
Hay algo en el hombre que sólo se puede liberar si liberamos primero lo que está encerrado en nuestra idea de la Naturaleza. Desbloqueando esto liberaremos también nuestra propia naturaleza, que nunca puede reducirse a un objeto. Asumir esta meta será una fuente inagotable de inspiración.
¿Pueden usarse máquinas para romper el cerco de las máquinas? Ciertamente, hoy es muy poco lo que puede el hombre desnudo contra ellas, o eso es al menos lo que parece. Pero tampoco las máquinas pueden nada por sí mismas, sino sólo como parte de un extenso entramado tecnológico en el que interactúan con los humanos.
Todo lo histórico es en última instancia contingente. El sistema que hoy impera, lo mismo que las teorías científicas dominantes, son sólo una de las muchas versiones posibles de desarrollos que ni son universales ni necesarios. Lo mismo puede decirse del actual despliegue tecnológico. Un mismo cuerpo de conocimiento puede dar lugar a las más diversas aplicaciones técnicas, pero por otra parte también teorías distintas pueden alcanzar aplicaciones prácticamente indistinguibles.
En la tecnociencia, como en el poder, cabe reconocer al menos tres niveles básicos: el simbólico, el estructural y el funcional o instrumental. No vamos a tratar aquí exhaustivamente ninguno de ellos ni mucho menos, pero sí vamos a indicar, del modo más esquemático posible, aspectos ampliamente ignorados de esos niveles que tienen especial interés y que están contenidos dentro de otro que no es en absoluto técnico pero sí es su indispensable trasfondo.
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Cuando hablamos de máquinas ya no pensamos en algo tan básico como las tres leyes de la mecánica de Newton, y sin embargo en ellas se encuentra ya plenamente realizado el principio instrumental que aún guía a esta civilización. Las máquinas son muy anteriores al nacimiento de la física matemática, pero solo con esta se alcanza la presunción de que el cosmos entero es un sistema cerrado que tiene en el reloj a su modelo. Menos de un siglo después, Occidente ya había inventado “la Naturaleza” como nostalgia de aquello sin separación.
Se pone el máximo de inteligencia en el diseño de máquinas para que su uso requiera el mínimo de ingenio; este desnivel entre el lado de la creación y el del uso no deja de crecer, y los mecanismos del poder hacen todo lo posible para aprovecharlo. Antes de la física moderna, nada parecía más estúpido que una máquina. Después del reloj de péndulo y el cálculo, se empezó a dudar de si el hombre imitaba a la Naturaleza o la Naturaleza imitaba al hombre. Y más tarde, cuando se ha visto que las máquinas pueden interactuar con el medio en una medida creciente y sin límite definido, muchos se inclinan a creer que no hay nada en la Naturaleza que las máquinas no puedan finalmente superar.
La inteligencia artificial amplía gradualmente la complejidad de sus ciclos de retroalimentación con el entorno; en tal sentido, no solo no crea sistemas cerrados sino que su rango de operación se abre cada vez más. Sin embargo, aún mantenemos la idea de que el soporte físico que la hace posible, con sus átomos y partículas dentro de sus campos, es un sistema cerrado por definición —es un sistema mecánico.
Se ha prestado mucha más atención a las grandes diferencias entre la física actual y la de Newton que a lo que tienen en común, que como corresponde a lo menos notado acostumbra a ser lo más importante. Por otra parte, se tiende a creer, sin la menor justificación, que un sistema predecible es un sistema cerrado; y como además se ha inculcado la idea de que la esencia de la inteligencia es la capacidad de predicción, esta combinación de prejuicios, intereses y malentendidos dirige la entera fuga de las máquinas cualquiera que sea su nivel de organización.
Todos saben que Newton no pudo explicar nuestro sistema solar como un mecanismo ni lo ha conseguido nadie después; y sin embargo aún juzgamos el movimiento de los cuerpos celestes en función de sus tres leyes de la mecánica. Estas leyes permanecen como el esquema irreductible de cualquier sistema cerrado, y prefiguran todas las leyes de conservación que dan su carácter fundamental a todas las teorías posteriores.
Las mismas tres leyes de Newton, verdadera piedra de fundamento de la tecnociencia moderna, comportan simultáneamente esos tres niveles —simbólico, funcional y estructural respecto a las teorías más recientes- que hemos mencionado, y sin hendir esa roca y hacer brotar el agua de ella nunca conseguiremos salir de su círculo encantado.
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Mucho se ha hablado del dispositivo como esencia de la técnica pero aún sigue sin evaluarse la disposición de la mecánica moderna que está en su base. Tampoco puede haber una mecanología cabal sin considerar debidamente los tres principios de la mecánica, pero ya que se dan universalmente por supuestos, es obligado recapitular lo que ya hemos dicho en diversas ocasiones. La física posterior ha introducido cambios dramáticos uno tras otro, pero sigue habiendo un aspecto fundamental inalterado por cada uno de los tres principios: nos seguimos adhiriendo al principio de inercia y los sistemas de referencia inerciales, a la idea de que en la Naturaleza hay fuerzas constantes y universales que sólo dependen de la distancia pero no del ambiente ni de la velocidad de los cuerpos, y finalmente, a la simultaneidad en la acción-reacción, que define tanto lo que es un sistema cerrado como la sincronización universal de todas sus partes.
Por tanto hay aquí un principio de referencia, otro de acción y otro de regulación. Se trata de tres niveles completamente diferentes que sin embargo quedan situados sobre el mismo plano y que pueden aplicarse tanto en el dominio continuo como en el discreto. No tardó en notarse, por ejemplo, que el tiempo absoluto newtoniano era simplemente un principio metafísico; pero una teoría posterior como la relatividad no cambia realmente este estado de cosas, puesto que se funda de forma explícita en la simultaneidad de los eventos y por tanto en su sincronización global.
Apoyándose en el criterio relacional de que el tiempo físico no es sino la medida del movimiento, se ha argumentado a menudo que la física no sería ni siquiera posible sin asumir la constancia de las fuerzas o la igualdad del fondo y de los sistemas de coordenadas; sin embargo es desde criterios puramente relacionales como se deduce de la ley de Weber que puede prescindirse tanto del principio de inercia como de la constancia de las fuerzas, o de la sincronización universal, si se interpreta debidamente el concepto de potencial retardado.
Una mecánica relacional de este tipo está de acuerdo con las observaciones y predicciones conocidas, por más que también permita divergencias importantes. Puede aducirse además que su consistencia lógica interna es mayor, puesto que el principio de inercia nos obliga a considerar un “sistema cerrado que no está cerrado”, lo que es obviamente contradictorio. En cambio el principio de equilibrio dinámico que lo hace innecesario sólo afirma que la suma de todas las fuerzas de cualquier naturaleza actuando sobre cualquier cuerpo es siempre cero en todos los sistemas de referencia. Las leyes de Newton pueden resumirse en que nada se mueve sin que lo mueva otra cosa; pero en la mecánica relacional se puede interpretar que los cuerpos se mueven por su propio impulso sin incurrir en contradicción.
Podría pensarse que dos sistemas de mecánica que conducen a las mismas predicciones sólo plantean una cuestión de formalismos, pero el hecho de que permitan extraer sentidos radicalmente opuestos incluso siendo generalmente compatibles ya debería llamar poderosamente nuestra atención. Y nos recuerda que los principios de la mecánica no son unívocos ni siquiera en los casos más básicos, por no hablar de los más complicados que demandan grados crecientes de discernimiento en su aplicación.
Un sistema nos dice que sin uniformar las medidas no es posible hacer física, mientras que otro, sin uniformar ni el tiempo, ni las fuerzas ni los sistemas de referencia, permite alcanzar las mismas predicciones con menos artificios. La problemática es casi la misma que se planteó al pasar de la electrodinámica clásica a la relatividad; sin embargo en la mecánica relacional no hace falta postular un espacio-tiempo cuatridimensional. Es otra forma de ver que hay un espacio dentro de los principios mismos. Hay mucho espacio al fondo, pero no donde muchos piensan.
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Las teorías de campos modernas aún están en el mismo lugar intermedio que ya ocupaba Newton entre Descartes y Leibniz, es decir, entre la mecánica descrita en términos de geometría y la mecánica puramente relacional —o entre la causalidad puramente mecánica y la descripción acausal o amecánica de los fenómenos. La física conocida se puede verter en un molde relacional, pero para la mayoría, si un marco no lleva a nuevas predicciones, es básicamente innecesario; si por el contrario trae consigo demasiadas predicciones nuevas se vuelve indeseable.
Sin embargo el solo hecho de superar el principio de inercia tendría que ser para nosotros al menos tan importante como todas las predicciones, puesto que elimina de un plumazo, en el seno de la misma teoría, la separación artificial que hemos creado entre nosotros y la Naturaleza. Seguramente necesitaríamos otros tres o cuatro siglos, como los que han pasado desde la introducción de este principio, para comprender que implica su superación.
Desde un punto de vista relacional, está claro que se puede hacer física sin el principio de inercia, otra cosa es detenerse en lo que eso significa. Pero desde la perspectiva opuesta, se puede retomar la física cartesiana de forma consistente, como algunos investigadores recientes han hecho, aceptando que todo movimiento es rotación y comporta una aceleración. En este caso no se suprime la idea de inercia, pero sí la idea de sistema de referencia inercial, de modo que todas las fuerzas son expresiones diversas de las “fuerzas inerciales” internas.
Si se observa con suficiente precisión el desplazamiento de un automóvil, puede verse que no existe una velocidad realmente uniforme, y que las fuerzas de tracción y de fricción nunca se compensan exactamente. La construcción de relojes plantea el mismo problema. En la mecánica relacional, se encuentre un cuerpo en movimiento o en reposo, existe siempre un equilibrio perfecto de fuerzas; en la nueva mecánica geométrica de corte cartesiano, no hay movimiento sin desequilibrio; y sin embargo ambas prescinden del sistema de referencia inercial. Contrastar a fondo ambas perspectivas y buscar su coincidencia tendría que ser iluminador.
Esta y otras muchas observaciones posibles muestran que no sabemos nada sobre la inercia. La inercia es la base de toda la física moderna, pero por fuerza tiene que ser insondable para esa misma física que se ha construido sobre ella. Los físicos no pretenden saber qué es la realidad, pero si hoy se cree generalmente que la realidad tiene naturaleza física, o se cree en la realidad de la materia, es sólo porque creemos en la realidad de la inercia. Y si se cree que este universo ha surgido de una explosión hace 13.000 millones de años, no es tanto por las evidencias experimentales como por buscar una justificación para el simple hecho de que todo esté en permanente movimiento.
El principio de inercia, por su definición misma, parece el punto de corte decisivo entre la Naturaleza ajena al control y las leyes que el hombre postula a su respecto. Pero para que la autonomía de las leyes humanas se haga definitiva es necesario que los otros dos principios estén en sintonía y formen un circuito cerrado, tal como consiguió finalmente Newton. La química orgánica es solo la parte de la química que trata de las moléculas más complejas, definición que ya está en deuda con consideraciones físicas. ¿Es concebible una física orgánica? Aquí habría que proceder al contrario: la “física inorgánica” conocida sería una mera parte de esa “física orgánica” más general. Se trataría, en cualquier caso, de una física en que el principio de inercia no se encuentra blindado.
Y, para sorpresa de muchos, puede verse que la nueva mecánica cartesiana, considerada siempre como epítome del mecanicismo rudimentario, es cuando menos la expresión más geométrica de esa física orgánica. El mejor exponente de la inercia es una bola que rueda; pero la mecánica newtoniana no contempla ni tan siquiera la dinámica de un punto orientado que pueda girar sobre sí mismo. Cuando se incluyen sus variables, tenemos seis dimensiones para el movimiento dentro del espacio euclídeo ordinario. Un punto que puede revolverse sobre sí mismo mientras se desplaza en el espacio genera vórtices, y los vórtices son el único engranaje natural que conoce la naturaleza. Permiten además el paso de puntos ideales sin extensión a cuerpos reales con extensión en el espacio, origen de tantos malentendidos en la física y en nuestra representación en general.
