Según el Foro Económico Mundial que acostumbra a reunirse en la montaña de Davos, «nada será igual» después del coronavirus. El Gran Reinicio nos espera apenas empiece el 2021; ya sólo queda subirnos al tren.
¿Cómo puede saberse cuándo un cambio es definitivo o meramente ocasional? ¿Cómo prever si sus consecuencias serán reversibles o irreversibles?
Se supone que la mal llamada «gripe española» de 1919 fue incomparablemente más mortífera que este virus, y con todo apenas pasó como un fantasma por la memoria de toda una generación, que sin embargo no pudo olvidar la Primera Guerra Mundial y la Paz de Versalles, o el crac del 29.
La gran guerra y la crisis de los años treinta sí tuvieron efectos irreversibles, que conducirían hasta el mundo de 1945; pero está claro que la gripe no, y en cuanto dejó de llenar las páginas de los periódicos quedó relegado a las hemerotecas. No falta quien dice que las cifras fueron infladas sin la menor vergüenza para asustar a la población y hacer olvidar la temible cuestión de la responsabilidad del conflicto, que había encontrado la oposición general de los sindicatos, y de cualquier persona capaz de sustraerse a la mucho más letal propaganda de guerra de la prensa.
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¿Es irreversible la globalización? ¿La inmigración masiva de los países pobres a los ricos? ¿La emigración a las ciudades en la mayoría del planeta? ¿El éxodo urbano en los Estados Unidos? ¿La escisión de esta nación en dos sociedades enfrentadas? ¿La huída del trabajo? ¿La «conquista» de derechos que a menudo son promovidos y concedidos desde arriba? ¿La expropiación de las técnicas por la tecnología a la que llamamos digitalización? ¿El cambio climático? ¿La concentración del capital? ¿La corrupción y descomposición del cuerpo social? ¿La civilización? ¿El progreso? ¿La domesticación humana?
En principio no hay proceso que no se pueda revertir, ya sea voluntaria o espontáneamente, de forma suave o catastrófica; todo depende, por supuesto, de la escala temporal que contemplemos.
El mismo cambio climático, que se atribuye con tanta insistencia a la intervención humana, bien puede ser una fluctuación sin importancia camino de la próxima glaciación. Y aun en el caso de que nuestra especie estuviera alterando el clima de forma decisiva, un rápido colapso sería tal vez la forma más rápida de revertir el proceso.
La emigración del campo a la ciudad parece algo imparable en casi todo el globo, pero en algunos países económicamente desarrollados ya se aprecia una tendencia hacia el éxodo urbano en busca de más espacio, más tiempo y menos restricciones.
Claro que los habitantes de la urbe no se van a vivir al campo para cultivar patatas en las condiciones de hace trescientos años; por el contrario, lo hacen porque también las zonas rurales están en gran medida asimiladas y en todo caso conectadas a la red.
Y así podríamos decir con todo. La relación entre lo reversible e irreversible sería en gran medida dialéctica, puesto que cuando percibimos algo como irreversible, de inmediato exploramos otras direcciones y aun la dirección contraria si promete nuevos grados de libertad.
Es evidente para cualquiera que la dirección de muchos procesos se puede invertir, mientras que eso no significa en absoluto que las cosas vuelvan sin más a su estado anterior. Estrictamente hablando, no hay procesos reversibles porque en la práctica las condiciones nunca vuelven a ser las mismas —sin embargo siempre existe la posibilidad de revertir parcialmente una situación, y lo que tomamos como una tendencia absoluta no es sino una constelación altamente condicional de circunstancias variables.
El Progreso siempre aspira a mutaciones irreversibles porque, a falta de otra cosa, la destrucción del pasado como hecho consumado sería su única forma de legitimidad. Pero más allá de su furor destructivo y sus secretos triviales, la modernidad tiene su propio misterio, que hasta ahora se ha defendido muy bien de todos los esfuerzos por calarlo. Podría tener mucho que ver con la mutua relación entre lo irreversible y la reversibilidad, pero no al nivel de fuegos fatuos de los pares de opuestos en la representación de la conciencia, sino en el tipo de alianza altamente selectiva que ha establecido con la Naturaleza, lo que quiere de ella y lo que de ella desatiende.
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Vayamos primero con uno de esos secretos triviales; tan básico, al parecer, que no hace falta incluirlo en nuestros mapas de la realidad. Incidentalmente, también tiene que ver con la irreversibilidad.
Según la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, el amo domina al esclavo por su desprecio de la muerte, mientras que el esclavo acepta la sumisión para evitarla. Pero hoy ocurre casi lo contrario: a los no reconocidos amos del mundo no les queda más remedio que esconderse, —y es para compensar esta infamia que procuran sembrar el miedo en la mayoría de la población.
Por supuesto esos amos no son las caras conocidas de la lista de Forbes, las grandes corporaciones o el Foro de Davos, que están ahí para componer la fachada y dar alguna apariencia de normalidad. Incluso el jefe ejecutivo de BlackRock no sería más que un recadero para algunos sujetos muy poco amigos del sol.
Hay una simple razón matemática para que esto sea así, sobre la que vuelvo una y otra vez en mis artículos. Se trata de la ley de Pareto en la distribución de la riqueza. Puesto que los economistas prefieren ignorarla, nunca está de más recordar cómo funciona: El 20 por cien de la población tiene el 80 por ciento de los bienes, pero esta ley del 80/20 se repite indefinidamente: El 80 por ciento de ese 80 por ciento lo tiene un 20 por ciento de aquel 20 por ciento (el 64 por ciento del total es de un 4 por ciento), más del 51 por ciento es del 0.8 por ciento, y así hasta la cima de la pirámide de la riqueza.
De este modo tan elemental llegamos a la conocida estimación que dice que las 62 personas más ricas tienen más patrimonio que la mitad de la población mundial, los 3.700 de millones más pobres. Lo que ya se dice menos es que, siguiendo con la misma lógica elemental, casi toda la riqueza de esos 62 sería de 12, y casi toda la riqueza de esos doce sería sólo de unas 3 personas o familias.
Estas 3 fortunas tendrían, si no la mayor parte de la riqueza mundial, sí al menos la mayor parte del excedente de poder de compra y de subordinación de las fortunas menores, con todo lo que eso supone de ahí para abajo.
Físicos como B. Boghosian han hecho simulaciones dinámicas de la distribución de Pareto estableciendo una analogía más o menos exacta entre las colisiones de moléculas y las transacciones monetarias. El resultado final conduce a una singularidad en que, salvo una fracción que tiende a esfumarse, la riqueza de toda la población termina reduciéndose a cero.
La ley de Pareto es sólo un caso particular de la ley de potencias que aparece en todo tipo de distribuciones en la naturaleza y en la sociedad, desde el tamaño de las ciudades y las corporaciones a la intensidad de los terremotos y el calibre de los vasos sanguíneos en el sistema circulatorio.
Aunque la aparición de la ley de potencias en todo tipo de fenómenos, y su carácter autosimilar como en los fractales puede hacer pensar que la desigualdad en la distribución de la riqueza es un «hecho natural», lo cierto es que aún no sabemos cuáles son los factores que determinan su existencia y la mayor o menor elevación de sus potencias.
En cuanto a su relevancia en la economía, cuesta creer que no haya prácticamente estudios ni una teoría remotamente consistente al respecto, pero en su ausencia parece bastante razonable pensar que el número de iteraciones —el grado de concentración de la riqueza- depende críticamente de los mecanismos de crédito y de la continuidad o cancelación de la deuda acumulada. Como señala Michael Hudson, desde las primeras grandes civilizaciones en Sumer y Babilonia los soberanos cancelaban periódicamente las deudas, pero en los estados modernos el acreedor siempre acaba cobrando, aunque sólo sea por la privatización de bienes públicos y el control efectivo de los gobiernos.
Así las presentes democracias, con bancos centrales que son efectivamente cárteles de la banca privada a la que el estado tiene que pedirle prestado su propio dinero, se han convertido en el instrumento ideal para crear procesos irreversibles de acumulación de deuda desde arriba hasta abajo que termina invariablemente en el control de los resortes del poder.
Claro que la banca privada no sólo controla la emisión del dinero en efectivo del estado, que es sólo en torno a un 5 por ciento de la masa monetaria, sino el crédito en su conjunto, del que sale todo el dinero-deuda en virtud de los mecanismos de reserva fraccionaria.
La misma reserva fraccionaria presenta una semejanza elemental con la ley de potencias y el apalancamiento por la vía del crédito, puesto que a mayor crédito, mayor apalancamiento y menor inversión del capital propio. Así, y dado que el estado ya es rehén del crédito, la ley de potencias con los mecanismos que le son inherentes se muestra como la palanca del poder por excelencia, que a través de la distribución del dinero consigue englobar a todas las mediaciones sociales.
La relación no reversible de los estados modernos con la deuda y la extensión del crédito a todas las esferas es la principal razón de que la pirámide de la desigualdad sea más pronunciada que en ninguna época anterior.
Sólo el incremento sin precedentes de la productividad por la tecnología y el abaratamiento de artículos de consumo ha permitido disfrazar de alguna manera el brutal aumento de la desigualdad en las últimas décadas; sin embargo, hoy también vemos que la digitalización, como el flujo del dinero, se amolda a la estructura de la bomba de succión existente acelerando aun más el proceso —pues el sentido mismo de la digitalización es eliminar la resistencia, minimizar la fricción.
Modelos como el citado de Bogoshian confirmarían la cada vez más generalizada sospecha de que nuestro sistema se comporta verdaderamente como un agujero negro, cuya succión es en última instancia indiscriminada aunque posee a lo largo del camino toda una rica estructura selectiva de mediaciones recurrentes en el que el pez grande se come al pequeño hasta el fin de la cadena. Al menos idealmente y haciendo caso omiso de las indeseables resistencias a superar.
