le da forma sin apenas inquietarse por la contradicción que eso implica y lo que implica sobre su propia formación, pero aquí quisiéramos imaginar por un momento que empieza a despuntar otra clase de propósito. Mientras permanezca tan atareado, el hombre de ciencia nunca dejará de ser instrumento y fachada de otro poder harto más reconcentrado. Por descontado que hay siempre grandes espacios para la autonomía, pero de qué le valdrán incluso a un matemático, el más inmaterial de los investigadores, cuando en su propio campo termina inclinándose ante los “métodos más poderosos”. Nunca nos paramos a pensar en lo que esto significa. ¿Puede depender la verdad o la realidad de lo poderoso de nuestros métodos?
Pero el medio más poderoso de la teoría es la analogía, y la analogía procede por asimilación. Algunos dicen que la ciencia, siempre tan modesta, no se plantea cuestiones últimas como la filosofía, sino que se contenta con resolver problemas que tienen solución. Ahora bien, no sólo se ha hecho demasiado problema de los problemas últimos en filosofía, sino que, con el pretexto de que sus especulaciones se revisten de formas calculables, también la ciencia ha estirado los suyos propios hasta el infinito, hasta el absurdo e incluso más allá de cualquier sentido del ridículo. Y además, a medida que hemos dejado de darle crédito al pensamiento para las preguntas últimas, han pasado a ser las propias ciencias las que quieren responder con su proactivo estilo característico por qué existe el mundo, la vida o la conciencia.
Desde el punto de vista de las apariencias, es indudable que las cosas tienen su origen y devenir. Pero es la propia ciencia la que evacúa la pregunta sobre cómo hacen los fenómenos para ser lo que son, y la sustituye por un porqué subsidiario que debería colmar el vacío dejado por el cuándo y el cuánto a que la predicción responde. Sólo atendiendo al cómo podríamos ver cómo lo que actúa se conecta con lo que no actúa y cómo lo mundano existe dentro de lo no mundano. A nuestra ciencia tan bien engrasada ni le importa el cómo de la Naturaleza ni quiere mostrar el cómo de sus procedimientos; ambas cosas le importan tanto como a los banqueros hablar de cómo se crea efectivamente el dinero y cómo podría crearse sin sus maquinaciones.
Si la ciencia actual, que solo entiende de movimientos y acciones, pretende asimilar incluso a lo que no hace absolutamente nada, como la conciencia, también ha de ser posible un movimiento recíproco en que la conciencia asuma esta misma ciencia y trate de llevarla a su propio plano y realidad. Aquí hemos visto algunas de las avenidas más anchas para hacer viable esta asunción en la teoría misma partiendo de un medio homogéneo, modificando los principios de la mecánica o el cálculo, considerando otros aspectos de la idea de equilibrio o abordando debidamente la morfología y la individuación. Que siempre hay espacio para esta transmutación teórica de los principios, medios e interpretaciones tendría que estar fuera de duda; pero de esta teoría habría que preguntar además qué esfera de “aplicación técnica” le cabe, y más aún qué clase de práctica.
Hay una virtud y una eficacia en tratar de ver la Naturaleza desde el lado de la no acción, cierta pertinencia providencial, que aún no hemos empezado a contemplar. El hecho de que todo lo que hoy se valora de la ciencia palidezca ante la calamidad en que ya se ha convertido garantiza que tiene otro valor que hoy no estamos en condiciones de reintegrar a nuestra vida; pero el obligado movimiento de reciprocidad tiende de nuevo a hacer posibles estas condiciones si se acierta a concederle un espacio. Es cierto que la física y la matemática han querido hacer un objeto del vacío y la nada de mil formas diferentes, pero el no hacer, que nadie confundirá con la inacción, poco tiene que ver con este tipo de objetivaciones.
Las leyes con las que el hombre acota los procesos de la Naturaleza promulgan límites que no se debe exceder; la no acción en cambio se adhiere oscuramente a “aquello que no se puede exceder” de ninguna de las maneras, o no se puede exceder sin la reacción correspondiente. Si en la práctica se revela como aquello en lo que no hay un yo activo ni pasivo, en el principio mismo se traduce en pura indistinción entre acción y reacción. Pero aunque esto parezca sumamente vago aún tiene una traducción específica en el dominio de la mecánica como un tiempo propio de la acción y como otra inteligencia de la causa y de su ausencia.