Según la mecánica relacional, el sistema geocéntrico de Ptolomeo y el heliocéntrico de Copérnico son dinámicamente equivalentes en todos sus aspectos, incluyendo las fuerzas de Coriolis o el péndulo de Foucault; pero, como es sabido, este no es el caso para la mecánica newtoniana. El hábito formado inclina a pensar que en el marco relacional tiene que faltar algo específicamente físico que lo convierte en un mero ejercicio de cinemática. Sin embargo, desde el punto de vista de la mecánica geométrica, el aparente movimiento retrógrado de los planetas y los epiciclos de Ptolomeo también tienen un significado físico que no se considera en la mecánica newtoniana.
La mecánica clásica ni siquiera describe bien el movimiento de rotación; pero esto no debe sorprender porque la mecánica clásica nunca se ha ocupó mucho de las descripciones, sino de blindar sus predicciones. Está claro que las modernas teorías de campos y la física de partículas violan las leyes de la mecánica clásica de muchas maneras diferentes, pero a pesar de todo, se tratan de encajar en el marco de nuestra experiencia ordinaria, y se da la circunstancia de que confundimos ese marco con el de las tres leyes de Newton.
¿Cómo es que leyes mucho más complejas encuentran acomodo dentro de las tres leyes del movimiento? De la única forma posible: reduciendo a un mismo plano cosas que pueden estar en planos muy diferentes. Y así, estas tres leyes siguen teniendo un poder y un peso incomparable, porque sólo ellas permiten mantener el espejismo de que existe un solo plano de causalidad eficiente. Nuestros antepasados no pudieron creer demasiado que la Tierra fuera plana porque, en general, ni siquiera se preocuparon del tema. Somos nosotros los que intentamos reducir todo a un mismo plano de causalidad, aun sabiendo que se trata de una tarea imposible.
La inercia es a la vez el suelo y velo de la física, y es velo justamente cuando tiene la ilusión de ser suelo. Como principio de referencia, es obligadamente reflexivo; pero el salto de lo ideal a la presunción de realidad es automático, pasándose a negar que haya forma alguna viable de cuestionarlo a pesar de que cabe interpelarlo desde extremos opuestos.
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Los tres principios de la mecánica clásica no sólo han sido un fundamento para la física sino que han actuado como principio general de reducción de la experiencia para llevarla a un solo plano; conforman una línea de descenso que en sí misma no puede tener fin.
Esta deriva de la mecánica ha ido asimilando cosas que le eran en principio ajenas, tanto en el dominio de la física como en la tecnociencia en general. En este sentido opera como una gran máquina simbólica universal traduciendo procesos externos a su propio lenguaje. Todas las máquinas simbólicas posteriores terminan en su embudo, puesto que sólo en los principios de la mecánica confluyen software y hardware.
El análisis fenomenológico de la temporalidad entre la memoria y la anticipación distingue una retención primaria de las percepciones y una retención secundaria en la imaginación. Se ha argumentado luego que las distintas tecnologías, incluyendo el lenguaje entre ellas, constituyen una esfera de retención terciaria que actúa sobre las dos primeras. Sin duda los tres principios de Newton comportan otras tantas retenciones en un plano mucho más elaborado, a la vez formal y operativo, que sin embargo retroactúa sobre los niveles anteriores.
Del mismo modo que la conciencia no percibe el tiempo, sino que crea la temporalidad con su propia actividad, las leyes de la mecánica no son una simple generalización del plano físico, sino que son ellas mismas las que terminan creando “la realidad física” partiendo de un fondo de experiencia más indeterminado. Ambos tipos de movimiento resultan inconmensurables a pesar de estar íntimamente conectados. En el movimiento de la conciencia, por más condicionado que pueda estar, nunca se extingue la espontaneidad interna; mientras que la mecánica, mediante un corte lleno de consecuencias, se instala decididamente en el exterior.
Hay otras formulaciones de la dinámica no inerciales compatibles con la mecánica y la física modernas, y uno puede preguntarse si adoptarlas podría suponer a estas alturas alguna diferencia para lo heterónomo de la deriva actual; pero esta no es ahora la cuestión. La técnica moderna busca siempre liberar energías en la naturaleza para hacerla trabajar; aquí sin embargo sólo buscamos liberar a la naturaleza de la inercia y contemplar lo que se manifiesta en su lugar. Aunque suenen parecido, se trata de cosas diametralmente opuestas.
Se cree que la ingeniería inversa sobre la Naturaleza es algo propio de la esfera de las aplicaciones técnicas, no de la teoría, cuando la realidad es más bien lo contrario: la teoría, empezando por su gran instrumento, el cálculo, es una ingeniería inversa sobre datos conocidos de la Naturaleza; pero estando sus descripciones tan subordinadas a los resultados, supone tal alejamiento de la geometría física que en general los diseños de máquinas siguen una lógica completamente independiente.
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La mecánica es el control de fuerzas a través de otras fuerzas, lo que obliga a descartar otras cantidades que pueden ser medibles pero no controlables. Esto marca definitivamente los límites tanto de la mecánica como de la teoría del control clásica.
En nuestros escritos hablamos a menudo de la llamada fase geométrica no sólo como un desplazamiento no estándar del potencial sino como un virtual corrimiento de los tres principios de la mecánica desde una perspectiva relacional; por eso hablamos también de un cuarto principio o de “tres principios y medio”, sin que pensemos con ello en añadir ninguno más. La holonomía y las fases geométricas, reconocidas primero en la óptica y luego identificadas en los contextos más variados, incluida la locomoción animal, son ahora corrientes en robótica y teoría del control, donde sólo cabe contemplarlos con el más instrumental de los propósitos.
El fenómeno de la fase geométrica no puede ser más ambiguo y está abierto a todo tipo de interpretaciones. Su contribución a la fase total suele ser menor que la de la fase dinámica pero también puede ser mayor. Puesto que sólo se la ha reconocido tardíamente, se le ha asignado un papel puramente pasivo y auxiliar, como siempre correspondió a los potenciales en mecánica. Pero lo que es instantáneo no puede ser secundario con respecto a lo que le lleva tiempo operar; lo que es acto puro no puede ser pasivo con relación a aquello que depende de las interacciones y necesita tiempo para actualizarse.
La velocidad tiene una importancia suprema para las interacciones, pero ninguna para lo que no depende de ellas. Para eso, tampoco puede tener ninguna importancia el tiempo en el sentido moderno, que depende de la idea de velocidad. La mecánica y su control interrogan al mundo a través de las fuerzas, que son reinterpretadas por los tres principios; luego esas fuerzas pueden desviarse a múltiples fines, encauzados y mediados por todo tipo de categorías lógicas o asociadas a la información.
Sin embargo lo que ahora nos interesa son las formas más básicas de relación entre una fuerza o una energía cinética y un potencial cuando la conciencia se sitúa en medio de ellas. La antítesis de la moderna teoría del control es el biofeedback, puesto que se aplica al gobierno interno en lugar del externo y supone un rango de control que no pasa por lo voluntario. El biofeedback, el empleo de máquinas para sintonizar con estados internos y funciones del propio organismo, parece algo muy limitado e inocuo, sin embargo es un umbral para explorar esta relación y un punto de inflexión para invertir su sentido: usando de modo minimalista las fuerzas para sondear el potencial.
La holonomía, el cambio global sin cambio local, es la huella o signatura que el fondo ambiente imprime sobre un sistema presuntamente cerrado —cuando hablamos de fase geométrica, nos referimos a esa geometría del ambiente que la evolución de un sistema cerrado es incapaz de incluir, y que por ello mismo revela. Sin embargo, este factor también puede estar presente en las mismas interacciones fundamentales: si aplicamos la mecánica de Weber al problema de Kepler, lo que tenemos es una fuerza variable y un potencial retardado, con un feedback entre la longitud de la interacción y su fuerza. La diferencia es que en el primer caso el factor no está incluido en las ecuaciones y en el segundo está encubierto por ellas.
Una cosa es como quiera ver la física fundamental esta cuestión, y otra cómo puede ser percibida directamente por nosotros. La mecánica newtoniana está sin duda extraída de la experiencia, pero eso no significa que la contenga completa, ni siquiera al nivel de la mecánica, ni mucho menos que pueda ser invalidada por ella. Partimos de la idea de que el origen de las llamadas leyes fundamentales siempre ha sido la evolución global, y que sólo las predicciones tienen carácter local; es la ingeniería inversa del cálculo lo que ha hecho que pensemos lo contrario.
También presuponemos que cualquier fenómeno puede verse como una variación efímera o equilibrio dinámico dentro de un medio primitivo homogéneo de densidad unidad donde no caben distinciones entre espacio y materia, conciencia y objeto, movimiento y tiempo, vacío o plenitud, cero dimensiones o un número infinito de ellas: este medio homogéneo es el soporte de cualquier acontecer. Pero esto no excluye relaciones cuantitativas de densidad o equilibrio dinámico en marcos físicos más restringidos. Puesto que incluso en las teorías de campos la homogeneidad del espacio es más fundamental que las fuerzas, aunque se trate de una homogeneidad secundaria o derivada por así decir, en todo momento ha de existir una conexión entre este medio primario y cualquier evolución dinámica análoga a la conexión de la fase geométrica si esta puede tratarse como una torsión o cambio de densidad.
Análogamente existiría también una conexión directa entre cualquier estado de consciencia intencional, conciencia de algo determinado, y la conciencia indiferenciada. La pregunta que se ha hecho siempre el hombre es qué puede ganar su consciencia condicionada uniéndose a esa otra conciencia indiferenciada. Y la respuesta sólo puede ser nada; al contrario, en esa dirección sólo tiene cosas que perder. Sin embargo, también aquí podría aplicarse la inversión de potencia y acto que la física ha llevado a cabo entre interacción y potencial.
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Algunas funciones orgánicas, como el pulso sanguíneo, parecen tener el mismo tipo de feedback que implica un potencial retardado en la física fundamental. Probablemente, también el ciclo nasal bilateral de la respiración exhibe una memoria de fase holonómica. Si salimos fuera del marco inercial y la sincronización global, los potenciales retardados deberían ser ubicuos en la naturaleza y en el cuerpo humano, y tan solo habría que identificarlos. Los potenciales retardados sólo pueden parecerlo desde la óptica del intangible sincronizador global, pero más allá de ella, y puesto que operan en régimen abierto, han de ser índices de la geometría ambiental y de la conexión entre diversos sistemas.
La cibernética y la inteligencia artificial reproducen a muchos niveles ciclos de acción y percepción que ya se encuentran en los organismos y que en el sistema nervioso se corresponden con los impulsos eferentes y aferentes del aparato sensoriomotor. Simplificando, podemos ver el paralelismo con la partición de la mecánica en interacciones y potenciales, con una conexión mediando entre ambas que puede ser un índice de una cierta densidad temporal, un tiempo específico o propio. Si todas expresan la influencia del medio a diversos niveles, debería existir una escala continua en estas mediaciones.
Las leyes de la mecánica basadas en la inercia operan como un principio nivelador o reductor que por compensación tiende a explicar todo lo que se el escapa en términos de complejización material: en este sentido se comportan como un principio de descenso material, incluso si en última instancia ni siquiera existe tal cosa como la materia. La cuestión no es ya qué es la materia, sino que todo lo que queda bajo nuestro control, ya sea efectivamente o virtualmente en función de la predicción, queda reducido a objeto. El principio de instrumentación está ya inscrito hasta tal punto en los principios, que ninguna aplicación tiene ya necesidad de justificarse.
Es posible transmutar el mismo principio de instrumentación y su blindaje teórico, que no deja de ser un blindaje legal; tan importantes son el uno como el otro. Pero aquí se trata también y muy especialmente de lo simbólico, pues esa máquina simbólica que es la mecánica reduce el potencial simbólico del hombre a un solo plano en perpetuo proceso de construcción.