Para hacer una analogía mecánica, los parámetros de control de esta dinámica estarían directamente ligados al tipo de interés que rige la acumulación de la deuda y genera la carga, y por tanto la tensión, el vacío y la succión. Vivimos siempre entre la presión y la tensión, y el cambio de signo de uno a otro, de lo lleno a lo vacío, puede ser extremadamente fluido, pero desde las instituciones centralizadas que dominan la banca se procuran regular a través del tipo de interés y el porcentaje de depósitos de los bancos privados que determinan su capacidad de creación de dinero.
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El parásito está «más cerca de ti que tu vena yugular», y es evidente que aunque dependa de un medio líquido no responde sólo a una lógica horizontal.
El liberalismo pretende vendernos la ilusión de que en un mundo regido por el dinero y su libertad de circulación nos movemos definitivamente en un medio «líquido» y la horizontalidad reina suprema, y la mayor parte de la izquierda también compra este argumento motivada por un materialismo de manual y su deseo de eliminar cualquier «verticalidad» que suene a residuo del pasado. De este modo la nueva verticalidad escapa a un mínimo escrutinio.
Unos y otros hablan de «desigualdad» y se crean todo tipo de centros e institutos para su estudio, como si este Gran Sifón del que hablamos ni tan siquiera existiera; circunstancia que me obliga a repetirme.
La ley de potencias de la distribución de riqueza es un hecho absolutamente básico de la economía y de la sociedad, en el sentido de que es a la vez estructura y función, forma y simultáneamente dinámica, sistema capilar de succión y sistema hidráulico de goteo, jerarquía con un continuo de favores ofrecidos y servicios prestados. Pretender que el capitalismo es un fenómeno puramente “líquido” es pura necedad, lo mismo que pretender que tenemos mercados neutrales. Si el capitalismo ha llegado hasta aquí es porque entraña una jerarquía plutocrática que sin embargo es sumamente funcional. Y la ley de potencias es la radiografía de esta jerarquía y esta estructura, sin la cual este sistema concreto y particular no se sostendría.
Si realmente se buscara un modelo cuantitativo en sociología y en economía, no habría que ir más lejos: aquí tenemos una mina no sólo de correlaciones cuantitativas, sino también de gradaciones, matices y apreciaciones cualitativas esperando ser extraídas. Y en estos tiempos de exhaustiva, febril minería de datos, ¿cómo no pensar que los ingenieros y guardianes del Gran Sifón estarán dedicándole a ello buena parte de sus mejores esfuerzos? Serían verdaderamente incompetentes si no lo hicieran.
El «progreso» es diferenciación creciente del tejido productivo y social —o el dar por positivo ese proceso. Más diferenciación pide más organización. Oligarquía es organización, y para sobrevivir en un contexto de complejidad creciente la organización ha de ser cada vez mayor y más refinada, y también más frágil e irreversible.
Un organismo, como sistema, envejece por un proceso único que presenta varios aspectos diferentes, pero en última instancia equivalentes: incapacidad creciente de eliminación, incapacidad creciente de renovación porque el espacio disponible va siendo rellenado por detritos, y restricción creciente de los grados de libertad.
De forma harto característica, la ciencia moderna hace lo posible y lo imposible por ignorar una de las acepciones más claras del concepto de evolución como restricción creciente, imprescindible cuando hablamos del ciclo vital de un sistema organizado. No sabemos si se trata de simple mediocridad teórica, de la todopoderosa inercia, del ímprobo trabajo del instinto por no conocerse a sí mismo, o más bien de todo a la vez, pero ahí está lo inapelable del hecho.
Se promueve hasta el hartazgo una narrativa horizontal darvinista y hobbesiana de la competencia y el todos contra todos, mientras las minorías organizadas se adueñan de la lógica vertical, mucho más concretamente estructurada, regida por los ecológicos términos del marketing y la explotación de nichos y ecosistemas.
Esta ecología de nichos otrora era conocida como feudalismo; y ahora se reviste con los prestigios y engaños del neofeudalismo digital.
Nobleza obliga. La expresión «el pez grande se come al chico» tiene sentidos muy diferentes según el eje de coordenadas en que nos movamos. La ecología progresista y horizontal de nuevo cuño nos hace un flaco favor si ignora la ecología vertical del elitismo que había llegado mucho antes y había demarcado territorios. De hecho la «ecología horizontal» y la «ecología de la mente» fueron diseñadas por personajes tan vidriosos como Gregory Bateson, acreditado especialista en la guerra psicológica.
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Estadísticas muy elementales dicen que aproximadamente la mitad de las grandes fortunas en Estados Unidos, Europa o Rusia pertenecen a individuos de origen judío. Es una proporción conveniente, aunque solo sea para guardar las apariencias y tener al menos otros tantos escudos humanos en el caso remoto de que algún día se busquen responsables.
Lo primero que uno piensa es que el que esta plutocracia sea judía o no apenas puede ser relevante desde el punto de vista de la estructura de la propiedad o las dinámicas y flujos del dinero. En realidad también es fundamental a este nivel, y como ya hemos apuntado la pirámide invertida es ante todo una gran jerarquía, un filtro altamente selectivo en ambos sentidos, hacia arriba y hacia abajo, que determina, posiciones, prioridades, favores, y obediencias.
Si la ley del 80/20 y sus sucesivas potencias nos ofrece la radiografía más reveladora y escamoteada del estado de cosas en la sociedad, esta oficiosa «ley del 50/50 por ciento» supone una radiografía de la radiografía, una penetración adicional en la complexión de eso que, de forma tan convenientemente anónima, se ha llamado siempre «el capital».
Tampoco tendría que ser importante este reparto del 50/50 cuando, judíos o no, al final, voten demócrata o republicano, casi todos son fervientes sionistas. Pero, ¿no es esto aún más revelador?
Probablemente el valor informativo de este presunto 50/50 se refiere más al orden histórico y simbólico que al peso efectivo del dinero y su proyección de poder; pero no por eso es menos importante, además de insinuarnos el eje virtual de una dinámica. Por otro lado, tendría que ser obvio que el que una minoría numéricamente tan pequeña ostente la mitad de las grandes fortunas algo ha de tener que ver con las vicisitudes y misterios de la acumulación.
Ya en el Génesis hebreo se nos muestra sin la menor reserva a José en Egipto, buscando ganarse el favor del faraón para a continuación especular con el dinero y el grano hasta conseguir esclavizar a la población por medio del endeudamiento —lo que se corona haciendo decir a los esclavos «¡Tú has salvado nuestras vidas!»
El señor de Hegel consigue el reconocimiento no matando; el administrador financiero, salvando una vida que previamente ha hambreado y estrangulado. Claro que el primero se expone a sí mismo, mientras que el segundo juega sobre seguro. Engaño y violencia son formas opuestas de usar el espíritu y la fuerza, pero ambas han mantenido un trato estrecho desde muy atrás en la historia.
En el occidente cristiano, tenemos constancia documentada de esta inicua alianza desde al menos los tiempos del hijo de Carlomagno, cuando Agobardo, obispo de Lyon, envió cinco cartas a Ludovico el Pío en el 826 denostando el desmedido trato de favor dado a los judíos en detrimento de la mayoría. Casualmente, este trato de favor se disparó desde el matrimonio del emperador con una tal Judith de Baviera. Pero desde el faraón hasta Trump y desde José y Esther hasta nuestros días, la pauta ha sido siempre la misma.
Como en la historia de Fausto y Mefisto, cierto arquetipo eterno, encarnación del espíritu en el exilio, no pierde el tiempo y va directamente a la espita del poder prometiendo más riquezas por la exacción de impuestos y la financiación de guerras, halagando la fatuidad y veleidades del poderoso de turno, estudiando cuidadosamente la debilidad humana y explotando implacablemente su estupidez.
Sólo más adelante, cuando los soberanos dejaron paso a los gobiernos democráticos y liberales, la lógica económica y la creación de falsas necesidades que es la sal de la fase postrera de toda civilización se extendió, como el crédito, a todas las capas de la población, haciéndolas por fin partícipes de una misma mentira.
En la época moderna esta alianza en ninguna parte ha sido tan íntima como en Gran Bretaña, origen del liberalismo y la revolución industrial, y los Estados Unidos después; desde la conmixtión del puritanismo con los intereses de Judah, Anglo-Sionismo es el verdadero nombre del Imperio. Responde tanto a una conducta patente como a una fisiología mucho menos visible.
Señalar esto es no sólo útil, sino también necesario, dado que el nudo en el corazón de la Modernidad, la contracción efectiva de su realidad actual con respecto al conjunto de posibilidades, tiene el contorno y la lógica de la cultura anglosajona y su huésped; y esto es esencial tanto a nivel funcional como histórico.
Sobre la llamada cuestión judía, Marx, que era judío y burgués, vino a decir que el judío, como adorador del dinero, era el burgués por excelencia; pero habría resultado algo más creíble si hubiera dicho que es el burgués el que quiere estar a mitad del camino entre el judío y el soberano, y entre el soberano y el judío.
La caracterización del capitalismo como un monstruo glotón sin otra lógica que la avidez siempre nos desvía de sus imprescindibles, evidentes dotes de planificación activa y «destrucción creativa». Sin duda ambos componentes coexisten y se corresponde bien con la complexión 50/50, aunque a la larga todos sepamos qué parte se va a adueñar del timón. Cuando Lyotard hablaba de la economía libidinal del centauro del capital con sus dos usos del poder de la riqueza, uno reproductivo y otro saqueador, uno «circular, global y orgánico», y otro «parcial, mortífero, celoso… que se alimenta de saquear las energías sobreexcitadas», es como si hubiera estado pensando en lo mismo.