La vía que usa la acción para llegar a la no acción está llena de engaños y nunca acaba de cerrarse; la tecnociencia en cambio procura explotar al máximo la inacción natural y convertirla en acción, pero conviene no olvidar que la no acción no tiene contrarios. La ley humana es teleología disfrazada; basta pensar en toda la moderna teoría del potencial para ver que el hombre ha ocultado en ella sus propios fines y ha pretendido que no otra es la no finalidad de la Naturaleza. ¿Cómo deshacer un malentendido tan tenaz?
Piénsese un momento en los sueños de la computación cuántica, con la que algunos ya se las prometen tan felices. ¿Acaso no se trata de explotar la no separabilidad de los potenciales para obtener cálculos explícitos? ¿De explotar la inacción para la acción? Basta una oportuna guerra tecnológica para que ni siquiera se plantee hasta qué punto esto tiene sentido. Y sin embargo existe dentro del cálculo cierta función especial, estudiada hasta el hartazgo pero seguramente aún más ignorada, que podría estarnos hablando con todo detalle de cómo la acción se subsume en la no acción. Incluso la dudosa “computación cuántica” podría ponerse mucho más fácilmente al servicio de la lectura de esta enciclopedia magna del no hacer que al servicio de fines cada vez más arbitrarios. Pero, aquí como en todo lo demás, ¿no sería infinitamente preferible buscar la esencia de esta no acción a entretenerse con un estudio interminable? Solo queda preguntar cómo es eso de no hacer nada; aunque lo que eso guarda no sea algo que necesite revelarse ni ponerse de manifiesto.
La no acción y la verdadera actividad coinciden con una certeza mayor que la de las verdades demostrables; pero si somos incapaces de concebir esto, tampoco podemos concebir el núcleo de actividad ni en la Naturaleza externa ni en nuestra propia naturaleza; y porque estamos tan lejos de conocer su fondo común, quitarle la mayúscula al lado externo de la ecuación es tan pretencioso como creer que la física ha desentrañado sus misterios. Con respecto a esta actividad, la acción física sería tan solo una transferencia o transacción. Aunque no se trata tanto de asfixiar esta otra certeza con nuevos conceptos como de permitir que sea menos inconcebible para nuestra telaraña de irrealidad. Al poder mundano desde luego le interesa la separación de estas dos naturalezas y hace cuanto puede por mantenerla; pero de ningún modo puede impedir que restablezcamos los vínculos.
La no acción es ausencia de intención pero sin intención un sistema mecánico cerrado es insostenible. La diferencia entre una y otra cosa puede resultar muy sutil a la vez que tiene un potencial extremo para la polémica; porque lo que tendría que ser algo diáfano y lúcido permanece sofocado como un fuego subterráneo. Polémica que sólo podría surgir de la fricción que supone ignorar que ambos fuegos son uno solo, y aunque siempre sea preferible evitarla, el grado de embotamiento de la intelección en lo mecánico invita a llevar su contraste al primer plano.
Pareciera como si tanto el saber como el no saber y el no querer saber hubieran dado el giro equivocado. Se habló de la ilustración como el fin de la infancia, pero atenerse a lo indudable por más incierto que sea nos adentra en el camino de la vida y en el camino del retorno que es uno solo con ella; mientras que negociar las certezas y las dudas a conveniencia nos aparta de ese camino y nos lleva, no hay más que verlo, a una creciente infantilización. Un poeta filósofo nos pintó hace mucho a un previsible papa jubilado, pero aunque no era menos previsible, el científico prejubilado en manos del gestor nos ha tomado por sorpresa. Para que no lo retiren o lo exhiban como a un trofeo, al investigador genuino no le queda más remedio que encontrar su propio lugar de retiro de todo ese ajetreo tan competitivo y tan entretenido. Y ese lugar no pasa por las intrigas en la gestión del gran aparato, sino por la reconsideración más íntima de su propio objeto, porque ese es el espacio que al teórico le compete abrir si quiere ser algo más que un activo administrado.
En cualquier ámbito, la no acción y lo indivisible se iluminan mutuamente, puesto que son solo aspectos de lo mismo.Las ciencias siempre tienen un espacio interno para librarse de la tutela del poder, si son capaces de concebir otro poder en el seno de su teoría, de su aplicación y de su práctica. Si esto se consigue, la relación entre saber y poder aún puede revertirse de manera espontánea e indeliberada, puesto que el poder, solo faltaría, también aspira a las ventajas del no hacer sin tener que pasar por aplicarse el remedio a sí mismo ni mucho menos practicarlo. Todo esto se comprende de suyo.