Vistos con cierta perspectiva, los principios de Newton son una gran trampa cósmica de la que aún no hemos acertado a salir. El “cuarto principio” o principio cero de las leyes de Newton estaría ya incluido en la misma ley de la gravitación —o por extensión en cualquier ley fundamental de interacción- que debía ser justificada mediante los otros tres principios, aunque su aplicación en la mecánica celeste no podía ser más dudosa. “Trampa cósmica” no porque nos aísle del cosmos, sino de su fondo. Y el principio de equivalencia —y ambivalencia- entre la masa gravitatoria y la inercial, que ya era conocido por Kepler y Galileo, cierra esa trampa cuya puerta sólo se descorre al eliminar el marco de referencia inercial.
Podemos usar la diferencia interna y externa que suponen los potenciales retardados o fases geométricas como un hilo para salir de esa trampa, yendo en un sentido contrario al de su actual explotación tecnológica para el control o los intentos de computación cuántica. Tenemos dos modos básicos de inteligencia, el que está creando continuamente la temporalidad, y el que simplemente se da cuenta; el que procede por identificación y el que descubre la identidad. El segundo está en todo momento fuera del tiempo subjetivo, pero siendo la inteligencia una sola, no se pueden tener los dos a la vez por más que sea lo que casi siempre pretendemos.
No existe lo mecánico sin intención. Esta es la realidad que hace posible que exterioricemos nuestro espíritu en las máquinas. Y hay que decir espíritu porque no se trata sólo de nuestra inteligencia, sino también de nuestro propósito o voluntad. Ese espíritu coagulado de las máquinas hace posible a su vez que ambos, entendimiento y voluntad, se vayan haciéndose más y más divergentes para sus usuarios.
En algo tan sencillo como el biofeedback acción y percepción convergen y tienden a confundirse, en lo que bien puede llamarse auto-acción, y también, auto-percepción. Por más limitado que sea siempre su alcance, no se puede negar que esta confluencia existe; pero también la holonomía de una fase geométrica es una auto-interacción del sistema en su conjunto. En las teorías de campos, donde rige la conservación del momento en vez de la tercera ley, tampoco se puede eliminar la auto-energía y auto-interacción, que sólo parecen chocantes si nos empeñamos en separar la partícula del campo. Del mismo modo, el feedback que se colige en un movimiento orbital solo es chocante porque nuestras ecuaciones están recortadas del fondo; en realidad no hay feedback, lo que hay es simplemente unidad, pero la física no hubiera llegado muy lejos quedándose en ese concepto.
Puesto que aquí no se trata de lograr más predicciones o aplicaciones, tiene perfecto sentido aplicar un método retroprogresivo que vaya de lo relativamente complejo a lo simple. De este modo la inteligencia mediada por el pensamiento podría aspirar a cumplir aquello que a menudo solo ha pretendido, calar la vacuidad del tiempo: un tiempo cero que nada tiene que ver con los estándares de la física actual, y que sin embargo puede ser el objeto último de la física fundamental, tan diferente y aun opuesta a la extremadamente especulativa física teórica con la que muchos la confunden.
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El horizonte de fusión hombre-máquina que se quiere imponer desde arriba parte de la creencia de que no hay distinción entre la vida natural y las máquinas, puesto que todo sería mecánico. Nosotros sabemos que ni siquiera la mecánica clásica es estrictamente mecánica, pero la administración mecánica de la Naturaleza separa a esta sin remedio de su realidad básica forzándola a depender de otras instancias bajo control. Es evidente que se trata siempre de un mismo proyecto de dominación.
Lo que se predica de una supuesta Naturaleza externa está condenado a cumplirse en nuestra propia naturaleza. Es realmente increíble que la idea de que la Naturaleza es mierda muerta en movimiento se haya considerado aceptable, cuando no excelsa; pero en eso estamos todavía, y no vemos ninguna inquietud por cambiar la idea de fondo incluso cuando puede hacerse sin perder nada y ganando mucho en universalidad, puesto que sólo abandonando el principio de inercia puede describirse el movimiento de un cuerpo del mismo modo en cualquier marco de referencia.
En los últimos tiempos, las nanotecnologías y los grandes avances en la manipulación, modulación y sintonización de estados cuánticos individuales ofrecían el marco experimental idóneo para reescribir la física atómica y arrojar otra luz sobre la controvertida zona de transición entre el dominio clásico y el cuántico, pues precisamente la distancia entre la manipulación y la modulación/sintonización ya expone plenamente toda la problemática de la relación entre ambos dominios. Al fin puede pasarse de la obtusa falta de perspectiva de los aceleradores de partículas a la interrogación más exquisitamente minimalista de las energías desde todos los ángulos concebibles.
Emergen una tras otra nuevas especialidades experimentales como la medida cuántica continua o el feedback cuántico, y apenas se comienzan a explorar las posibilidades, interrelaciones y bifurcaciones: hace tiempo que se habla de self-feedback o autorretroalimentación para casos en que un resonador interactúa no ya con un sistema controlable sino con un ambiente con muchos cuerpos. Pero en vez de aprovechar esta afortunada circunstancia para reformular la teoría, lo que se hace es exhibir resultados diciendo lo menos posible sobre cómo se ha llegado a ellos. Así, la tecnociencia en su conjunto ha llevado la ya tradicional opacidad sobre sus medios a una nueva dimensión de secretismo, de esoterismo en el peor de los sentidos. Los ocultistas de antaño divagaban sobre lo oculto, mientras que los nuevos relojeros son adeptos de la ocultación —especialmente a la hora de ocultarse la verdad a sí mismos.
Si el conocimiento que se suponía era de dominio público es cada vez más privado, en buena reciprocidad también se hace más probable que conocimientos que antes eran irreductiblemente privados encuentren vías de acceso cada vez más abiertas. Lo que no significa, ni mucho menos, que sean de interés para todos.
Sabido es de todos que los principios de acción tienen un descarado componente teleológico que nunca se ha sabido explicar. El lagrangiano es sólo una analogía matemática exacta, y sin embargo es la base de las modernas teorías de campos. Existe sin embargo la posibilidad de emplear analogías exactas en la dirección opuesta a la predicción de estados de movimiento en el tiempo. El movimiento por sí solo es insignificante, y el tiempo definido según el movimiento también. Bien puede decirse que todo lo que se mueve es sólo símbolo de otra cosa que no se mueve, pero la física sólo concibe explicar esa otra cosa a través del movimiento y la interacción.
Si se usa la palabra “mecánica” como sinónimo de sistema consistente y racional, está claro que puede prescindirse del principio de inercia y conservar todas las connotaciones racionales de la mecánica y probablemente alguna más; pero por otra parte, sin la inercia y los otros principios que garantizan su clausura, la palabra “mecánica” pierde toda la pesadez que se le asocia, y lo que tenemos es una dinámica pura. Esto demuestra que la transformación del primer principio, en orden genealógico, puede modificar radicalmente tanto el significado como el sentido, si también se reorientan los medios y fines.
Contemplar la ausencia de inercia es una forma excelente de poner en suspenso el mundo y nuestra relación con él, tanto si se hace al nivel más inmediato, como si se hace dentro de la reflexión teórica más meticulosa. No debería extrañar que tenga tal poder de reorientación, cuando el mismo principio de inercia, como marco de referencia, delimita la interfaz primaria entre la autoposición del yo y lo que el yo pude medir del mundo.
Se ha hablado demasiado del rol del observador en la física moderna y hasta se ha pretendido que con su inclusión se cerraría la brecha abierta con la mecánica clásica, pero dado que el principio de inercia no se ha tocado esto es manifiestamente falso. Al contrario, se han introducido factores subjetivos donde no hacía falta además de provocar otras rupturas y degradaciones innecesarias de la continuidad clásica de las ecuaciones.
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Ni la mecánica clásica ni la mecánica cuántica son universales, pero la fase geométrica sí, y esto por sí solo la convierte en puente ineludible entre ambas. Uno puede pensar que la zona de transición estaría más o menos al nivel molecular, pero la realidad es más sencilla, más elusiva y más interesante: puesto que no puede haber separación entre ambos dominios más que en nuestros formalismos, ha de existir un nudo corredizo entre los extremos parciales de ambas teorías.
Pero físicos aplicados y técnicos procuran puentear los dos dominios sin detenerse en lo que tienen en común, lo que no deja de ser extraordinario. Se trata de explotar recursos ignorando tanto como se pueda la unidad, como si se temiera que esta pueda ser una amenaza para nuestros designios. Algo muy similar ocurre con los intentos de establecer la conexión directa entre cerebros y máquinas, donde se procura traducir, transmitir y reproducir impulsos obviando siempre el inaprensible fondo de la experiencia que lo contiene.
Si no se puede decir que la mecánica clásica nos dé el lado “externo” de lo mecánico, ni la mecánica cuántica el “interno”, es, entre otras cosas, porque también la mecánica cuántica asume un determinismo del movimiento local; es decir, se asume que la consistencia global deriva de la integración de lo local a pesar de que la sincronización del tiempo es dada de antemano. Para la gran mayoría de los neurocientíficos, el desafío de entender las funciones superiores del cerebro no pasa en absoluto por la mecánica cuántica, sino por cuestiones de complejidad y organización a diversas escalas dentro del dominio clásico; sin embargo, en cualquier caso se sigue sin explicar cómo se produce la sincronización, lo que es el verdadero nudo del problema.
Nunca debimos aceptar el principio de inercia incluso si, pasado el largo momento de su laboriosa construcción, parecía el camino más fácil para avanzar. Deberíamos haberlo rechazado desde el principio y, nunca mejor dicho, por principio. Pero el anzuelo fue tragado hasta el fondo, y ahora que observamos ampliamente sus implicaciones, solo queda aplicar a fondo el método retroprogresivo de las interpretaciones a los medios, y de estos a los principios, para, dentro de los principios, ir de los posteriores en orden histórico a los primeros.
Ciertamente, dentro de toda la retención terciaria de la conciencia que existe en la forma materializada de la tecnología, hay una muy especial en el principio de sincronización global implícito en la tercera “ley”; del mismo modo que hay una “retención secundaria” en nuestra imagen de la interacción que corresponde a la segunda, y una “retención primaria” al nivel más inmediato en relación con la primera. Incluso si es cierto que en el proceso civilizador el sector terciario tiende siempre a envolver al secundario y al primario, esto mismo ocurre al nivel de los principios y aquí tenemos la mejor oportunidad de calibrarlo.
Lo global y lo local son nociones recurrentes tanto del poder como de la física, pero se entienden en el sentido del espacio, no del tiempo. Los potenciales retardados parecen indicar que el sincronizador global deja líneas temporales en la sombra. No hay que ir muy lejos en la Naturaleza para hacerse una idea más precisa de lo que esto significa: el modelo está encima de nuestras cabezas, en el cielo que envuelve a todo el planeta.
Los que nos empujan hacia un horizonte de convergencia biodigital intentarán usar la conexión que supone la holonomía como un “recurso” para enchufarnos a la red tan directamente como puedan, ignorando tanto como puedan su significado e implicaciones; exactamente igual que ya se hace, excusados por los mismos principios adoptados, con todo tipo de manipulaciones biológicas. Y en buena reciprocidad, otros usaremos esa misma conexión para tomar más contacto con esa “realidad física” de la que se nos quiere separar.
Hay desde luego otro horizonte y depende de nosotros ampliarlo y mantenerlo despejado. La vía de la sujeción o vía descendente conlleva la complejización incesante, el tecnicismos sin cuento y la creciente opacidad; la vía de ascenso deberá buscar tanto como pueda la simplicidad, la universalidad y la inteligibilidad relegadas. Y, por supuesto, aún hay algo más acá de estas dos vías que en ningún momento ha de olvidarse.
Así que deberíamos investigar, por ejemplo, las relaciones más básicas de la fase geométrica y el potencial retardado con el movimiento del cuerpo humano, las funciones orgánicas, la acústica o la creación musical, y finalmente con la propia conciencia dentro de una perspectiva amecánica.
¿Cómo es que todavía no se han explorado las relaciones entre la fase geométrica y la música? Cualquiera pensaría que algo presente al aparcar en paralelo o enroscar una bombilla carece de cualquier interés, y sin embargo, debidamente contemplado y conectado, puede llevarnos desde lo más trivial hasta lo más sublime.