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La aplastante realidad de esta grotesca pirámide invertida tiene que generar por fuerza todo tipo de contrahechas consecuencias. Una de ellas es que la minúscula cúpula de la plutarquía, lejos de exhibirse en la cumbre como un modelo de virtud, se ve obligada a esconderse en lo más profundo para reducir al mínimo su exposición. Y de este modo se ve privada de ese reconocimiento que, según Hegel, hace señor al señor.
Y aquí entraríamos de lleno en la mayor comedia de nuestra tiempo, que no se nos permite apreciar debidamente. Y la comedia reside, naturalmente, en que si alguien señala al «poder judío» tiene todos los números para ser tachado de «antisemita», mientras que por otro lado a los que detentan ese poder lo único que les falta para culminar sus aspiraciones es el reconocimiento general, pues hasta que eso no ocurra, el pretendido maestro no deja de ser un simple aspirante.
Claro que la comedia del reconocimiento puede llegar a tener un borde muy afilado y peligroso para las dos mitades de este extraño siamés andrógino.
Sabido es que la Declaración Balfour de 1917, en el origen del moderno estado de Israel, fue dirigida a un miembro de una famosa estirpe de banqueros que al finalizar la guerra prefirió pasar definitivamente a un discreto segundo plano.
Que ambas cosas se solapen en el tiempo no parece del todo coincidencia. Mientras que algunos individuos huyen de una notoriedad que sólo les puede resultar inconveniente, emerge una nueva entidad con pretensiones de estado y una enconada lucha por el reconocimiento entre las naciones, que sin embargo se regodea en situarse al margen y por encima del derecho internacional.
Ya sea para el antiguo pueblo elegido de Jehová o para la actual entidad sionista, el objetivo último tan explícitamente declarado en las escrituras, el «reconocimiento por todas las naciones» coincide con el rebajamiento, degradación y subordinación de estas; que en la actualidad la cosa se reduce al reconocimiento del imperio del dinero en el mundo, es una obviedad que no merece mayores comentarios. Pero como incluso hoy nos damos cuenta de que, aparte de un aprovechamiento inflexible de todas las ventajas, no hay otra superioridad en este predominio que la del engaño, la usurpación y la impostura, la cuestión del reconocimiento sólo pude ser redirigida a una instancia teológica que sea capaz de presentar lo que es simple bajeza como un descenso voluntario y bienhechor del espíritu.
Y así Israel como nación y función entre las naciones sería prenda y símbolo de ese reconocimiento que a título personal resulta imposible, a la vez que añorado horizonte de transvaloración para una acumulación maldita.
El que casi todo el excedente de poder de compra se ubique en lo más extremo de la invertida pirámide, aumenta también hasta el extremo su potencial de corrupción, puesto que sólo actualizándose y comprando voluntades puede movilizarse y hacerse rentable, y en un cierto sentido, «fecundo». No es ya que esta situación produzca todo tipo de consecuencias contrahechas; es que nada que sirva para darle voz a esa cumbre subterránea puede ser otra cosa que un engendro y una anormalidad.
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La Oligarquía pende de la autosimilaridad, y gravita hacia esa singularidad cuyo horizonte de sucesos es el incógnito Plutarca.
Nada podría ser menos nuevo que las nuevas recetas con las que ya nos acechan los chicos de Davos, que nos serán entregadas con la encomiable puntualidad de un tren bala. La transición del liberalismo clásico al presente régimen cibernético ya lleva en efecto desde 1945, pero el desperfecto actual sería perfecto para concluirla y dar comienzo a una nueva era.
Que el portavoz de la montaña mágica sea un ingeniero alemán ya nos dice que a la tecnocracia imperante aún puede tocarle el papel de malo en el próximo y sorprendente giro del guión —algo de lo que tal vez podríamos redimirnos en un momento dado gracias a una intervención divina, y más concretamente israelí, aunque nadie aún acierte a figurarse cómo eso podría suceder. Pero para llegar hasta allí aún habría que descender varios escalones.
En Davos les gusta hablar mucho de gobernanza, que no es sino la traducción sociopolítica de la palabra cibernética. Y naturalmente, una parte esencial de la gobernanza global que ahora toca es la de las monedas digitales, a las que se vienen dedicando exhaustivos estudios desde hace un buen número de años pero que han encontrado ahora, tan accidentalmente, el escenario ideal para su implantación.
Y preocupa la regulación global de estas monedas, primero de todo, no sea que surja, sin duda por equivocación, alguna moneda justa que tenga demanda y haga que cunda el mal ejemplo. «La gobernanza es el pilar central de cualquier forma de moneda digital», dijo Mark Carney, gobernador del Banco de Inglaterra y ex de Goldman Sachs. ¿Pero por qué —podría preguntar algún alma de cántaro-, acaso no se trataba de encontrar alternativas? A juzgar por su sospechosa insistencia en la «necesidad de gobernanza» de algo que apenas ha echado a andar, parece que aquí existen riesgos muy reales de que se abran demasiadas vías de agua para un sistema de succión que necesita funcionar sin fugas.
La familia destinataria de la declaración Balfour ya se había hecho con el control del Banco de Inglaterra antes de 1830, y su dinero no ha estado durmiendo desde entonces. El nombre del juego en el capitalismo no es el publicitado espíritu de empresa, sino la explotación inflexible de cada ventaja adquirida; y ciertamente esta gente no está por recibir lecciones sobre cómo se crea el dinero y se distribuye.
Puede ser cierto que las grandes acumulaciones funcionen en buena medida sin necesidad de cerebro; pero no gracias a la «lógica horizontal de los mercados», generalmente amañados, sino a la interacción de su componente abierto con esa lógica y dinámica vertical de la que hemos hablado.
Como ya hemos visto en otros artículos, la implantación del dinero digital y la eliminación del grueso del dinero físico tal como se quiere entender desde la «gobernanza global» sería tan sólo la consolidación de la actual impunidad bancaria, un blindaje y clausura del sistema que nos instalaría de lleno en un penitenciario financiero. Conjurado ya el peligro del pánico y de la retiradas masivas de depósitos, los usuarios pierden el último recurso que les queda para pedir cuentas mientras los bancos se liberan de su última responsabilidad.
Aunque ya todo apuntaba hacia esta situación, su consumación supondría, efectivamente, la clausura del sistema con todo lo que ello implica. Para llevarla a cabo ni siquiera hacen falta concesiones, puesto que la cuestión monetaria ya ha sido sacada de antemano del debate público aceptable. Si no fuera por la marginación gradual del dinero en metálico, la mayor parte de la población ni lo notaría.
Así que si se hacen concesiones no será por el control del dinero, sino más bien para darle un lavado de cara al Reinicio y obtener más aceptación popular. A la cabeza de esa campaña de relaciones públicas estará «la lucha» por la renta básica y ese otro engendro conocido como Green New Deal.
En cuanto a la Renta Básica Universal, debería estar claro sin necesidad de más explicaciones que:
1.Incluso con el sistema monetario actual, y sin dinero digital, garantizar una renta mínima no le costaría prácticamente nada a los ricos, a pesar del previsible teatro entorno a su negociación. La inflación se comería pronto la mitad del poder adquisitivo de esa renta, para seguir indefinidamente con la comedia de las reivindicaciones, los aumentos y todo lo demás. Mientras, los activos de los grandes inversores pueden revalorizarse tanto o más que la inflación.
2.En el caso de que triunfe «la gobernanza del dinero digital», puesto que sólo la banca conocería cuánto hay en el fondo del cajón, tal vez incluso podría evitarse la inflación, pero en cualquier caso, con inflación o sin ella, no le costaría nada. Probablemente, seguiría aumentando la deuda a todos los niveles obligando siempre más y más a los deudores, tal como ha ocurrido hasta hoy.
3.La renta básica no es sino más deuda diferida para ayudar al esclavo de la deuda a seguir pagando sus plazos convertido ahora en nada menos que un siervo-rentista.
4.Los salarios reales por el trabajo podrían ser entre 5 y 10 veces los actuales si se eliminara toda la extracción de valor agregada sostenida por el mismo crédito o deuda.
5.Los salarios de todos los trabajadores del mundo son sólo una pequeña parte, casi desdeñable, del dinero que se mueve en el sistema, y la esfera de la producción está completamente subordinada a la financiera de la circulación. Más allá del teatro de los costes de tales medidas, lo que se negocia es la servidumbre de la población.
6.A pesar de lo que digan sus portavoces, no existe verdadera base popular para estas denominadas demandas, que están completamente fabricadas y subvencionadas y que suponen la consumación de la servidumbre al régimen cibernético basado en la regulación y modulación de los flujos de circulante, y a los personajes anónimos que lo gobiernan. Sin embargo está claro que la destrucción provocada a conciencia por unas medidas absurdas y sin precedentes contra una epidemia entre tantas ponen a partes crecientes de la población a merced de los más poderosos.
7.Los principales causantes del empobrecimiento de la población pueden aparecer ahora como sus salvadores. Las nuevas monedas digitales de los bancos centrales podrían incluso conceder rentas con independencia de los gobiernos —como el nuevo programa de la Reserva Federal americana para «inyectar dinero en los hogares»-, repartiendo una pequeña parte de lo que han robado sin más condiciones que el control exhaustivo de todos los movimientos y la negociación personalizada de cada deuda. Todo un mundo feliz.
Podríamos considerar muchas más cosas pero esto nos da una idea. Sin embargo el control del debate público, incluidos los llamados medios alternativos, impide que se plantee la cuestión monetaria en toda su terrible simplicidad.
