Hace poco tiempo un lector chino me preguntó por qué identificaba el ejercicio denominado “Oso Constante» (熊经 xiong jing) con el Polo (Taijitu, 太极图) cuando sus ideogramas son enteramente diferentes. La pregunta me chocó, ya que ni siquiera se me había ocurrido pensar en la filología o los caracteres chinos, y pensaba sólo desde el lenguaje corporal y la mecánica y dinámica del cuerpo. Y me ratifica hasta qué punto casi todos nosotros, también los practicantes de artes marciales y otras ejercitaciones físicas, seguimos pensando más en los términos del lenguaje heredado que en lo que nos dice el propio cuerpo.
El simple movimiento de ese ejercicio evoca una rotación dual y coordinada de lo lleno y lo vacío en torno a un eje común, que es lo que refleja el símbolo del Gran Polo. Incluso en el plano horizontal sobre el suelo se hace patente la semejanza, aunque se figure de forma más completa en las tres dimensiones y las seis dirección tradicionales. Este ejercicio es de evidente raigambre taoísta, pero ilustra a la perfección el viejo dicho budista de que el camino medio no tiene alto ni bajo, derecha ni izquierda, delante ni detrás —todos se hacen uno, como en un giroscopio rotando libremente en las tres dimensiones. El símbolo gráfico del Taijitu que todos conocemos no es sino su sección plana o bidimensional.
El Oso se ha visto desde antiguo como un símbolo del Norte y en general del Polo o Axis Mundi. En Occidente la asociación ya sólo se mantiene por cosas como el nombre de las constelaciones septentrionales, la Osa Mayor y la Osa Menor, que contiene a la estrella polar (Polaris), pero incluso entre culturas que le han dado otros nombres a estas constelaciones, como la propia china, la gente ha sido consciente de esta conexión. ¿Por qué?
Bueno, supongo que la razón no puede ser más concreta: otros mamíferos, como los simios, pueden ponerse derechos por algún tiempo, pero estar derecho aún no significa mantenerte sobre tus pies. Para esto necesitas equilibrar una fuerza hacia arriba con otra fuerza que se le oponga hacia abajo —esto es, necesitas dejar que se hunda tu propio peso en la porción media del cuerpo, y de aquí a las plantas de los pies. Esta doble fuerza equilibrada es la signatura íntima del Polo, y el hombre la conquistó, y también el Oso la alcanza por unos momentos, pero no los monos y los otros mamíferos.
El oso parece torpe y rígido desde fuera pero se permite una holgura en su interior, de modo tal que puede equilibrarse sin esfuerzo. Es un rasgo que a los antiguos, tan atentos a la idiosincrasia de cada animal, no pudo pasarles desapercibido. En cualquier caso, el viejo ejercicio del Oso Constante gira en torno a ese quicio interior a todos nuestros movimientos.
¿Por qué el Oso logra esta inapreciada hazaña y no lo hacen otros animales aparentemente mucho más ágiles, como los felinos? Es una cuestión de complexión, sin duda: un centro de gravedad más bajo, patas más cortas y fuertes, plantas muy extendidas. Volveremos en un instante sobre eso. Pero aún podríamos preguntar otra cosa: ¿Por qué no ha sido capaz de mantener esa postura, como el hombre, si durante un lapso de tiempo puede incluso hacerlo mejor?
Probablemente los antiguos nos habrían contestado que porque el Espíritu Oso no quería tal cosa, y no deja de ser una respuesta satisfactoria, pues el espíritu también es la inteligencia-voluntad que habita en una complexión. Después de todo, nadie hace nada para “evolucionar”, y desde luego el oso no aspira a ser algo diferente de lo que es.
Sin embargo el plantarse de pie del oso pudo tener una honda resonancia en los más que inciertos orígenes del hombre, y en cualquier caso tiene una intemporal afinidad. Al menos para mí no tiene sentido decir que el hombre desciende del mono, pero en cambio sí tiene sentido decir que el oso nos ha indicado siempre el camino del medio, que incluye el ascenso y el descenso. ¿Cómo justificar esto?
Un motivo muy antiguo, la Rueda de la Fortuna, adoptó una interesante iconografía bajo-medieval: un mono desciende contra su voluntad por el lado izquierdo de la rueda mientras levanta la cabeza, un perro asciende por la derecha a punto de librarse de su collar, y en una plataforma sobre la rueda, un ser parecido a una esfinge alada con una espada de dos filos preside la escena.
El espíritu del Oso, que no deja de ser un cinomorfo, nos recuerda en primera instancia la elevación por alerta del perro; pero en un sentido escondido es también la esfinge, puesto que une en sí dos tendencias contrapuestas. Después de todo, como ya notó Lafferty, el Oso no es sino Dios disfrazado de payaso: una máscara perfecta. Y ese ser coronado con la espada no es sino la expresión del cubo de la rueda.
Se dice rutinariamente que la postura erecta permitió a nuestros ancestros el uso libre de herramientas, pero, ¿cómo se consolidó la postura erecta, para empezar? El secreto está en el Oso, no en el Mono; pero no tiene mucho que ver con nuestras fantásticas ideas sobre la evolución. El mono representa en realidad la involución de la mente, su descenso a la materia por medio de la imitación. Es imposible subestimar la importancia de la imitación en el desarrollo de la cultura, pues toda la mente, en tanto pensamiento, es imitación y reproducción del acto prensil, pero por sí sola, y sin el necesario contrapeso, no deja de ser involutiva.
Tal vez sea por esto que nuestros famosos primatólogos y primatólogas ingleses, no menos que las instituciones que tan generosamente los promueven, se sienten tan fascinados por el potencial de la reductio ad simium. ¿Pero por qué se quiere explicar desde fuera lo que sólo se puede comprender desde dentro? Decíamos en la entrada anterior a propósito del continuo que mantienen el cuerpo y el mundo por debajo de los objetos y los sentidos:
“El cuerpo desde dentro es sólo el sensorio común indiferenciado del que han salido los diferentes órganos, y sin el cual no habría sujeto ni “sentido común”. En armonía con esto, puede hablarse de dos modos de la inteligencia, uno que parece moverse y seguir a su objeto, y otra absolutamente inmóvil que nos permite escuchar nuestras propias mentaciones, y sin la cual no podrían existir. Hágase la prueba de pensar sin escucharse a sí mismo y se verá que esto es imposible: la misma compulsión a pensar no es sino la compulsión a escucharse.
La relación de los movimientos del cuerpo con respecto a su centro isométrico u origen de coordenadas es similar a los movimientos de la inteligencia orientada a objetos con respecto a la inteligencia inmutable. Ciertamente el “espacio de la mente” no parece extenso en absoluto, pero para comprobar su íntima conexión con lo físico basta con hacer uno de esos ejercicios isométricos en que uno permanece de pie y se ahueca simplemente para percibir el balance en los micromovimientos necesarios para mantener simplemente la misma postura. Si lo íntimo es la interpenetración de lo interno y lo externo, tenemos aquí tanto un ejercicio físico como para la inteligencia, que permite comprobar la íntima, trascendental relación entre movimiento e inmovilidad”.