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Para intentar captar la realidad desnuda cualquier tipo de artificio técnico o concepto nos sobra. Empero vemos que hay un camino de retorno que puede retomar las mediaciones y la complejidad del discurso científico rumbo a lo más simple y desnudo. Este camino retroprogresivo tiene inevitablemente sus propias reglas, justificadas por el hecho de que ni sus prácticas ni sus objetivos coinciden con los de la presente tecnociencia.
Se ha escrito mucho sobre las máquinas y el deseo pero aquí hemos apuntado al biofeedback como un exponente de una inflexión posible. En él se insinúa una voluntad de signo opuesto a esa “voluntad de voluntad” gobernada por la compulsión; y también se insinúa un continuo perceptivo interno adaptable que también juega un papel activo en otro orden. Aunque cualquier señal externa tenga un rango muy limitado de acción, en determinados casos puede ser suficiente para establecer ciertas condiciones de equilibrio y la idea de un balance general que podría ser de gran alcance, ya sea por analogía exacta o bien por trasposición analógica más allá de lo cuantitativo. La fase geométrica de la señal sería el ojo de la aguja entre ciclos de acción/percepción variables.
Dentro de este contexto pueden hacerse diversos experimentos de feedback con señales biológicas y físicas y concebirse ciertas “aplicaciones” hasta ahora impensadas. Frente a las tecnologías de ilimitadas posibilidades, impulsadas por la plasticidad digital, hay otras tecnologías de los límites reales que no se prestan al escapismo ni a las fugas del dataísmo, incluso si sus señales ya están mediadas por procedimientos digitales. Analógico o digital, lo importante no es que cace ratones, lo importante es hacia dónde mira. Hay además en lo digital y lo analógico otra vida y otro impulso que el que conocemos.
El biofeedback es simplemente un rodeo que nos permite el uso de las máquinas para volver a la realidad de nuestro organismo físico, igual que nos permite usar señales gráficas que no son sino representaciones para sintonizar funciones que existen con independencia de la representación. Nuestro mismo organismo, al nivel más básico, da muestras de algo que no se deja reducir a las estructuras aferentes y eferentes de los ciclos de percepción y acción, y la liberación de las estructuras es precisamente el camino a seguir, tanto en las tecnologías como fuera de ellas.
El enfoque retroprogresivo hace posible conectar el conocimiento formal con el conocimiento informal en cuarta persona, que para el pensamiento lógico sólo puede concebirse en el mismo sentido que cabe hablar de un “cuarto principio de la mecánica”, o en la misma medida en que sus “tres leyes” convencionales se funden en un solo Principio sin costuras ni clausuras.
Puesto que el tercer principio de acción y reacción ya implica directamente el equilibrio igual que el primero de equilibrio dinámico que sustituye al de inercia, no debería haber nada que pueda impedir su conexión más directa y fluida salvo la forma de describir la fuerza o el principio de acción. Y por otra parte, ya hemos visto que también se pueden definir las fuerzas por un desequilibrio entre movimientos de rotación y traslación, y que esto también tiene implicaciones para el tiempo y para el espacio que ocupa la materia.
También puede definirse el principio de acción lagrangiano como un balance entre el cambio mínimo de energía y la producción máxima de entropía. Así, la entropía está ya dentro de las propias leyes “fundamentales”, y dado que lo “más ordenado” produce más entropía que lo “menos ordenado” y la entropía tiende espontáneamente al máximo, se invierte completamente la cuestión y los tópicos vulgares sobre desorden, entropía y finalidad, y podemos tener otra idea del equilibrio, la “información”, el “diseño” y la evolución de los sistemas naturales.
Hemos hablado de dos grandes modos de la inteligencia, y estudiar la inteligencia sin finalidad de la Naturaleza reconduce nuestro intelecto utilitario a ese intelecto intemporal; la misma física ha pretendido esto procurando ocultar su enorme sesgo utilitario. Pero no es posible engañarse al respecto: donde hay “leyes universales” no queda espacio para la inteligencia natural. De modo inevitable, algunos de nosotros partimos de un cierto conocimiento a priori que tiene poco interés por los resultados de la experiencia, mientras que para otros los resultados son todo mientras que el conocimiento es más bien una presunción.
El conocimiento en cuarta persona, como continuidad, existe siempre y no lo vamos a inventar nosotros; lo único que podemos modificar es la conexión entre esta conciencia y los otros tres momentos del conocimiento, en primera persona o subjetivo, en segunda persona por interacción con los objetos y el mundo, y en tercera persona por el lenguaje y la generalización. La mente pensante, la conciencia de objetos, es discreta por su propia naturaleza; luego cualquier continuidad que exista no depende de ella. Para el pensamiento, la “conciencia en sí misma” es a la vez conjunto vacío y la última síntesis posible, exactamente como el medio homogéneo primario e indiferenciado que subyace a todo y no se puede producir. Ambos son el Alfa y el Omega cuya suprema identidad hay que encontrar.
Hoy se habla mucho de la infinidad digital, discreta, inaugurada con el lenguaje y que con el código queremos llevar hasta las últimas consecuencias; pero nunca hay últimas consecuencias para lo que ya ha establecido un corte arbitrario con la realidad, por más que luego quiera engullirla y asimilársela, puesto que es el corte mismo lo que provoca su apetito insaciable.
Entre lo continuo y lo discreto tenemos lo finito, pero el cálculo diferencial, por poner un ejemplo, aun habiendo encontrado un fundamento en el límite sigue siendo básicamente un método infinitesimal, no un método de diferencias finitas. Y sin embargo el análisis de diferencias finitas está mucho más en sintonía con el ideal relacional de la homogeneidad en las cantidades de las ecuaciones y permite acercarse a él si se sustantiva y aplica sistemáticamente en el análisis dimensional y la teoría de la medida. Si ya se ha dicho que no hay mejor forma de ahondar en la matemática pura que refinar el método de sus aplicaciones físicas, aquí tendríamos un buen ejemplo.
En la secuencia continuo→finito→discreto→ del cálculo y el tratamiento de datos, y su contraparte discreto→finito→continuo, lo finito nunca ha tenido un rol sustantivo, sino puramente contingente. Y sin embargo es sólo devolviéndole ese carácter sustantivo en el seno mismo del cálculo que podemos ver mejor, no ya el continuo matemático, sino la homogeneidad que está más allá del continuo físico como su aspecto más indiferenciado. Aparte de que el continuo físico puede tener propiedades que la misma física no acostumbra a considerar, como la no-diferenciabilidad, la relatividad de escalas para las fuerzas o el número fraccional de dimensiones. Lo homogéneo, lo más indiferenciado, contiene siempre a cualquier orden de complejidad, y así se puede concebir una secuencia homogéneo←continuo←finito←discreto←homogéneo.
Matemáticamente, la homogeneidad no significa nada. Pero desde el punto de vista físico la homogeneidad física sería anterior y posterior a cualquier orden de complejidad concebible en el continuo físico. Por otro lado la idea misma de ley a la que el pensamiento se aferra es una búsqueda permanente de la continuidad que a este le falta en su misma naturaleza; búsqueda que también por su propia naturaleza no se puede completar. Pero el sentido de esta incompleción también cambia radicalmente si invertimos el objeto de la búsqueda. Del mismo modo, conceptos lógico-matemáticos básicos como identidad, igualdad y equivalencia se transforman por completo cuando se aplican a los múltiples equilibrios físicos posibles y estos a su vez tienden también al máximo de homogeneidad. Si hay un método retroprogresivo en el continuo física-matemática también ha de haber, en términos de código, una retroprogramación que nada tiene que ver con el uso de reliquias de programas.
La medida es una síntesis de cualidad y cantidad, pero la cualidad tiene precedencia sobre la cantidad. El aumento de la homogeneidad en las cantidades físicas de las ecuaciones facilita la trasparencia de las relaciones, y con ella, la emergencia de proporciones, que son relaciones de relaciones, devolviendo en cierto modo lo cuantitativo a lo cualitativo. Todo esto habría que verlo bajo el prisma del cálculo finito o cálculo diferencial constante, y, más allá de él, de la homogeneidad, pues es en la homogeneidad sin cualidades donde las cualidades se abren sin obstrucciones.
Asumimos también que existe siempre un conocimiento no intuitivo inmediato que es idéntico al conocimiento en cuarta persona. La estrecha correspondencia entre el método del cálculo diferencial constante y la ejecución de tareas sin saber cómo se realizan, como por ejemplo la captura de una pelota alta en carrera, nos muestran que este conocimiento no intuitivo inmediato es algo que subyace en todo momento y no algún tipo de ideal inalcanzable.
La dificultad entonces no está en alcanzar la “intuición”, pues sabemos que esta no es sino una extensión de nuestros hábitos más allá de su alcance ordinario; sino en conectar nuestras intuiciones con este otro conocimiento constante. La vía para esto no puede ser la axiomática, con su idea obstructiva de los fundamentos; no se trata de derivar razonamientos del principio sino de reconducirlos hacia él. La verdadera inteligencia está en ver en lo indiferenciado, lo diferenciado ya lo puede ver cualquiera.
Podemos ver la Naturaleza como una danza interminable en torno a un punto ajeno a cualquier movimiento, y también en torno a un punto de equilibrio dinámico que estaría en todas partes. Esto permite establecer una doble analogía: una analogía exacta, del mismo tipo que las que usa la física para sus predicciones, y una trasposición analógica más allá de toda medida, en que la conciencia—medio usa las descripciones y representaciones físicas como un símbolo de sí misma y para sí misma. Para esto no se requieren modelos complejos, sino eliminar ciertas presuposiciones sobre la naturaleza de la realidad física.
En el presente estado de la tecnociencia, una teoría extremadamente compleja y tortuosa demanda por definición aplicaciones “aparatosas”, esto es, aplicaciones que tienen que concretarse a través de máquinas igualmente sofisticadas y con tantas capas apiladas como las propias teorías. Pero si nuestra idea del retroprogreso tiene recorrido en profundidad, entre saber y poder ha de existir una forma de práctica con objetivos, ángulos y una intención inconmensurable con las ideas de la técnica actual. Aún hoy la idea de práctica en las artes sigue siendo un modelo, y lo mismo podría decirse de muchas “técnicas” antiguas, sin ignorar que ahora partimos de unas condiciones bien diferentes. Es fundamental crear nuevos ejemplos, pero la práctica, en el sentido superior del término, siempre debe guiar la técnica y la teoría.
Unos puede tomar el camino de vuelta hacia lo más simple con un gran bagaje de conocimiento formal y otros pueden dar de forma inmediata en la diana con su atención más íntegra; pero mientras unos tiran y otros empujan es excelente que ambos puedan compartir una misma orientación. Unir el conocimiento formal y el informal ha sido imposible desde los comienzos de la revolución científica.
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Gran parte de las ideas científicas que indicamos procede de los trabajos de André Assis, Gennady Shipov, Mario Pinheiro, Miles Mathis, Nicolae Mazilu, Nikolay Noskov, Peter Alexander Venis y otros investigadores de los que ya he dado referencias en escritos anteriores. Estos trabajos apuntan, desde ángulos diversos, a una transformación de nuestra visión de la física matemática desde sus fundamentos que al parecer no tiene cabida en una disciplina que sólo se permite crecer hacia delante, hacia el sector especulativo de la física teórica.
Y, naturalmente, el horizonte último de la física teórica sólo puede ser la unificación de las fuerzas de la Naturaleza, al nivel de sus leyes y de su evolución en el tiempo. Pero cualquier intento de unificación sin la debida atención al fundamento es como querer producir la unidad sin tener que pasar por ella —igual que se querría desentrañar “el misterio de la conciencia” sin tener que pasar por la autoconciencia, y viceversa. Sin embargo, la siempre inapreciada unidad de la vida es infinitamente más importante que cualquiera de nuestras teorías, y el sólo hecho de que estas nuestras pobres teorías busquen la sintonía con ella ya eleva mucho su valor.
Esperamos abrir pronto un nuevo sitio en la red con espíritu colaborativo y la intención de destilar esa conciencia en cuarta persona contenida en, entre y más allá de las otras tres. Para empezar será un espacio virtual, pero el objetivo es crear una comunicación de un orden diferente al que hoy impera en la comunidad científica o la propia red en general. Más bien se trata de encontrar una comunión en la aspiración y el conocimiento, no por la adhesión sino por una orientación común que cuenta con la propia meta como medio eficaz.