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¿Por qué el estado tiene que pedirle su propio dinero a la banca privada, mientras que ésta cosecha todos los beneficios que otorga la confianza en la legalidad? Este fraude y esta usurpación están en el origen mismo de la degradación y corrupción de toda la cosa pública a lo largo del recorrido de las democracias que parece estar llegando a su fin.
Si, como siempre debió ser, todo el dinero que usamos fuera dinero legal, y no existiera la reserva fraccionaria que permite crear casi todo el dinero que manejamos a partir del crédito privado, se extingue el principal incentivo para la creación y acumulación de deuda, y con ello también para el crecimiento forzado para amortizarla. Es absurdo pedir decrecimiento dirigido desde arriba cuando lo primero que debería desaparecer es el estímulo artificial al crecimiento.
La simplificación radical del dinero soberano, del dinero sin adulterar, aun permite dos opciones antagónicas: en una el estado crea todo el dinero existente y distribuye también el crédito a través de una banca nacionalizada, mientras que en la otra el estado sólo crea el dinero, mientras que el crédito queda completamente liberalizado para todo tipo de entidades.
Podría pensarse que esta última opción, que fue esbozada por primera vez en el llamado «Plan de Chicago» de 1933 y ha sido defendida recientemente por economistas e incluso ex-gobernadores de bancos centrales, está mucho más cerca del modelo liberal de los países occidentales, mientras que el primer caso sería mucho más factible en economías planificadas como la de China; pero lo cierto es que el liberalismo clásico ha encontrado su motor esencial en la falsificación legalizada del dinero-deuda y sería irreconocible sin él. Por otro lado, los países socialistas no han dejado de asumir el modelo de los bancos centrales occidentales con los mismos resortes de la reserva fraccional y la distribución altamente selectiva del dinero emitido.
Se presenta una curiosa situación mezclada: en los países occidentales la palanca principal de la autoridad económica ha estado en manos privadas, pero en el socialismo realmente existente, la banca, aun estando nacionalizada, ha tomado de la banca privada la parte esencial de su estructura y sus prácticas.
Pero ahora, con la moneda digital, esta mezcla tiene el potencial para crear una doble contradicción —puesto que la moneda digital puede ser tanto estatal como privada. Los bancos y otras entidades financieras tienen interés en emitir sus propias criptomonedas, por no hablar de las redes sociales y proyectos como Libra. Aunque naturalmente se habla de «ofrecer un servicio», lo que se pretende, tratándose de criptomonedas corporativas, es capturar cuotas de mercado. Pero por otra parte existen intentos de crear criptomonedas que buscan estabilidad y huyen del precedente especulativo de bitcoin o el de las corporaciones.
En realidad el dinero legal cien por cien tendría que ser sinónimo de estabilidad, si no fuera porque los amigos de la gobernanza de lo ajeno tienen otras ideas en mente. Hasta ahora, Estados Unidos ha hecho prevalecer el sistema del dólar y la Reserva Federal a través de su poderío militar; pero ya en la reunión de banqueros centrales de Jackson Hole del 2019, y en presencia de Jerome Powell, el citado Carney abogaba por ponerle fin a la hegemonía del dólar en beneficio de una nueva modalidad de moneda digital.
Los movimientos en esa dirección no pueden ir encaminados a ceder el «exorbitante privilegio» de que la deuda estadounidense, con la que también se sufraga su potencia militar, sea sostenida por el resto del mundo. Se trataría, por el contrario, de mantener bajo control una transformación que se juzga inevitable e irreversible, para evitar las consecuencias catastróficas que para el Imperio tendrían una huída del dólar.
Pero la cuestión va más allá de los intereses del imperio americano, que no deja de ser un instrumento para la plutarquía existente. Y ahora mismo la cuestión es si ese instrumento es prescindible, y hasta qué punto. Tal vez los Estados Unidos hayan sido hasta ahora «la nación indispensable», pero no para los que sirven de montura, sino para los que la cabalgan.
Y lo que caracteriza realmente al Imperio, más allá de la contingencia americana, es el drenaje continuo y la succión de las fuerzas productivas a través del Gran Sifón del dinero-deuda, o el parasitismo llevado a su máxima expresión. Dado que la digitalización del dinero, la licuefacción última del circulante, permite demasiadas posibilidades y amenaza con abrir fugas en el circuito cerrado y su óptimo funcionamiento, hay que hacer leyes y poner reglas para impedir que eso ocurra.
Puesto que China está en la vanguardia del dinero digital y ya compite en peso económico con los Estados Unidos, el ser o no ser de «la gobernanza» monetaria también va a depender en gran medida de los movimientos que este país realice con su criptodivisa, así como de el fruto que tengan los intentos internacionales de coordinación.
La cruz del asunto es que existen dos posturas posibles del estado con respecto a su moneda digital y el crédito —con su liberalización radical o su nacionalización- pero también hay dos tendencias posibles para el circulante privado: las monedas corporativas de carácter especulativo que buscan capturar usuarios y las monedas mutualistas o libertarias que huyen de ese modelo y buscan más seguridad o más libertad.
Los estados bajo la influencia de la Reserva Federal americana tenderían a proteger las monedas corporativas, y de hecho, más allá de las apariencias, dentro de su arreglo no puede haber otra cosa que una simbiosis entre lo estatal y lo corporativo, puesto que aquí el resorte monetario del estado ya se encuentra desde hace generaciones en manos de los intereses privados.
Las monedas creadas por colectivos con un espíritu mutualista/libertario pueden adoptar distintas estrategias: permanecer solas, asociarse con otras monedas similares, o buscar la mejor relación de convertibilidad con las monedas estatales cuando no les sean hostiles. Ahora este tipo de monedas parece un fenómeno puramente residual pero tienden a rellenar los espacios que el resto de monedas no quiere cubrir, por lo que a la larga pueden tener un papel importante y aun crítico en el caso de que haya una guerra de divisas por las cuotas del espacio digital global. En el peor de los casos pueden ser una suerte de mercado negro, y en el mejor, una alternativa al estado y las corporaciones.
Nadie puede aún prever el resultado último de esta competencia por el espacio monetario en el estadio último de su licuefacción, pues dependerá de muchos factores tales como las presentes guerras tecnológicas, las elecciones, maniobras y alianzas de los Estados Unidos, Europa y China así como del resto de los países, su cortejo o prohibición de las monedas privadas y el dinero en metálico, el grado de cohesión o descomposición política de los grandes protagonistas, la evolución y orientación de las monedas comunitarias, etcétera.
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La moneda digital puede parecer el grado último de control del circuito monetario con todos sus movimientos, pero también puede exhibir la máxima volatilidad y fragilidad, en función tanto de su diseño o propósito, del resto de criptodivisas con las que compite, o de las disposiciones legales y la reacción del público que forman igualmente parte de este conflicto.
Es en este contexto de caos potencial y guerra de divisas que se busca la «gobernanza» criptodigital, pero aquí no puede dejar de saltar al primer plano la lucha entre la pretensión unipolar del Anglo-Sionismo y las aspiraciones de otros grandes países por un mundo multipolar. También son críticas las tensiones internas en los principales actores, como lo demuestra la honda división entre la facción globalista y la aislacionista sobre cómo proceder en los Estados Unidos.
La plutarquía existente es por definición un gobierno que no da la cara —una criptarquía- así que el dominio global del mercado de criptomonedas le vendría como anillo al dedo y supondría toda una culminación técnica, a falta de ese reconocimiento que no se compra con dinero.
Por lo demás, no deja de proyectarse el advenimiento de la moneda digital y la retirada del dinero físico como el triunfo último de la transparencia y de la «economía distribuida», aunque no hace falta estudiar el tema para ver que es justamente lo contrario. Como ya ocurre con la cibervigilancia, alguien podrá seguir los más insignificantes movimientos monetarios de casi todos, pero prácticamente nadie va a conocer hacia dónde fluye el circulante en toda esta gran bomba de succión. No hace falta ni hablar de trasparencia asimétrica y espejos negros.
Tampoco discutiremos su utilidad para controlar el crimen organizado, cuando no sólo constituiría la organización suprema del crimen sino también su entronización con blindaje legal incluido —lo que en una economía del fraude tiene que resultar tan lógico.
El análisis marxista que asegura que el hundimiento del capitalismo es inevitable por la reducción progresiva de la ganancia, que todavía hoy se repite a la menor ocasión, es irrelevante para la cuestión de fondo de la economía de la deuda que es el motor de todo. Por el contrario, en el caso de que las tasas de ganancia se reduzcan progresivamente, eso sólo significaría que una parte cada vez mayor de la rentabilidad emigra al crédito y la especulación financiera, con lo que su ascendiente sobre el trabajo/servicios y los activos materiales e intelectuales es cada vez mayor, como efectivamente observamos. De ningún modo es inevitable la revolución, especialmente si el control de las alternativas ideológicas está consolidado, lo que también se aprecia claramente.
El liberalismo siempre tuvo mucho de farsa, pero el materialismo de la izquierda que se empeña en ignorar el papel formador y mediador del sistema monetario y el crédito, también. De este modo el árbitro supremo del debate ideológico manufacturado queda fuera de foco mientras opera sin el menor impedimento.
Marx vivió en el Londres de los Rothschild, Disraeli y Moses Montefiore, y no podía ignorar lo que estaba pasando; la población judía, por otra parte, y especialmente su élite económica, evitaron en lo posible los engorrosos compromisos con la economía productiva, que debían quedar para los más torpes. Se presentaba así una ocasión ideal para introducir a fondo la cuña entre el patrón «burgués» y el «proletario» mientras que el crédito que determina su relación y la ganancia pasaba a un más que discreto segundo plano.