El Principio es la meta, y sólo el mismo Principio tiene la capacidad para alinear esfuerzos que de otra forma serían altamente divergentes. Y es bueno, y es inevitable, que tengamos que volver a mirar hacia el Principio desde la complejidad de perspectivas múltiples. Hemos notado el rol que en estas circunstancias está llamado a desempeñar el multiespecialista, antípoda del actual “experto”, como conocedor de varias especialidades que no está maniatado por los intereses corporativos de ninguna de ellas. Sólo él tiene hoy la libertad de perspectiva y la competencia técnica para crear un nuevo cauce en un panorama tecnocientífico totalmente controlado y burocratizado.
Los matemáticos igualmente tienen un importante papel que jugar. Ellos también tienen competencia técnica y una libertad de perspectiva frecuentemente frustrada al tener que ofrecer sus servicios para fines demasiado a menudo indignos de un intelecto sin compromisos, que es justamente lo que caracteriza a la matemática. De alguna forma tendrán que desquitarse de la hoy claramente perversa malversación de sus talentos. O los programadores del mundo, por ejemplo, incluidos los programadores gráficos. Pero la necesidad de dirigir nuestros talento en otra dirección es general.
Tengamos presente además que la relación entre la matemática pura y la aplicada hoy está mediada por una herramienta por antonomasia, el cálculo, que ha invertido la relación natural entre las predicciones y la geometría física de los problemas, razón por la cual tiene una enorme importancia recuperar un punto de vista menos instrumentalizado. El equilibrio entre predicción y descripción es crítico para la profundidad de nuestra visión, y dicho equilibrio se rompió de forma brusca con el establecimiento del cálculo diferencial e integral. Sin embargo este equilibrio se puede recuperar y existen alternativas que ofrecen soluciones.
Propondremos para empezar una serie de ideas, temas e hilos argumentales ya apuntados en escritos anteriores para que puedan ser elaborados y desarrollados por aquellos que sientan interés. Trataremos de plantear problemas con sentido y una orientación necesariamente a contracorriente, y en los que se pueda avanzar pronto sin necesidad de medios especiales. Algunos de los temas de interés serán la morfología y la filosofía natural, el retroprogreso, el conocimiento en cuarta persona, la mecánica ondulatoria, la conexión entre ondas y vórtices, la conexión entre la luz y el sonido, el hipercontinuo de las dimensiones dentro de un medio homogéneo, el proceso de individuación, las relaciones de indeterminación y el análisis dimensional, los aspectos ignorados del cálculo diferencial, la “música anholonómica», la relación entre el potencial retardado y la fase geométrica, los números primos y la función zeta de Riemann, la conciencia y el número, las leyes de potencias, la retroprogramación, la diagramatología, la relación entre termomecánica y termodinámica, el equilibrio, nuevos vínculos entre la reversibilidad y la irreversibilidad, la reversión de la ingeniería inversa en la práctica y la teoría, la experimentación con biofeedback, o una teoría general de la salud y el envejecimiento que sólo por poderosas razones sigue sin existir.
Todo puede encontrar aquí otro valor, tanto las contribuciones con un elevado nivel técnico, como las conexiones entre múltiples temas, la emergencia de una nueva idea de la aplicación práctica y la funcionalidad o la nunca suficiente apreciación de los diversos niveles simbólicos de cualquier lógica u objeto de conocimiento. Precisamente con la mecánica moderna empieza la reducción de nuestra idea del acontecer a causas eficientes que no son menos imaginarias que otras pero que pulimentan la tabula rasa del permanente proceso de desimbolización.
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Sabemos que el arte y el asombro están al otro extremo de la técnica y la ciencia teórica modernas. Pensemos lo que han conseguido hacer la música y las artes plásticas con dos de nuestros sentidos, el oído y la vista, y pensemos en la presente teoría física de la luz y el sonido. Según esta teoría, las ondas de la luz y el sonido son más disímiles que iguales, sin que se pueda establecer una verdadera conexión entre ambas. Y sin embargo esta misma teoría no lo tenía nada difícil para revelar una continuidad fundamental entre ambos tipos de ondas que se ha hundido en la sombra, esperando a que alguien la rescate. Una continuidad que puede además establecerse a varios niveles sin el menor perjuicio del rigor teórico.
Hablar de la relación entre luz y sonido es en gran medida hablar de la relación entre el espacio y la materia, esas otras dos grandes incógnitas en nuestra representación del mundo. Pero ya hemos visto que todavía hoy se ignoran las relaciones más básicas de combinación entre movimientos de rotación y traslación, y entre rotores y osciladores, a pesar de que están en la base misma de toda nuestra técnica. Y aún esta combinación de ondas y vórtices, en el sentido más amplio del término, genera la infinidad de formas orgánicas que advertimos en la Naturaleza. Ha sido precisamente el exceso de utilitarismo de la teoría, su oportunismo y cortedad de miras, el que ha impedido abrirnos a la contemplación de las seis dimensiones del espacio en nuestra experiencia ordinaria y los extraordinarios prodigios que su equilibrio despliega.
En 1820, Oersted descubrió de forma muy simple la relación existente entre electricidad y magnetismo, y ya se ha visto lo que aún sigue saliendo de ahí. Recuperar los nexos entre luz y sonido que nuestras propias teorías han enterrado, y seguirlos hasta su fuente con la debida disposición podría tener consecuencias iguales o mayores aunque en un sentido casi opuesto. No se olvide además que ni siquiera del electromagnetismo, la fuerza natural que mejor creemos conocer, tenemos otro concepto que el más elementalmente utilitario.
Cuando en la tecnociencia hablamos de principios, medios y fines, deberíamos tener presente que el fin de la teoría, la interpretación, es el punto de partida del experimento y la aplicación. La interpretación, lejos de ser un lujo filosófico que se permite el físico al final del día, perfila con su descripción y representación el ámbito de las aplicaciones técnicas. En 1956 Bohr y von Neumann llegaron a Columbia para decirle a Charles Townes que su idea de un láser, que requería el perfecto alineamiento en fase de un gran número de ondas de luz, era imposible porque violaba el inviolable Principio de Indeterminación de Heisenberg. El resto es historia. Sin embargo ahora lo que se dice es que la mecánica cuántica predice y hace posible el láser.
Esto es más la regla que la excepción. Los teóricos son especialistas en confiscar los logros experimentales y tener la última palabra sobre ellos; pues casi siempre se encuentra una forma de que la teoría “prediga” finalmente los resultados que están a la vista. Claro que una teoría que puede llegar a predecir cualquier cosa a posteriori no es una gran teoría, sino una gran racionalización, y esto vale para cualquier tipo de estándar teórico, cuya principal virtud consiste, justamente, en proporcionar un estándar de cálculo. Piénsese por ejemplo en una teoría tan “restrictiva” como la electrodinámica cuántica, que resta infinitos de infinitos en ciclos recurrentes de cálculo hasta llegar al resultado esperado. Hoy todo se justifica en nombre de la predicción, pero también los epiciclos de Ptolomeo tenían una capacidad predictiva insuperable para su época.
Podría argumentarse que, en el peor de los casos, la teoría no está obstruyendo la consecución de nuevas aplicaciones técnicas. Esto puede ser verdad hasta cierto punto; pero téngase presente que la divergencia entre Bohr y Townes, entre la teoría y la aplicación innovadora promedio, es mínima en comparación con la que podría darse si el técnico partiera desde el comienzo de otra interpretación, otros medios y otros principios —puesto que también podrían concebirse otros objetivos y usos apenas conmensurables con los actuales. De principios a fines, pasando por los medios, hay un viaje de ida y vuelta, una doble dirección que crea el continuo entre ciencia y técnica, pero la amplitud del círculo de la tecnociencia posiblemente pasa por el grado de reversibilidad, o de inobstrucción, entre principios y fines. Por otra parte, si nuestra mirada pudiera ver sin obstrucciones desde la interpretaciones hasta los principios a través de los medios, seguramente no echaríamos en falta el conocimiento formal, ni tampoco las mediaciones técnicas.
Superar el principio de inercia dentro de la mecánica equivale a dar el primer y más importante paso en este proceso de desobstrucción. La misma división entre principios, medios y fines dentro de un continuo existe ya en el propio seno de los tres principios de la mecánica, y no es pequeña cosa comprender que el tercer principio, con su cierre sistemático y su sincronización global, es todo el horizonte a que puede aspirar la mecánica clásica en su economía simbólica, el límite de su interpretación; pues si se viera esto de antemano, tal vez se buscaría entender de otro modo las cosas. Pero también existe una correspondencia entre estos tres principios y los tres momentos de la temporalidad o los tres aspectos, estructural, funcional y simbólico, que hemos distinguido en la propia técnica.
Todo esto nos remite a cuestiones simbólicas y semióticas fundamentales. La misma división ternaria del hombre en cuerpo, alma y espíritu, y otras análogas que se aplicaban a la cosmología en las culturas que nos precedieron, aún se encuentran en correspondencia con los principios modernos incluso si su intención y rango de aplicación no pueden estar más alejados. Descontado algún lógico excéntrico como Peirce, tal vez el último con alguna consciencia de esta correspondencia fue quien más hizo por establecer su definitiva separación, el mismo Isaac Newton.
Esta recurrencia no es producto de la recursividad lógica sino efecto de una “resonancia simbólica” que no está inscrita en el lenguaje sino que más bien lo circunscribe. Y, ni que decir tiene, su consideración es del todo irrelevante, si no contraproducente, para los modos de razonamiento de la ciencia moderna. En un contexto de causas eficientes, detenerse en ellas sólo podría crear “interferencias destructivas”, para seguir con el símil ondulatorio. Y sin embargo, más allá de este limitado contexto, permiten contemplar “interferencias constructivas” entre diversos niveles que también pueden tener su propio sentido.
El pensamiento por correspondencias es anterior al desarrollo de la lógica y en tal sentido aún nos envuelve sin que nos demos cuenta; lo que no quita para que la correspondencia misma sea una de las ideas más básicas y fecundas de la propia lógica, la matemática, la física o la teoría de la verdad. Por otra parte diversas teorías de la emergencia de la conciencia en el cerebro se basan en la resonancia neuronal y su problemática sincronización. Sin embargo, los mismos tres principios de la dinámica en clave relacional contienen un ajuste temporal local de los potenciales en la que ya están conectados ambientalmente diversos niveles. Dejamos abierta esta paralogía para los que quieran ahondar en ella.
El conocimiento en cuarta persona no ha de confundirse con la inteligencia colectiva que emerge de la discusión y mediación, en la propia tecnociencia por ejemplo, puesto que tal inteligencia colectiva se agota siempre en el mismo orden terciario. Si asumimos que existe siempre y en todo momento, lo único que podemos hacer es tratar de conectar nuestras representaciones terciarias con eso, por analogías más o menos rigurosas; o de conectar nuestras siempre incompletas intuiciones con un conocimiento que no intuimos pero ya está dado de inmediato. Como existe una estrecha sintonía entre este conocimiento y el “cuarto principio de la mecánica”, el análisis y síntesis de la operación de este último sirve para hacerse una idea del primero.
En otro lugar hemos visto como la evolución en el tiempo de una onda esférica en las seis dimensiones del espacio sirve como un modelo muy simplificado de individuación de una entidad; y también hemos visto que considerar seis dimensiones no es un obstáculo para la intuición de formas orgánicas sino más bien todo lo contrario. Igualmente pueden presentarse modelos análogos para el conocimiento, ya sea al nivel más reductivo de la información, o en cualquier otro más amplio; si por un lado una onda u oscilador permite la emisión, transmisión y recepción de un mensaje, por el otro podemos aplicarle directamente la interferencia o transporte paralelo que caracteriza a la fase geométrica —y que hoy se intenta explotar para cosas como la llamada “computación cuántica”.
La diferencia es que mientras que el tecnólogo intenta sacar un rendimiento de operaciones cuya representación física le resulta indiferente, desde el punto de vista de este otro conocimiento la correspondencia entre la representación de la evolución y el medio que la envuelve tiene un valor crítico para el alcance de su resonancia en el campo mismo del conocedor. No hace falta decirlo, usamos aquí la palabra “campo” por analogía, en un sentido mucho más simple, general y naturalista que las presentes teorías de campos. De este modo puede crearse un horizonte de conocimiento radicalmente diferente del actual, capaz de destilar su propia cualidad de convergencia.
Aunque el modelo de la onda-vórtice es absolutamente general y no pretende tratar las complejas cuestiones de la electrodinámica, no está de más recordar que la ortogonalidad de las ondas electromagnéticas no es un aspecto geométrico sino un promedio estadístico entre el espacio y la materia; ni está de más recordar la distinción de Hertz entre partícula material, como punto de apoyo para las fuerzas, y punto material, como volumen que puede contener un número cualquiera de partículas materiales —y que ambos comprenden ya la dualidad onda-partícula que luego se pondría de relieve en la mecánica cuántica. O recordar que las ondas de materia de De Broglie implican una vibración interna a los cuerpos, que la teoría no puede encajar debidamente porque tampoco se contempla que las partículas materiales tengan volumen.
Teniendo en cuenta estas cosas, entre otras, se puede estar más cerca de comprender cómo puede ser que las interacciones de materia y luz, en el laboratorio no menos que en nuestra experiencia común, tengan lugar dentro de un medio homogéneo y por lo demás inmutable, y que si esto es comprensible es porque uno mismo es ese medio que no está en ninguna parte ni en ningún tiempo.
La secuencia de Venis conectando ondas y vórtices también evoluciona en seis dimensiones combinando oscilación y rotación, pero en este caso no se trata de un modelo mecánico sino de una morfología fenomenológica independiente de cualquier métrica o proceso de medida. En su espacio proyectivo de dimensiones continuas puede contemplarse no sólo el infinito devenir de las formas sino también su permanente conexión con el medio que lo envuelve.
No deja de ser extraordinario que seamos incapaces de hacernos una idea cabal de la evolución de una onda esférica en tres dimensiones, que implica una deformación continua en todos los puntos como en el principio de Huygens de propagación de la luz, y que sin embargo podamos “intuir” retrospectivamente, con la inestimable ayuda de la lógica, su evolución en seis. Pero lo que también se intuye en toda esta representación, sin acabar nunca de abarcarlo, es la pura fugacidad y el carácter necesariamente superficial de su manifestación.
El “principio holográfico” original, el de Gabor, ya incluía sin saberlo el bucle de la fase geométrica. Sin embargo, resulta una ironía suprema que la ultraespeculativa física teórica solo le ha ya concedido el rango de principio al deducirlo del horizonte último de una supuesta singularidad gravitacional, también conocida como “agujero negro”. Así que el “principio holográfico” del horizonte especulativo de la física dice que cualquier evento o información posibles del mundo físico está contenido en una superficie bidimensional, lo que no ha dejado de sembrar toda clase de perplejidades, cuando desde siempre habíamos tenido que saber, más aún si hablamos de la astronomía, que no tenemos más conocimiento que el que nos brinda la luz.
Por supuesto, en una mecánica relacional en la que los potenciales retardados son ubicuos y por lo tanto también están presentes en la gravedad, una singularidad de este tipo es imposible porque al aumentar la velocidad de las masas disminuye la fuerza que las liga. Hay que llegar hasta un extremo teórico como un agujero negro para ver claramente cómo la relatividad general sigue pagando tributo al tiempo absoluto y las fuerzas absolutas independientes del entorno. Pero si aquello que para la teoría sólo surge en el extremo ya es patente en cualquier momento y condición, no debería existir ninguna necesidad interna de ponerlo de manifiesto. Aquí lo irreversible está en la evolución del propio horizonte teórico, no en la Naturaleza. Pero esto contiene algo aún más problemático, cuando la física se precia de que sus leyes fundamentales son reversibles mientras que en un medio abierto no tiene sentido que algo lo sea.
Cualquier sistema cerrado que esté poseído por un dinamismo absoluto tiene que conducir a una singularidad: no puede tener otro horizonte teórico. Y aquí el contrapunto para las creaciones humanas no puede faltar, en forma de “singularidad tecnológica”. Sin embargo una fase geométrica también puede ser vista como un hueco o singularidad en la topología del movimiento, pero no en este sentido patológico, sino en el mucho más elemental de no ser integrable en el contorno de un sistema cerrado.
Y este contorno no cerrado concurre con el «principio de individuación» de las formas tan maravillosamente reflejado en la secuencia de Venis. Y aunque no habría que decir que el proceso de individuación es anterior al individuo, aún se hace necesario en un tiempo que ha pretendido que el individuo es el único principio de todo; un individuo que sería tan cerrado y atómico como las leyes que él asumido y aplicado con la máxima generalidad. Digamos, por lo demás, que cualquier partícula tiene que ser una configuración efímera independientemente de su duración o estabilidad, por el mero hecho de que no se hace patente sin interacción.
La fase geométrica es la interfaz por excelencia y a cualquier nivel entre sistemas que por lo demás se definen como cerrados: este es su insustituible carácter estratégico, que sólo puede hacerse patente cuando, en primer lugar, se considera que todo lo “fundamental” es cerrado, y, en segundo lugar, empieza a proliferar la “conectividad” entre cada vez más “sistemas cerrados” o “atómicos”. Pero dado que está excluido de nuestros principios, no deja de ser otra contingencia más.
En un sentido más bien opuesto aunque no excluyente, la fase geométrica también puede interpretarse como una transición de escalas, además de como una transición entre dimensiones. Independientemente de que la secuencia de Venis sea solo un despliegue proyectivo aún sin contacto con el dominio cuantitativo de la física, nos ofrece un vínculo inestimable y aún enteramente por desarrollar entre la física moderna como dominio del nomos y el devenir de la physis eclipsado por la Ley. Incluso en el dominio de la geometría diferencial y el cálculo plantea una serie de cuestiones que no han conocido todavía la confrontación entre nuestra intuición y nuestra razón. En cualquier caso, la comprensión de la evolución de una entidad individual en cuanto tal es algo infinitamente más interesante que las especulaciones forzadas y las aplicaciones ciegas.
En función del caso físico, su descripción e interpretación, una fase geométrica puede verse como un trasporte paralelo, como una autoinducción, como una curvatura o flujo de la forma simpléctica, como una intersección cónica entre superficies potenciales de energía, como una transición entre dimensiones, como una torsión o un cambio en la densidad, como una transición de fase, como un punto de degeneración, como un potencial retardado, como la diferencia del lagrangiano, como una resonancia, como una interferencia holográfica, como un bucle, como un principio de esclavización, como un agujero o singularidad de la topología del movimiento, como un tiempo propio o línea temporal, como una memoria, como una interfaz o incluso de otras maneras que no tienen por qué ser excluyentes.
¿Por qué admite tantas interpretaciones una fase geométrica? Poincaré ya notó que cualquier “ley fundamental” que se exprese mediante un principio de acción admite un número ilimitado de causas posibles, que por lo mismo vendrían a ser irrelevantes. La fase geométrica, por el contrario, admite un número ilimitado de formas globales de ver el hueco en la causalidad local.
Puesto que la sincronización global, por definición, no puede estar dentro de la dinámica entendida como dominio de la interacción, con respecto al potencial es la propia dinámica la que reacciona, y es en ella donde tendría que hablarse de un tiempo propio entre cada acción y reacción: las ideas de localidad y causalidad se deben justamente a esto, no al contrario, como hoy se piensa.
El diseño global de la máquinas humanas tiene una causalidad y sentido bastante unívocos a pesar de que las fuerzas naturales en que se fundamentan, como la gravedad o la electricidad, nunca pueden tenerlo. Así pues, nuestra idea de causalidad se fundamenta en la sincronización de las partes (fin), la aplicación de fuerzas (medio) y los materiales (principio).
Desde este punto de vista, está claro que la creación del reloj mecánico en la Edad Media es con mucho el principal desarrollo de la técnica moderna, aquel que realmente define su espíritu. La revolución industrial lo que añade es la explotación de las fuerzas, y la revolución digital impulsada por el ordenador va inscribiendo cada vez más profundamente en la materia ese espíritu a través de un control cada vez más minimalista de las fuerzas. Y el límite último de esta tendencia sería la explotación de los potenciales cuánticos; pero esta ofuscación con cosas que sólo pueden ofrecer rendimientos decrecientes nos impide ver el extremo libre de la cuestión.
Si ignoramos la eficiencia del medio físico, la misma disposición de la mecánica nos obliga a creer en las causas eficientes incluso cuando se renuncia a identificarlas, y a las fuerzas del tipo que sea corresponde llenar este hueco; en la medida en que contamos con ella, ya lo llamemos medio homogéneo, vacío o como que se prefiera, podemos contemplar los procesos físicos más allá de la causalidad y ver al mismo tiempo cómo insertamos en ellos nuestras humanas ideas de causas. Esta coincidencia de lo causal y lo acausal, que sin duda puede comprenderse a muchos niveles diferentes, apunta ella misma al conocimiento en cuarta persona.
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Para ir terminando necesitamos valorar qué significa el movimiento retroprogresivo en general y en qué consiste su virtud dentro de la coyuntura presente. Por un lado, el retroprogreso es parte integral del permanente volver sobre sí de la conciencia reflexiva; por otro, desde un punto de vista natural, forma parte de la necesidad animal de reapropiarnos las posibilidades que ofrece el medio ambiente. Pero hoy ambos movimientos se encuentran sistémica y sistemáticamente obstruidos en esta fase terminal de un cierto proceso civilizador, y los escapes que se disponen para esta retención cada vez más violenta son solo sucedáneos patéticamente burdos.
Hoy ni las ciencias teóricas se pueden permitir el lujo de evaluar libremente sus propios fundamentos, ni las tecnologías pueden revisar los estándares sobre los que están construidas. Un ejemplo típico de estándar que ha mostrado ser irreversible es la disposición de las letras en el teclado, concebida expresamente para que la máquina de escribir no fuera demasiado rápido y entrechocaran las letras; hoy esa limitación no tiene sentido en el ordenador, sin embargo nadie ha podido cambiarla. Pero las mismas teorías se han definido a sí mismas como estándares, y no es por casualidad que hoy hablamos del modelo estándar de física de partículas o del modelo cosmológico estándar. Hay además toda una sedimentación histórica de estándares en múltiples capas tanto a nivel teórico como técnico. Esta sedimentación o acumulación, esta obstrucción sistémica de la posibilidad de retorno, es la “viva” imagen de la inercia de la civilización, o para decirlo mejor, lo irreversible en la acreción de su estructura.
Y todo hace pensar que nos encontramos en las postrimerías de un largo ciclo de acumulación que tiene ya más de medio milenio; aunque este periodo sería bien poco si no hubiera rehecho a su imagen a todo lo anterior, y sus ciclos más vastos, lentos y seguramente también más poderosos. Saber y poder fueron los dos pies sobre los que creyó erguirse el fatuo hombre del Renacimiento, pero en la primera fase de su despliegue el mismo proceso de expansión del conocimiento impedía ver el movimiento del poder en sentido contrario; ahora, al final de este proceso, no hay conocimiento que no se sienta como un ejercicio de poder, y un poder deliberado. También el primer liberalismo se presentaba como una supresión de fronteras; pero en realidad lo que hizo fue destruir las estructuras existentes para imponer las suyas propias, que ahora, colonizado todo el territorio, ya sólo se perfeccionan en el control y el cierre sobre sí mismas. Que los llamados liberales de hoy hagan justo lo contrario de lo que siempre predicaron habla elocuentemente del cumplimiento del ciclo.
Saber y poder se equilibran recíprocamente con el balance más exquisito incluso allí donde más descompensada parece su proporción, de esto sí podemos estar seguros con la más apodíctica de las certezas, pues el mundo, cualquier mundo, no tiene otra salvaguardia. Para muchos puede resultar fuera de lugar que cuestionemos cosas tan bien asentadas como los principios de la mecánica, pero aparte de que aquí se trata de una necesidad absoluta, nos sitúa en una línea de mínima resistencia y máxima oposición, que es a la vez línea de oposición mínima y resistencia máxima. Y el eje del ciclo del que hablamos gira en la confluencia entre la inercia histórica, la inercia física y nuestra idea de ambas.