Rozanov decía que la democracia es el sistema en que una minoría bien organizada gobierna a una mayoría desorganizada. A lo que sólo cabe añadir que una minoría cada vez más reducida y diferenciada, sólo puede hacerse valer dividiendo cada vez más los intereses del cuerpo social y hundiendo cuñas en todas sus fisuras; y eso, también, es lo que justamente observamos.
Por lo demás, merece la pena recordar que la cuestión del sistema monetario va más allá de lo económico. La circulación del dinero en la sociedad no sólo es comparable a la circulación de la sangre en un organismo. Es también un sistema de información y comunicación como lo son los precios; y es una parte esencial de la gramática social, hasta tal punto, que muchas de las distinciones entre la esfera pública y privada han llegado a ser lo que son en función de su disposición general.
Y, por otra parte, conviene entender que la terciarización o hipertrofia desbocada de la circulación no hubiera sido posible sin el impulso que le imprime un sistema monetario en el que casi todo el dinero es imaginario y se basa tan sólo en la deuda.
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En el dinero como en todo lo demás, la digitalización no es irreversible, y si fuera meramente irreversible sería tan sólo insignificante. Lo decisivo reside precisamente en el grado de libertad que hay para revertir la situación, en vez de convertirla en una mera puesta al día camino de una gigantesca ratonera.
Dicho de otro modo, lo único valioso de la posibilidad de introducir el dinero digital no es meternos de cabeza en algún incógnito futuro que de todas formas ya resulta demasiado familiar, sino el que permita replantear y reivindicar el dinero soberano y legal tal como siempre debió ser y como a menudo fue antes de la gran suplantación.
Algunos autores excusan al sistema imperante de reserva fraccional o dinero-deuda argumentando que el dinero legal al cien por cien era poco factible en el siglo diecinueve por cuestiones puramente técnicas. El argumento tiene una parte de verdad, pero sistemas sin adulterar, o al menos muchos más equitativos, han existido siglos y milenios antes de esa época.
Un sistema monetario justo en ningún caso puede depender del nivel de la tecnología, puesto que si depende de él ya nos encontramos en una situación desesperada. Hacer depender la justicia de arbitrajes técnicos es hacerla depender del más poderoso, lo que ya es el caso del sistema actual. La reserva fraccionaria ya es un sistema de alta sofisticación técnica, sofisticación que parece expresamente diseñada para disimular la escandalosa, insultante realidad del dinero creado del aire.
Y aquí se verá también que la relación entre lo que parece irreversible y la reversibilidad rodea el eje del acontecer, de la posibilidad de lo nuevo, lo creativo, en tanto opuesto a esa combinación de fuerza bruta e inercia que sólo por un interesado malentendido hemos llamado progreso. Si la tecnología es más opaca cuando más sofisticada, y se quiere hacer depender un sistema «más justo» de niveles mayores de tecnología, opacidad, y captura de los «usuarios», tendría que estar claro que un sistema justo, sin más, será posible precisamente en la medida en que su esencia no depende de la tecnología.
Lo cual no implica necesariamente proscribir la digitalización, sino, más bien, no convertirla en la piedra de toque. De momento, es la digitalización la que amenaza con proscribir, no sólo el dinero, sino otras muchas relaciones físicas. El dinero legal al cien por cien, el dinero sin la falsificación masiva realizada por sus distribuidores oficiales, debería ser posible con independencia de su soporte físico, y esa independencia es un índice de su aceptabilidad.
Tal vez esto, defender la coexistencia con los soportes materiales, suene paradójicamente un tanto idealista, pero puesto que la gente sigue queriendo el dinero físico por un sentido elemental de seguridad —y porque ya realmente cobran por tenerlo en los bancos-, tal vez el resultado de la guerra de divisas por el espacio monetario digital, que involucrará a naciones, corporaciones, y colectivos, dependerá también de cómo se mueva la oferta en ese eje entre lo reversible y lo irreversible, entre captura, libertad y seguridad.
Podemos entonces distinguir tres ejes: el horizontal ligado a los factores más puramente comerciales, civiles y de liquidez, el vertical de los aspectos legales, de los estados y los acuerdos entre estados, y un eje temporal en profundidad cifrado en el alcance de la reversibilidad e irreversibilidad de la deuda, los cambios y usos monetarios.
Que este eje está realmente vivo y que el futuro quiere dejar la puerta abierta al pasado nos lo demuestran hechos como el que tanto el proyecto de yuan digital, como los borradores de criptodivisa que maneja Washington, se contempla respaldar la moneda con oro, lo que en el caso de la moneda china está ya prácticamente confirmado. Es precisamente la volatilidad del medio digital, unido al aumento de la incertidumbre y el clima de inminente guerra de divisas, lo que da sentido a unos criterios que los mismos expertos consideraban desfasados hace bien poco.
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No somos de los que creen que la economía es el destino ni mucho menos. Con ser importante, ella no vendría a conformar nada más que uno de los ejes de nuestro sistema de coordenadas. Incluso si hoy tiene una importancia hipertrofiada, es sólo por el vertiginoso descenso de nuestra atención hacia las cosas materiales en los últimos siglos; pero esta reducción de la altitud sigue siendo un empeño de la inteligencia dentro de una relación que ella misma percibe como vertical.
El economicismo es sólo un aspecto dentro de una lógica más amplia. Alexander Dugin ha distinguido tres logos en el crisol de la cultura mediterránea y occidental: el apolíneo, solar o espiritual, el materialista o matriarcal representado por la terrena Cibeles, y otro vitalista mediando entre ambos encarnado en la figura de Dionisos, sol de las tinieblas. Pero de forma característica olvida otro numen mediador entre el lo alto y lo bajo que ha sido mucho más relevante en los últimos siglos.
Ciertamente, si ya en la Antigüedad las relaciones entre dioses fueron extraordinariamente ricas y complejas, con el advenimiento del cristianismo aún se hizo más difícil reconocer linajes, potencialidades y tendencias. Seguimos mirando a la Grecia clásica como un exponente diáfano de la cultura de Apolo aunque sin duda tuvo un contacto intenso con las otras corrientes. Babilonia se convirtió en las escrituras en sinónimo de la cultura material. En la pintura de Florencia predomina el elemento apolíneo mientras que en Caravaggio el dionisíaco, con su doble afirmación de la vida y la muerte.
La cultura occidental, que durante los largos siglos del medievo acumuló una enorme reserva de energía espiritual, desde el Renacimiento se ha dedicado a volcar o invertir toda esa energía en la esfera terrena, y esto es algo que se hace patente de forma decisiva en lo que Weber llamó «la ética protestante» vinculada al «espíritu del capitalismo».
Dentro del protestantismo serán los calvinistas y los puritanos ingleses los que mejor encarnarán este descenso del espíritu a lo mundano y material, y en este punto hay que decir que Inglaterra, desde que comienza a emerger en el siglo XVII como una potencia comercial e industrial, ha jugado en Europa, convertida pronto en «Occidente», un papel específicamente mercurial.
Pero decimos específicamente porque Mercurio o Hermes es un dios dual, que como la incógnita humana del Discurso sobre la dignidad del hombre de Pico, verdadero manifiesto del Renacimiento, media entre el cielo y la tierra; pero aquí la actividad mercurial se dirige claramente hacia abajo, al comercio y a la industria, en dirección a la civilización material de Cibeles que alcanza una determinada culminación en la época de la reina Victoria.
Por supuesto que esa tendencia hacia el descenso y la materialización no se detuvo por entonces y ha continuado hasta nuestros días, impulsada por nuevas metamorfosis. La época del materialismo filosófico hace mucho que pasó, y sin embargo nadie duda en considerar nuestro babel cultural como el multiforme aluvión del materialismo. Con él un hedonismo entre algodones ha adquirido gran auge, pero impulsado básicamente por la lógica material de la circulación y el consumo, y ni ebrio pensará nadie que la nuestra es una cultura dionisíaca o vitalista, por más que Dionisos oficie en la decadencia y asista en la disolución.
En esta reducción de una cultura con reservas espirituales a una civilización material castrada y castradora la anfibia funcionalidad de Mercurio jugó el papel esencial; pero este neutral compañero del género humano nos asiste tanto en el descenso de la mente a la materia como en lo contrario. No sólo se trata del numen del comercio horizontal entre iguales —su apariencia más civilizada- sino también del comercio inadvertido ente lo alto y lo bajo en un sentido que a las ciencias normativas, aplanadoras, se le escapa por completo.
La dialéctica en cambio sí está en el eje íntimo de este otro comercio, como aún consigue evocarlo el símbolo del caduceo de Mercurio. Mientras en su descenso hacia la piedra cúbica el espíritu tiende a ser neutralizado y privado de polaridad —de vitalidad por tanto-, en su ascenso usa ésta tan sólo para acceder a aquello que se sitúa más allá y más acá de la dualidad, el eje común de la mente y la materia.
La dialéctica perdió el contacto explícito con las ciencias de la naturaleza incluso mucho antes de Hegel —culminación de un pensamiento mercurial insinuado desde Heráclito. La nueva racionalidad en la Naturaleza gravitaba hacia la piedra cúbica al menos desde Newton, quien por lo demás también se entregó al estudio de la ciencia hermética justamente cuando ésta se extinguía como tradición; y es que hasta los tiempos de Lavoisier la ciencia por antonomasia de la naturaleza fue la química, más que la recién alumbrada física matemática.
Todo en la antigua ciencia de Hermes era una cifra de la omnipresencia del espíritu en la Naturaleza —y ese espíritu era voluntad y entendimiento, fuego y agua, azufre y mercurio, sol y luna, aunque nunca se exhibieran de forma simultánea, sino sólo sucesivamente. En este sentido se trataba de una «ciencia histórica», aunque tuviera sus propios criterios de análisis y síntesis que, al menos por analogía, podían extenderse a los más diversos dominios.