Las últimas consecuencias de la idea de la inercia física las tenemos en la violación sistemática de todas las barreras entre especies por las biotecnologías. A pesar de la gran montaña de evidencia empírica que dice lo contrario, aún se consideran los genes como portadores de un código digital. Y en última instancia se piensa que tienen que ser un lenguaje, porque se supone que sin él las biomoléculas serían inertes y estúpidas. Pero también aquí, una vez más, la realidad es casi la inversa: para ser un vehículo fiable de la herencia, el ADN tiene que ser por necesidad una molécula sumamente estable, y por lo mismo, pasiva. Las que realmente juegan un papel activo son las proteínas globulares y enzimas, en verdad el primer nivel de vida organizada por derecho propio, que son capaces de construir al ADN y a todo tipo de proteínas con una respuesta variable en función de su ambiente. La vida ha hecho al ADN y no el ADN a la vida.
Los biotecnólogos no pueden alegar ignorancia de esta y otras muchas realidades elementales de la biología molecular, y sin embargo hablan y actúan como si tales realidades no existieran. Mucho más que un lenguaje para los planos de un edificio, los genes son ellos mismos material de construcción, que, eso sí, puede estar más en sintonía con unas formas y funciones u otras, que en cualquier caso vienen, de dónde si no, del entorno externo a esas masivas y torpes moléculas. Pero eso no se deja reducir tan fácilmente a código, y la idea del código y su programa sigue teniendo un atractivo irresistible para aquellos que sólo buscan combinar y recombinar.
No actuamos según nuestras ideas, sino que nuestras ideas se adaptan a lo que hacemos y queremos hacer. Esto siempre es así, pero ahora que la tecnociencia ya es indistinguible de la política y hemos entrado de lleno en la tecnopolítica y el tecnofeudalismo digital, podemos verificar en primera persona lo que eso significa. Lo cual no quita para que semejante ignorancia voluntaria sea criminal, especialmente cuando hablamos de la manipulación de la vida a gran escala.
El globalismo es el mayor enemigo del planeta, y quienes lo impulsan son los últimos que podrían hablar de salvarlo. Su suerte no les importaría lo más mínimo sino fuera porque aún tienen que convivir con sus problemáticos habitantes. El globalismo ve el planeta como una cartera de activos y a la vida entera como reserva de recursos genéticos potencialmente útiles. Y la mejor muestra de hasta qué punto desprecian la vida, está en la misma teoría y las mismas prácticas biológicas que impulsan y publicitan de la forma más decidida. Frente a eso, cualquier amenaza fabricada palidece.
Todo poder que sigue manchándose con la adulteración meticulosa y deliberada de la vida está destinado a caer, pues no se confunden impunemente el Árbol de la Vida y el Árbol del Conocimiento; especialmente cuando no puede estarse más de espaldas a lo que es la Vida en general. Tales poderes atraen las peores desgracias sobre el género humano y el resto de las especies, cosas más indeseables que la extinción. Y los que estamos presenciando todo esto no podemos permanecer callados, porque la pérdida de dignidad del hombre ya ha ido demasiado lejos, y callando nos preparamos para indignidades mucho mayores todavía.
Se dice que sólo luchamos verdaderamente por nuestros intereses inmediatos pero eso no es cierto. No hay que preocuparse sólo por las consecuencias que para uno puedan tener las estúpidas maquinaciones de quienes pretenden ser señores de la vida, hay que empezar por rechazar todo su programa y sus repugnantes medios de comienzo a fin y de la forma más radical. Puesto que la interesada premisa de la que parten, que los seres vivos y nuestras máquinas son lo mismo, es manifiestamente falsa incluso para un niño, y lo más que puede alcanzar el desarrollo de tal planteamiento es un perfeccionamiento de los simulacros; en una palabra, de la mentira y el engaño a todos los niveles.
De modo que su punto de partida es sencillamente inaceptable; no diremos sus principios porque es obvio que no los tienen. Además es inaceptable no solo moralmente sino también desde el punto de vista teórico y técnico. Y lo primero que hay que tener para rechazar a este poder es rechazar sus asunciones y pseudoprincipios, lo cual ya es la mitad del camino para tener principios propios.
Gran parte de los técnicos y científicos no se dan cuenta de hasta dónde llega la colonización de sus mentes porque tampoco les importa, pues ya se sienten satisfechos con poder trabajar en un marco con reglas establecidas y dentro de una comunidad que parece dar un sentido a su esfuerzo; pero los mejores de entre ellos tienen poco que hacer dentro de la presente mediocridad. Las ciencias han creado toda una narrativa de inconformistas, revolucionarios e incomprendidos profetas, pero lo cierto es que hoy, incluso con todas esas pretendidas “tecnologías disruptivas”, tienen más inercia y cosas que ocultar que la Iglesia que procesó a Galileo. Las tornas han cambiado por completo.
Puede estarse seguro de que los únicos que están conduciendo a la ciencia al más completo desprestigio no son los que la critican, sino los mismos científicos que han permitido que llegue hasta este estado. Y, por una parte, incluso eso podría resultarle útil al poder, como le resulta útil la erosión y desprestigio de la política. Ya ha previsto escenarios donde el grueso de la población da la espalda al conocimiento científico para que una pequeña casta organizada pueda trabajar aún más libremente —y eso es lo que ya casi sucede. Cabe preguntar con qué se legitimará el poder en un momento dado, cuando ya nadie escuche a sus sacerdotes. Pero aunque hayan conseguido degradar todos los ángulos del conocimiento concebibles, no impedirán que la razón tenga la última palabra, y desde luego nosotros no vamos a renunciar a la razón.
Se ha repetido que lo que caracteriza a la tecnocracia no es la persecución de fines sino su énfasis en los medios y su eficacia; pero este no es un juicio muy certero, y menos aún en las actuales circunstancias. En las mismas ciencias con mayor limpieza teórica, como la física, vemos que los medios, las predicciones del cálculo, se convirtieron en fines desde el comienzo y de la forma más descarada posible; qué puede esperarse entonces de todo lo demás. Pero precisamente el hecho de elaborar teorías ad hoc ha hecho que sean el camino más recto para una cosa y el peor para todo lo que ignoran.
Nuestras teorías físicas más celebradas, o el propio cálculo, demuestran a menudo una gran ineficacia para tareas que se pueden resolver de forma mucho más simple por otros medios. Y cuando se intenta conectar diferentes estratos teóricos entre sí, la ineficacia combinada puede crecer exponencialmente porque cada marco se ha optimizado para un tipo de problema a expensas de todos los otros. Y lo mismo suele ocurrir con las tecnologías y el intento de solución técnica para muchos problemas del mundo real. Ahí tenemos la gran eficacia de nuestro modelo económico para una sola cosa, y su enorme efecto destructivo para casi todo lo demás. El mito de la eficacia al que la tecnocracia se agarra es ya objeto de escarnio; la absorción por unos fines cada vez más estrechos hace tiempo que terminó con él.
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Si el retroprogreso no nos parece la dialéctica natural es, más que nada, por la propia exageración unilateral de la idea del progreso moderno. Un tipo de progreso que aún se nos quiere hacer tragar con embudo aun si no tenemos el menor interés por él. Lo que no se pondera todavía es hasta qué punto la ciencia, en pos de sus predicciones y soluciones, ha invertido la percepción de los problemas; como tampoco se ha ponderado ni remotamente que exista una forma más simple de tratarlos sin renunciar en absoluto a la razón y a la simplicidad, sino más bien todo lo contrario. El retroprogreso sigue esa línea de dimisión de la razón buscando su restitución.
Para mantener esta ficción de progreso irresistible e irreversible, se nos venden las más ridículas líneas de fuga y escape, cuando lo único que queremos es un poco de inadulterada realidad. Tampoco ignora casi nadie que esos cambios drásticos e irreversibles que se quieren forzar se escenifican precisamente no para que cambie lo que importa sino todo lo contrario: se pretende modificar a toda la población para que el pequeño grupo de perpetradores quede intacto. En una palabra, cualquier atractivo que pudiera quedarle al progreso ha sido enterrado definitivamente por sus últimos promotores, en los que progreso desbocado y reacción extrema coinciden como nunca.
Como ya hemos dicho muchas veces, la auténtica megamáquina del globalismo, la que envuelve e impone su sentido a todo lo demás, es la pirámide invertida de distribución de la riqueza con su ley de potencias 80/20 reiterada casi hasta el límite, y según algunas simulaciones tendente a otra “singularidad” en la que toda la riqueza sería de un titular y el resto no tendría absolutamente nada. Este Gran Sifón o aparato de extracción y bombeo de riqueza desde la base física de recursos hasta lo alto de la cúpula tiene una elemental estructura matemática en la que sin embargo están inscritas muchas cosas. A pesar de lo simple de esta estructura, que además juega un papel fundamental en toda la minería y análisis de datos, logística, marketing, gestión, administración, y un largo etcétera que se resume en optimizar la explotación de recursos, su estudio a escala máxima es sistemáticamente ignorado por todas las prédicas de economistas y sociólogos incluso cuando se habla del “problema de la desigualdad”.
Lo que demuestra otra vez hasta qué punto las ciencias, ya sean naturales o humanas, con sus “formidables recursos analíticos”, son discursos controlados e integrados en las narrativas oficiales. Y lo que demuestra también hasta qué punto este discurso público tiene poco que ver con el auténtico análisis técnico de datos que se hace rutinariamente de puertas para dentro.
Si al discutir la técnica es ineludible contrastar Máquina y Naturaleza, aquí tenemos un caso de particular interés, puesto que las leyes de potencias y su manifestación en el dominio de frecuencias también son ubicuas en toda clase de procesos físicos y biológicos, incluido nuestro propio cerebro, una forma bien compleja de sociedad. Algunos han querido ver esto como una evidencia de que la desigualdad es algo simplemente “natural”, pero parece obvio que la “libertad de escala” que el capital ha tenido para crecer, la condición para su permanente acumulación, es, antes incluso que la herencia, la apropiación de los mecanismos de creación del dinero y el crédito —pues también resulta obvio que la pirámide invertida de la riqueza refleja la montaña de deuda agregada y acumulada por nuestras economías.
En el Gran Sifón se integran los mecanismos monetarios, digitales, mediáticos, estatales y de otras grandes instituciones de una forma que es a la vez jerárquica y no jerárquica, tan vertical como la pendiente de desigualdad y tan horizontal y “anónima” —en un anonimato proporcional a la cantidad- como el flujo del dinero; y si bien la distribución en sí misma es continua, el número de elementos entre los que se distribuye es siempre un conjunto discreto. Es evidente que no se publica todo lo que se va aprendiendo sobre esta ley de potencias, pero hay aquí una gran clave sobre la relación —y la divergencia- entre Naturaleza y civilización, y entre la supuesta liquidez del dinero y las más verticales jerarquías. Harán falta estudios independientes para desentrañar este vínculo, pero no es este uno de esos problemas intratables. Contrastar el sistema hidráulico de deuda con los límites de los procesos naturales hará que la luz del Sol entre en esta enrarecida cripta.
Toda la ingeniería monetaria, la ingeniería financiera, la ingeniería social, la concertación mediática, la ingeniería del conocimiento, la ingeniería genética, etcétera, están en deuda directa con la estructura del Gran Sifón y trabajan para protegerla, puesto que no solo acumula en la parte superior casi todo el excedente de poder de compra sino que también lo canaliza. Cualquier sociedad que se respete a sí misma tendrá que hacer todo lo necesario para que semejante estructura de succión masiva y optimización del colapso no vuelva a repetirse jamás, pues tal monumento a la disfuncionalidad no sólo genera una desigualdad grotesca sino que corrompe todo lo que toca, moldeándolo a su imagen y semejanza. Esto es lo que debe terminar.
Cualquier verdad importante puede entenderse a muchos niveles diferentes, y por el contrario, si un proceso sólo se conoce al nivel de la predicción, como tantos en física o en probabilidad, o se comprende muy mal o no se comprende en absoluto —por más que sus ecuaciones se manejen con la mayor solvencia. Puesto que las leyes de potencias se presentan igualmente tanto en la Naturaleza como en los procesos humanos —desde leyes físicas fundamentales al tamaño de las ciudades, las corporaciones, los terremotos, los granos de arena y las estrellas- y se ha acumulado una enorme masa de información estadística al respecto, el grado de conocimiento que los mejores expertos pueden tener sobre ella se encuentra seguramente a mitad de camino entre la comprensión efectiva y la ignorancia predictiva. Se tiene casi todo para comprender el fenómeno cabalmente, menos la disposición necesaria para asimilarlo.
No es necesaria ninguna matemática para saber que en cualquier grupo humano quienes llevan la iniciativa son una pequeña fracción, y que su proporción e influjo se extiende de un modo más o menos continuo en la medida en que lo permite la cifra de la población. Tampoco es necesaria la matemática para entender que la ventaja sacada de esta iniciativa se puede acumular y amplificar en el tiempo a través de la herencia y de la apropiación de privilegios y de los mecanismos más vitales para el funcionamiento del conjunto.
Esto lo comprendemos sin dificultad por nuestra propia experiencia en la interacción social así como por la experiencia acumulada en la historia misma. En este caso, los elementos matemáticos críticos son la proporción 1/5—4/5 de la “ley de los pocos indispensables” y el número de veces que se reitera la potencia, lo que forzosamente ha de depender de la escala. Porque es innegable que esta tendencia también existe en las comunidades pequeñas, y lo que le va confiriendo sus implicaciones monstruosas es la extensión sin restricción de su escala.
A esta expansión sin restricciones en el espacio se oponen restricciones crecientes en el tiempo. Un aspecto muy básico del aumento de la complejidad es el aumento correlativo de restricciones del sistema: esta restricción creciente, esta fragilización, es algo tan básico como el propio proceso de envejecimiento que experimentamos en nuestro cuerpo, y sin embargo es algo ignorado de la forma más genérica en las descripciones y análisis del desarrollo. Lo que no es de extrañar si se advierten sus implicaciones.
Al ciclo de expansión le sucede otro de contracción: pero aquí no hablamos ya de ciclos económicos sino de ciclos vitales. En realidad todo este ciclo de concentración de riqueza que empieza con la expansión de Europa hasta dejar de serlo y convertirse en “Occidente” es un ciclo de disipación de energías que se habían acumulado durante al menos otros quinientos o mil años. Esta primera fase creció hacia dentro y destiló cualidades, mientras que la segunda fase creció hacia fuera expandiendo el dominio de la cantidad hasta sus últimas fronteras. Ya dentro del ciclo expansivo unos pocos despertaban el entusiasmo y aprovechaban los enormes excedentes de energía interior de la población, mientras que ahora el sistema lo que aprovecha para subsistir es la falta de energía, canalizando como puede los escasos excedentes.
Evidentemente tampoco aquí va a coincidir el colapso con ningún tipo de singularidad, puesto que todo el excedente de riqueza acumulado arriba de alguna manera tiene que comprar la adhesión de todo eso que queda por debajo; pero esa compra masiva de voluntades se traduce mayormente en servidumbre, corrupción generalizada, aumento de las restricciones y la ineficacia, y la sedación y pérdida permanente de energía tan necesaria para poder tomar otro curso.
Por eso ahora se pone más énfasis que nunca en lo irreversible de los cambios tecnológicos: lo que es irreversible es el final de este ciclo civilizatorio, pero los que pretenden guiarlo prefieren que desaparezca el hombre antes que desaparecer ellos mismos. No quieren tener testigos de su fin.
Hay muchos niveles de comprensión para la ley de potencias y el principio de desarrollo; incluso la evolución de una onda esférica en seis dimensiones aporta un conocimiento valioso de lo autodual de la expansión y contracción. Pero cualquiera que sea el nivel de conocimiento que adquiramos, se trata de un conocimiento inútil, si no contraproducente, para las necesidades de mantenimiento de este sistema. Así que, como en todo lo demás, lo que nos debería ocupar es ver qué valor puede tener para las comunidades que construyamos, ahora todavía en los márgenes, y luego algún día fuera.
Hoy la estructura de dominación es fundamentalmente económica como en otros tiempos fue sacerdotal o militar. Aunque el objetivo ha de ser que no exista ninguna, seguimos sin saber hasta qué punto es eso posible, porque hasta el día de hoy sigue siendo un hecho que no existe organización sin jerarquía. La única forma de minimizar este hecho es la reducción drástica de escala.
Lo opuesto a la muerte no es la vida sino el nacimiento, la vida en sí misma no tiene opuesto. Teniendo esto en cuenta comprendemos mejor la omnipresencia de las fuerzas de muerte en marcha, que no pretenden ser directamente homicidas, sino que son la encarnación misma de una resistencia a morir que coincide con la oposición al nacimiento. Y nuestra relación con las máquinas, ese espíritu coagulado, también concreta a su esquizoide manera la resistencia y la contracción de lo que se resiste a morir. Porque lo cierto es que las máquinas siguen teniendo una irrompible conexión con nosotros aunque nos esté estrangulando el cordón umbilical.
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Los que fuerzan contra natura la irreversibilidad de los cambios actuales hacen daño a todos los que los padecen pero también y muy especialmente a ellos mismos. Ciertamente aún tienen la tracción de los engranajes del poder, pero es lo único que ven de un eje mucho más largo. Insistiendo en la irreversibilidad de los cambios multiplican exponencialmente la oposición cortándose además la posibilidad de retirada. No importa cuántos falsos desafíos y falsas alarmas fabriquen para hacerse imprescindibles, todos saben que ellos no son la solución sino el problema. Hasta para “reinventarse” de forma mínimamente creíble necesitarían cosas radicalmente nuevas que ellos son los últimos en poder crear.
La idea de la vida y el conocimiento que aquí se sostiene es diametralmente opuesta a la de quienes creen en la irreversibilidad del progreso, pues tal irreversibilidad no es sino la acumulación inerte de sus muchos estratos. Todos sabemos sin saberlo que la plenitud de la vida reside en la liberación de estructuras, pero la tecnología moderna tiende por el contrario a su proliferación y ocultación sistemáticas. ¿Y qué poder y qué conocimiento son esos que necesitan tantos aparatos?
Si la idea de la biología que hoy se tiene no es más que la precipitación postrera de una forma de entender el mundo físico, hay en la física, que sería la ciencia holística por antonomasia si ello se contemplara en sus principios, un potencial todavía inédito para describir satisfactoriamente los aspectos más importantes de la biología, la evolución y la salud; y también para confrontarse al menos con la cuestión de la conciencia. Es fama la “irrazonable ineficacia de las matemáticas” para la biología, pero esto no tendría que haber extrañado a nadie puesto que, para empezar, la misma “irrazonable eficacia” de la matemática para la física no ha sido sino una concatenación de operaciones de ingeniería matemática inversa con unos fines sumamente específicos. Por esto mismo, hay aquí también otro camino inverso hacia la simplicidad, que apenas está oculto, y que esperamos poder mostrar.
A pesar de todas sus deficiencias, la física matemática aún mantiene una conexión con el linaje más noble del conocimiento. La biología molecular, precisamente por ignorar los prodigios entre los que continuamente se mueve, en su estado actual no es más que un fruto condenado. Este juicio sonará a maniqueísmo extremo, y sin embargo es a la física a la que corresponde reparar el agravio. La suma del conocimiento de cien mil expertos en biología molecular queda en ridículo ante lo que sabe hacer una ínfima enzima; si algún día están a su altura, tal vez se les quiten las ganas de hacer experimentos. Y así y todo, ese saber de la enzima depende más de lo que se ha ignorado en la física fundamental que de todo el deletreo biomolecular.
No es el hombre lo que tiene que ser superado, sino la ciencia, y más aún la tecnociencia en su concepto actual; el Hombre seguirá siendo una incógnita a mitad de camino entre el Cielo y la Tierra, entre lo que es capaz de captar de la infinita esfera del conocimiento y lo que es capaz de concretar con él. Pero no creo que este planeta permita a estas alturas la coexistencia de dos civilizaciones diferentes, una dedicada a la manipulación a su antojo de la vida y otra condenada a padecerla sin poder hacer nada.
No, eso no va a ocurrir; no lo permitirá la tensión entre el Cielo y la Tierra, ni la que existe entre nuestro conocimiento y nuestra acción. Por lo tanto, o bien toda esta carrera tiene un fin rápido y violento que ataja los experimentos impíos, o emerge pronto un oponente capaz de equilibrar esta situación extrema. Pueden apreciarse lineamientos de fuerzas del planeta contrapuestas a las fuerzas de la globalización; pero en la escena del conocimiento aún no existe nada parecido, y sin esta guía, cualquier oposición está vencida de antemano.
Lo que no significa que una nueva orientación de la ciencia, la técnica y la práctica requieran del apoyo de ningún poder, sino todo lo contrario. Si no es capaz de surgir espontáneamente y por sus propios medios, tampoco merecerá la pena —si se trata de oponer una simplicidad que sea al menos tan penetrante, tan envolvente, como la complejidad con que las modernas tecnologías nos cercan. Dar con ello no es algo que esté al alcance del dinero.
No son pocos los que han buscado liberarse de las estructuras en el dominio del pensamiento, pero hasta ahora permanecía sin cuestionar el dominio de la cantidad que ha dado a este sistema toda su capacidad de control. Sin embargo la supuesta superioridad técnica de sus analistas tiene mucho de imponente fachada, y uno mismo puede comprobar que ni siquiera se han analizado correctamente las dimensiones físicas de problemas de cálculo elemental. Sin buen análisis no puede haber buena síntesis, pero eso siempre fue secundario para el crecimiento de las especialidades. Hoy el panorama del conocimiento es sencillamente indescriptible y no sólo por problemas técnicos e históricos sino porque, al depender cada vez más poder y ciencia el uno del otro, el número de cosas que los expertos deben ignorar para mantenerse en sus puestos neutraliza el conocimiento acumulado que acaparan.
Nuestra percepción de la realidad es siempre muy superficial. Antes notábamos la concurrencia de los discursos del poder y de la física en ciertos conceptos, aunque, por otra parte, nadie ignora que existe una decisiva diferencia entre fuerza y poder. También notábamos que el movimiento, y cualquier estado físico, puede describirse de forma consistente tanto por el equilibrio como por el desequilbrio. Pero, ¿ cómo percibe uno de la forma más inmediata el poder, ya sea dentro o fuera de sí? Cualquiera dirá que como un desequilibrio, puesto que el poder tiende fatalmente a ejercerse en su totalidad, a pesar de que la otra forma de verlo, como un equilibrio dinámico permanente y también como un permanente compromiso, ha de ser igualmente cierta. Sin embargo este último aspecto puede evadir en grados muy amplios la conciencia, puesto que si el equilibrio existe siempre, y la suma de fuerzas siempre es cero, no hay cambio que podamos apreciar. Así pues, sin pretenderlo, la física fundamental parece conducirnos a un insospechado arcano del poder, un arcano que, curiosamente, tendría un punto ciego inaccesible a la física y la mentalidad reinantes.
Desde que hay historias se nos ha hablado de la lucha entre dioses y titanes, devas y asuras, por el dominio del cosmos y el hombre; y a este respecto nada sería hoy más fácil que establecer una narrativa que no andaría muy lejos de la realidad. Sin embargo lo más verdadero de estos mitos siempre presentes es algo que no se deja captar por el tiempo aunque pone en marcha los resortes de la ficción. Al final no vencerá ni quien más engañe ni quien menos se deje engañar, sino quien más cercano se encuentre al Principio.
Hay virtud en lo retroprogresivo, una virtud que el fascismo de lo irreversible hace cada vez más evidente pero también otra virtud más elusiva y profunda que hace girar la rueda entera del acontecer. Esa virtud no se adhiere a nada pero permite que todo le siga su rastro; incluso al poder le es dado seguirla, pues basta con buscarla para que ella abra un camino donde parece que no existe ninguno.