El mismo Marx quiso definir la alquimia del capital en términos áridamente algebraicos, mientras los buscadores de oro en los ríos desde antiguo habían usado el mercurio para separar el metal dorado del mineral. Y este aspecto es mucho más interesante desde el punto de vista de la circulación, que es el que nos ocupa.
Mercurio preside la lógica inherente a la disolución y coagulación, así como la circulación de elementos heterogéneos dentro de un proceso cerrado que a su manera tiende a representar el gran mundo. Un vaso o un proceso hermético quieren representar las transformaciones dinámicas de una totalidad en un cierto circuito cerrado; y este es también el objetivo cibernético, lo que no pasó desapercibido a los especialistas de la segunda generación de esta ciencia, hacia 1970.
Pero la gran diferencia es que Hermes es el maestro de la reversibilidad incluso dentro de procesos manifiestamente irreversibles, abiertos y vivos como son la generación y corrupción. La cibernética aspira a cerrar un circuito entre sistemas inicialmente abiertos, que se acomodarían así a la reversibilidad de lo muerto. Si cibernético rima con hermético, tecnocrático lo hace con necrótico.
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El horizonte del mundo actual no puede ir más allá de la hipótesis cibernética, que como ya decía el subtítulo de la obra inaugural de Wiener versa sobre «el control y comunicación en el animal y la máquina» y trata de nivelarlos incluso en el plano de la mente, a pesar de que a todos nos salte a la vista su manifiesta diferencia aun en el plano físico más elemental. De hecho «comunicación» aquí es el reverso exacto del concepto «mecanismo», sólo que este último fue predicado del movimiento en la materia y el primero de la actividad mental. Igual podría haberse utilizado la palabra «comercio».
Esta incapacidad para ver más allá obliga a todos los que no quieren quedarse descolgados, de Davos a China y de Siberia a Patagonia, a apostar por el partido de la tecnocracia y la eficiencia, con su demanda perpetua de que nada se le escape. Se trata de jugar sobre seguro, minimizando los riesgos para la cabeza de control y por lo mismo reduciendo al mínimo también las reacciones, la inestabilidad, la vitalidad del cuerpo social objeto de control.
Así que el Gran Reinicio sólo puede multiplicar las raciones de esta dieta tan indigesta. Semejante empacho de titanio y grafeno, teletrabajo, cibervigilancia e inteligencia artificial, necesita para pasar un poco de altruismo verde, preocupación por la naturaleza y la sostenibilidad. Una dupla ganadora, como se ve, puesto que cuando más negamos la naturaleza y la destruimos, más falta hace encender una vela en su honor.
No es lo mismo negar la naturaleza que destruirla; primero viene la negación en forma de ciencia, y sólo luego la puesta en práctica de la destrucción en forma de tecnología. ¿Cuánto nos puede importar la naturaleza si nuestra teoría no sabe ni quiere distinguir entre un animal y una máquina? Hasta tal punto estamos neutralizados que esto ya ni nos inmuta, incluso sabiendo que nuestras teorías ya estaban volcadas hacia la práctica desde el inicio.
Cuando esta gente dice que se preocupa por la naturaleza lo primero que hay que hacer es echarse la mano al bolsillo, y puede estarse seguro de que incluso si se crean tasas especiales acabarán pagándolas todos antes que sus responsables. Es tan viejo como la «distribución de costos», en la que es tan experta la élite económica; y además, todo en la estructura y dinámica del Gran Sifón lo facilita.
En verdad, el Gran Sifón es no sólo el primer problema político, económico y social, sino también ecológico, puesto que en él nos acercaríamos más rápido a la singularidad que en cualquier otro horizonte de catástrofes, que de paso son tan promocionados por los medios dominantes para que nos olvidemos del principal. Hay por lo demás una ecología más profunda que la del balance externo del llamado medio ambiente.
Evidentemente esta catástrofe no se reduce sólo a la distribución de riqueza sino que contiene todas sus consecuencias, elevando lo más bajo a lo más alto, intoxicando la percepción colectiva y creando una realidad paralela que sólo en aspectos críticos negociados es compatible con la verdad.
En cualquier caso para la tecnocracia del cierre «Naturaleza» es sólo sinónimo de recursos, y «cuidar de la Naturaleza» sólo puede consistir en apropiarse por entero de su administración, o en una palabra, en una privatización apenas encubierta. Privatización de lo poco que aún no ha caído en manos privadas, como el uso del aire, las reservas de agua potable, los mares, los yacimientos mineros y grandes reservas forestales, con el pretexto de que no pueden dejarse en manos de las masas ignorantes y gobiernos irresponsables o «fuera de control».
«Naturaleza» para ellos es simplemente la Geoeconomía de los recursos. Y si la plutarquía ya no tiene tanto que ganar en términos relativos, ante el horizonte de total inestabilidad que supone su propia hipertrofia sí le conviene transformar esa abrumadora ventaja cuantitativa en una consolidación cada vez más férrea del control de los aspectos materiales a los que llama «naturales», y para la que debe encontrar justificantes.
Por eso la vieja propaganda liberal ya ni siquiera es pertinente y tiende a ser sustituida por la nueva jerga de la responsabilidad y la sostenibilidad, en un giro conservador hacia la autocontención. Habiendo mucho más que perder que por ganar, lo esencial es que no se malogre toda la ventaja adquirida y que se transmute en condiciones más favorables … para la causa principal del desequilibrio.
En ese sentido groseramente cuantitativo, la singularidad en la acumulación de la riqueza es una quimera como cualquier otra singularidad matemática. Lo que no quita para que aún se trate de transformar y maximizar ese dominio en términos cualitativos, negociado entre la obediencia y la estabilidad, la libertad y la seguridad de unas masas tensionadas y sujetas.
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Somos los grandes fundamentalistas de lo irreversible, y no es por otra cosa que hemos llegado tan lejos; y sin embargo las leyes físicas fundamentales a las que atribuimos el funcionamiento de la naturaleza se basan en una preceptiva reversibilidad. ¿No es esto extraño?
El positivismo científico, que no la ciencia en sí misma, ha terminado por reducir su idea de la naturaleza a lo encuadrado por la predicción, cuya ventaja cumple el mismo papel que la ganancia en el capitalismo. Y esto, salido antes de nuestras prácticas que de nuestra teoría, ha terminado por tener un impacto enorme en lo que estamos dispuestos a contemplar e ignorar en nuestra relación con la naturaleza y en los límites que la tecnociencia perfila sobre nuestra sociedad.
¿Qué significa que la acumulación constante de conocimiento científico, que percibimos como irreversible motor del progreso corriendo en paralelo a la acumulación del capital, esté fundada en la idea de que la Ley es reversible?
Nunca llegaremos a percibir el fondo de esta pregunta si no acertamos a invertir los términos.
Por lo demás, todos sabemos, científicos y legos por igual, que la ciencia es un gigantesco lecho de Procusto que corta y amputa todo lo que no se conforma a sus estándares. La cuestión es, ¿cómo podríamos hacernos una idea razonable de todo lo que ha quedado fuera sin reducirlo a nuestros actuales criterios? ¿Qué relación puede tener con el saber que ahora manejamos? ¿Es sólo una serie de deshechos inútiles o guarda la clave y el contexto para entender lo que ahora sólo parece una serie de enigmas cada vez más ininteligibles?
Tanto la mecánica clásica como la cuántica son reversibles pero la irreversibilidad termodinámica y de los procesos ordinarios que observamos se contempla sólo como un accidente macroscópico, apenas otra cosa que una ilusión. Que la propiedad más básica que apreciamos en el mundo real quede caracterizada como un epifenómeno en la mecánica estadística y su hija la teoría de la información ya nos habla de un criterio y unas prioridades invertidas —del primado de la predicción sobre la descripción.
Por el contrario, lo realmente interesante, en los procesos más aparentes no menos que en el tiempo del hombre y su biología, es averiguar cómo se crean islas de reversibilidad a partir de un fondo irreversible, y circuitos cerrados dentro de sistemas abiertos, no al revés. Este sería el anillo mágico de la Naturaleza, que no admite comparación con el reloj de cuco de la Ley. El día en que comprendamos esto habremos superado el fundamentalismo del tiempo lineal y acumulativo que es el supuesto básico de nuestra sociedad.
En un libro titulado «Polo de inspiración —Matemática, ciencia y tradición», hemos señalado cómo lo que hoy se entiende como feedback o realimentación, clave de la cibernética, se encontraba ya presente en el viejo problema de Kepler en el que Newton encajó su teoría de la gravitación. El mismo problema de Kepler tiene ya la clave de las teorías gauge de campos como el electromagnetismo y las otras fuerzas fundamentales que gobiernan el átomo —estas también suponen una realimentación independientemente de cuál sea el mecanismo.
Bueno, esto tendría que ser el asunto menos misterioso del mundo puesto que los principios variacionales siempre fueron un recurso teleológico, lo que aún admitían científicos conservadores como Planck; pero la mayoría creyó que su uso era tan inocuo, que ni siquiera era digno de atención. Desde luego, para un matemático destacado como Wiener esto habría sido toda una sorpresa si alguna vez hubiera tenido la fortuna de reparar en ello.
Por supuesto los físicos teóricos aún no dejan de preguntarse cómo sabe la Luna dónde está el Sol y cómo «conoce» su masa para comportarse como se comporta; y a esto lo llaman el gran desafío de identificar el mecanismo concreto de la gravedad, o su cuantización en la jerga del ramo.
Pero realmente no se trata de identificar el mecanismo, o, como también se dice, descifrar el enigma de la comunicación entre cuerpos distantes —puesto que un problema variacional es por definición independiente de su mecanismo, ya sea a pequeña o a gran escala. El lagrangiano de un sistema es sólo una analogía exacta, y ya desde Newton sabíamos que nada era mecánico, al menos allí arriba; pero el sólo hecho de incluir lo de abajo y lo de arriba en los mismos Tres Principios de la Dinámica dio lugar a un formidable espejismo.
Podría pensarse que si estamos percibiendo ahora un feedback en la órbita de un planeta, es por la influencia omnipresente de la cibernética, ¿pero entonces por qué ningún especialista en cibernética se dio cuenta? ¿Ni los físicos, desde los tiempos de Lagrange? Habrá que suponer que por que no se veía en ello ninguna utilidad, pues los planetas ya estaban dando vueltas después de todo, y puesto que podían hacerse cálculos y predicciones, sólo cabía pensar que se trataba de un mecanismo.
Cuando los dioses quieren perder a los hombres, los vuelven ciegos; y en nuestro tiempo los han vuelto ciegos por medio de las predicciones.
No, la reversibilidad de la que hablamos no es tan obvia como la costumbre llamar a las cosas antiguas según los nombres de última hora. Por el contrario, más bien cabría suponer que si los físicos se hubieran dado cuenta de esto en su tiempo, en el siglo que va de Newton a Lagrange, probablemente la cibernética nunca hubiera sido creada, porque tampoco se habría dado la necesidad de crear un puente artificial entre seres animados y máquinas.
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Cuestiones de espacio nos impiden profundizar en el tema y sólo podemos remitir al lector al libro citado y a su obligada bibliografía. Como ya indicamos, el verdadero interés de esto sólo puede empezar a captarse al intentar ver cómo emergen los sistemas reversibles y cerrados, llamados por nosotros «mecánicos», de un fondo ilimitado y homogéneo —dándole la vuelta al planteamiento que desde Newton se ha hecho convencional.
Puede parecer una tarea imposible revertir el desarrollo científico de los últimos cuatrocientos años, pero nadie pretende tal cosa. A nivel institucional, y pese a sus vanas apelaciones a la originalidad, las ciencias actuales, con su enorme inercia burocrática, se amoldan a lo que dicta el poder y esto no tiene remedio. Pero para la inteligencia individual sí es perfectamente posible darle la vuelta al guante, y esto es lo importante, porque si puede entenderlo un individuo también pueden entenderlo muchos otros.
Hay unos lineamientos muy básicos para que la inteligencia científica hoy extraviada vuelva sobre sí. Nos estamos refiriendo tanto al horizonte teórico como a la práctica —a los principios, a los medios y a los fines. Estas líneas básicas pasan por los principios de la mecánica, la definición del equilibrio en diversos tipos de sistemas, los fundamentos del cálculo o análisis matemático, la relación crítica entre descripción y predicción y la no menos crítica relación entre los sistemas cerrados y abiertos, lo reversible y la irreversibilidad.
La interpretación, que es el fin de la ciencia en cuanto tal, también es el principio de la técnica y la tecnología; por lo tanto existe también un anillo en la lógica de la Tecnociencia, que hasta ahora no se ha podido explorar consecuentemente debido a que la revisión de los fundamentos pone en peligro la acumulación monótona de conocimientos en las diversas especialidades.
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Las formas de conocimiento son infinitas y sus combinaciones también, lo que no impide que existan fuertes redundancias. Lejos de estar a punto de dar con una «teoría del todo», la ciencia occidental sólo ha explorado una parte infinitesimal de las posibilidades del saber, incluso dentro de sus propias formas, pero por otro lado esas formas están sujetas en la práctica a una rápida evolución, envejecimiento y muerte.
El paradigma cibernético que hoy nos domina, nadie lo pondrá en duda, es la expresión última de la razón instrumental; pero al menos desde la cristalización newtoniana, y desde que la descripción se subordinó a la predicción, el camino del descenso estaba servido.
No es difícil cambiar los principios de la mecánica, sustituir por ejemplo el principio de inercia por el principio de equilibrio dinámico, y conservar el grueso de las predicciones que la física atesora cambiando por completo su sentido, contexto e interpretación; pero es la inercia real de las instituciones, y del conocimiento que tiene un determinado objetivo, lo que lo hace parecer inviable.
En la industria puede haber estándares reversibles e irreversibles. Un ejemplo de estándar que ha mostrado ser irreversible es la disposición de las letras en el teclado, concebida expresamente para que la máquina de escribir no fuera demasiado rápido y entrechocaran las letras; hoy esa limitación no tiene sentido en el ordenador, pero nadie ha podido cambiarla.
Lo mismo, y con muchas más razones, ocurre en las ciencias, y no por nada se habla hoy de un «modelo estándar» en cosmología o física de partículas; se trata en realidad del marco de formalismos aceptado para hacer series de cálculos. Hay sin duda buenas razones para usar esos marcos, pero no dejan de ser coyunturales —hasta un punto que no acertamos a imaginar.
Todo el reflejo cibernético consiste en tratar de cerrarse sobre lo abierto para esclavizarlo; identificarlo con la pulsión de muerte no es algo gratuito. Es también congruente con el interés de una cabeza minúscula y masivamente concentrada a la que ya le queda poco por ganar y prefiere apretar el puño. Pero, ¿cuál sería exactamente el efecto sobre el modelo cibernético del desarrollo de la hipótesis opuesta, tan extremadamente plausible, de que todo lo cerrado y reversible procede de algo abierto e irreversible? ¿Contribuiría a su desfondamiento, o a su consolidación?
La evolución individual de un organismo entre el nacimiento y la muerte nos dice de la forma más clara que el envejecimiento es un proceso de cierre y endurecimiento gradual hasta su quiebra o desenlace. Y el endurecimiento depende de la incapacidad de eliminación, que en sí misma es una forma de restricción creciente o cierre.
Si la ciencia no ha incorporado estos otros elementos rechazados, sin duda ha sido porque no le convenía; difícilmente puede intentar asimilárselos sin dejar de ser lo que ha sido hasta ahora. Por lo tanto, cualquier desarrollo en tal sentido llega demasiado tarde para ella; sólo en otro medio podría tener viabilidad.
Sin embargo aquí podemos percibir un eje común que conecta este mundo agonizante con otros por venir.
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Dentro del ecologismo no faltan quienes abogan por una nueva civilización y una nueva racionalidad, pero sus coordenadas intelectuales siguen siendo las del liberal-materialismo del diecinueve, actualizado por perspectivas tan frescas como la teoría de sistemas. Es decir, básicamente las mismas señas de identidad de esta civilización crepuscular, pero con una ética opuesta al consumismo y a favor del desarme tecnológico.
El ecologismo es un economicismo con consciencia de los límites y la escasez, pero la economía siempre fue la ciencia de la escasez, ya sea natural o creada por el hombre, y al final es este último el factor que siempre prevalece en la percepción social. Por otro lado se emplea la jerga administrativa de la teoría de sistemas pero se ignora por completo la jerarquía que ese ubicuo sistema de bombeo y succión que llamamos Gran Sifón impone sobre la economía, la percepción y la creación de opinión. Un pequeño olvido sin importancia.
Una civilización material sólo puede tener sentido si en todas sus instancias se observa debidamente la idea de equilibrio. Babilonia podía ser una civilización material pero la cancelación periódica de deudas permitía que los desequilibrios no se acumularan. Un ejemplo de gran civilización material de larga duración ha sido China, donde justamente la idea de equilibrio o armonía ha sido tan fundamental a todos los niveles. Pero la salvaguarda del equilibrio en el movimiento, no se refiere sólo a las necesidades físicas de los hombres, sino a que la misma consideración de lo material esté compensada; si esto ocurre, lo material no excluye a lo espiritual, ni lo inmanente a lo trascendente.
Pero ocurre de muy otra manera con la racionalidad del mundo moderno, que excluye por igual la inmanencia o la trascendencia de la experiencia, por no hablar de su carácter trascendental, y sólo puede aspirar a manipularla y desnaturalizarla. Así pues, todo en nuestro materialismo dual ya es producto de un desequilibrio extremo que sin embargo pretende perpetuarse.
Muchos aún desean creer que la ciencia moderna no sólo aspira a gobernar el mundo sino también a conocerlo. La idea griega del logos, basada en la geometría, era puramente descriptiva y la predicción le era ajena. Pero la idea moderna de Ley natural está completamente fundada en la idea de predicción o cálculo en el tiempo, y pedirle una descripción ajustada sería como ponerle palos en las ruedas.
El cálculo ha trastocado por entero nuestra idea de lo que es el análisis. En lugar de determinar la geometría a partir de las consideraciones físicas, derivando de ellas la ecuación diferencial, desde Leibniz y Newton se establece primero la ecuación diferencial y luego se buscan en ella las respuestas físicas. Ambos procedimientos están muy lejos de ser equivalentes, pero la misma creencia en la realidad de los diferenciales se sigue del procedimiento adoptado. Sigue siendo perfectamente viable revertir este procedimiento para abrir los ojos y recobrar la perspectiva correcta.
Hablamos de «revertir» pero hay que tener presente que lo que generalmente ha hecho la ciencia moderna es invertir la idea anterior de racionalidad, poniendo muchas cosas literalmente cabeza abajo con tal de servir al cálculo. Pero nos hemos acostumbrado hasta tal punto a estos procedimientos, y están tan justificados para un determinado propósito, que no podemos concebir otros.
Claro que incluso dentro del predominio absoluto de lo predictivo, el espesor de la Ley abstracta con respecto al mundo del devenir y las formas observables sigue pareciendo casi nulo. Así las ciencias «duras» como la física han de ir acompañadas de un suplemento descriptivo para rellenar el abismo entre lo imaginario de nuestras representaciones y el valor simbólico o normativo de la Ley. De ahí disciplinas como la cosmología o la teoría de la evolución, con un valor predictivo nulo pero esenciales para seguir pensando que la ciencia tiene poder explicativo.
Sin embargo es muy fácil mostrar que estas disciplinas descriptivas apenas son un suplemento ideológico para amplificar el rango de aplicación de las ciencias duras a su máxima potencia: la cosmología para extender el valor de las leyes de nuestro planeta a todo el universo, o la evolución para reducir todas las transformaciones de la vida a una deriva genética potencialmente manipulable.
Así pues, en ciencia hay un doble circuito y una doble circulación, de forma muy similar a como en nuestro sistema monetario hay un doble circuito y una doble circulación de la moneda, con un dinero legal emitido por los bancos centrales y un circulante imaginario dependiente del crédito. No se trata de una vana analogía; aunque el grado de «estiramiento» de la moneda legal en la ciencia, y del crédito que le concedemos, es incomparablemente mayor. Aún no podemos medir el valor de la gravedad en nuestro propio planeta con cuatro cifras decimales, pero pretendemos que la relatividad general pueda hacer cálculos con 11 decimales en lejanas galaxias y agujeros negros.
A esto se le llama especulación, y gran parte de la ciencia teórica está guiada por un afán especulativo tan intenso como el del mundo financiero, con la gran ventaja de que apenas hay posibilidad de control experimental. Claro que no es sólo la ciencia. Si la moneda legal es apenas un 5 por ciento y el resto es dinero falso o imaginario, «deuda», lo mismo puede decirse de prácticamente todo lo que circula en los medios, las ideologías y todas las esferas de la sociedad —una enorme montaña de moneda falsa que sin embargo sirve para empeñar las ilusiones y esfuerzos de la gente.
La predicción tiene justificación en la medida en que una ley, por definición, expresa una regularidad, y esta también por definición ha de ser predecible. Pero si la predicción no está nivelada con la descripción, ni siquiera podemos saber a qué se refiere la ley más allá de la predicción misma, como de hecho sucede con la ley de la gravitación y todas las demás.
Idealmente, descripción y predicción deberían ser recíprocas, lo mismo que la memoria y la anticipación con las que creamos continua y reflexivamente nuestra percepción del tiempo. Sin embargo, hoy demandar que vayan de la mano puede parecer un sabotaje; algo tan irrazonable como pedir que no existiera el dinero imaginario, siendo el grueso del total.
Nos resulte a estas alturas inconveniente o no, de ello depende toda la vida y la lógica interna de la evolución científica, su veracidad y su grado de viabilidad a lo largo del tiempo. Son los sectores secundario y terciario de su economía, y el primario, la cualidad y realidad de los fenómenos y su inclusión en el principio, es demasiado amplio para tratarlo aquí. Ni que decir tiene, también aquí el sector terciario se ha hipertrofiado sin la menor consideración por los requerimientos más básicos.
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En la segunda mitad del siglo XX, y por los mismos años en que emergían los modelos estándar de física de partículas y cosmología, floreció un abanico de intentos teóricos de lidiar con la complejidad, con vocación de universalidad y diversa fortuna: la propia cibernética de primer y segundo orden, la teoría de sistemas, la teoría de las catástrofes de Thom, los sistemas disipativos alejados del equilibrio de Prigogine, los sistemas dinámicos no lineales y el caos determinista, el orden espontáneo y la autoorganización, las ciencias de la computación, el neodarvinismo digital, la inteligencia artificial y un largo etcétera.
Todas ellas se postulaban como disciplinas nuevas a la vez que como horizonte interdisciplinar; de esta forma evitaban cuestionar los logros de las ciencias más antiguas y trataban de abordar cada una a su manera todo ese espesor del mundo real fuera del alcance de las grandes leyes. Si en física fundamental Wigner expuso su asombro ante la «irrazonable eficacia de las matemáticas», en terrenos como la biología, epítome de la complejidad, estas exhibían, a decir de Gelfand, una «irrazonable ineficacia».
Pero ambos estaban equivocados. La eficacia de la matemática en física es todo menos irrazonable puesto que lo que se ha hecho desde Newton es una ingeniería inversa asignando las variables para llegar a los resultados conocidos, generalizando la ecuación luego y finalmente declarándola universal. Por otro parte, la ineficacia de la matemática en la biología tampoco podía ser menos irrazonable si pretendía aplicar el mismo método.
Aunque había y hay mucho espacio en medio, los teóricos de la complejidad nunca han acertado a verlo porque parecía suicida cuestionar la aplicación de la matemática a la física en vista de sus éxitos y del poder predictivo de sus métodos. Pero es siempre el poder lo que nubla la razón.
Pese a los gigantescos avances en poder de cálculo y lo apetecible que resultaba el ilimitado panorama, estos teóricos de la complejidad se han quedado con las ganas de darle el gran mordisco a la manzana. Por el contrario, a lo que asistimos es a la vertiginosa elevación de un zigurat neobabilónico, que, eso sí, parece estar muy a tono con la ubicua proliferación del desorden.
Los más complejos ordenadores todavía han sido incapaces de igualar las habilidades de una ínfima mosca del vinagre en el vuelo, pero se habla poco menos que de entregar el gobierno del mundo a la inteligencia artificial. Difícil saber si esto sirve más al engaño, al desastre o a ambos.
Para ver algo más lejos nos echamos siempre hacia atrás, y aquí como en todo, lo primero que se necesita es cuestionar los métodos de la ciencia más fundamental, por más importantes que hayan sido sus éxitos. Que la ciencia moderna tiene una parte importante de verdad, eso está fuera de cuestión, pues de otro modo ni siquiera perderíamos el tiempo con ella. Pero lo interesante es ver la relación entre lo que ha descartado la ciencia fundamental y lo que se le escapa a las ciencias de la complejidad. Y hay todo un mundo por explorar aquí.
El cálculo diferencial, y con él toda la aplicación de la matemática al cambio, ha oscilado entre la idealización y la racionalización, entre la idea de infinitesimal y el concepto de límite. Estas son las rocas Simplégades contra las que se estrellan todos los navíos en su exploración de lo infinito, y cuando no los destruyen, aún limitan dramáticamente su campo de visión. Sin embargo el camino medio de las diferencias finitas sólo se ha explorado como mero auxiliar de los resultados conocidos, en lugar de como verdadero fundamento del método. Este camino medio es el eje de reversibilidad de un desarrollo hasta hoy irreversible, el del Análisis, que aún sigue sin hacer verdadero honor a su nombre.
La pretensión de que la ciencia tal como hoy la conocemos tenga asegurados sus cimientos y ya sólo puede crecer hacia arriba es sencillamente ridícula, y sin embargo es sumamente difícil de cambiar dado que en ella es inevitable que se superpongan los estratos tanto a nivel teórico como sociológico. Y aun así, tal vez no sea imposible que también aquí el futuro le abra la puerta al pasado, si comprende que sólo en este eje tiene aún libertad de movimientos.
La ciencia puede y debe ser algo más que un zigurat.
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Por supuesto que la ciencia tiene más de efecto que de causa. A los científicos les gusta pensar que son ellos los que han cambiado el mundo, y sin duda no es poco lo que han contribuido a hacerlo, pero así y todo lo que ellos hacen es conquistar nuevos dominios de aplicación para la mentalidad imperante. La religión de la predicción es el saber del esclavo conquistador.
Se dice que ya hemos superado la era del sujeto y que ello ha ocurrido en beneficio de, por ejemplo, la comunicación. Según esto, el sujeto era un obstáculo y, una vez sobrepasado, el progreso puede continuar; este sería precisamente el supuesto de plataformas de comunicación como Davos.
Ahora bien, lo que proponen no tiene nada en absoluto de progreso, y ya son cada vez menos los que se dejan engañar por el supuesto vértigo de los avances tecnológicos y la producción masiva de falsa novedad. Por el contrario, hoy el único progreso posible empieza por darse cuenta de que la clase de aceleración tecnológica que hoy se promueve no es ni necesaria ni irreversible, y sólo a partir de ahí el sujeto vuelve a encontrar tiempo y espacio para las decisiones.
Sin embargo no estamos hablando ni de un imposible retorno al pasado, ni del reciclaje o combinación oportunista de cosas nuevas y viejas que caracteriza a la postmodernidad. El balance entre pasado y futuro, entre memoria y anticipación, es la condición normal de la conciencia reflexiva; es la modernidad la que ha roto de la forma más violenta este balance en beneficio de la anticipación, imponiendo una idea de progreso que sólo puede ser unilateral.
Ahora bien, este desarrollo unilateral, como diría Hegel, deja un enorme espacio abierto a las espaldas no menos que hacia adelante. La moneda respaldada con oro parecía ayer mismo cosa del pasado; pero la misma volatilidad de las monedas digitales empuja a su readopción. Naturalmente lo decisivo aquí no es el oro, sino el cambio de orientación en el tiempo.
Se trata de un símbolo perfecto del momento, cuya magnitud no conseguimos captar —y que llega justo cuando la megafonía nos repite con insistencia propia de un hipnotizador de feria que no hay alternativa ni hay vuelta atrás. Un símbolo que coincide y encuentra resonancia con los primeros indicios claros de inflexión en otros grandes procesos, empezando por la propia Globalización.
Al mismo tiempo aumenta agudamente la conciencia de la creciente fragilidad a la que está condenada esta civilización que lo fía todo a las soluciones tecnológicas; lo presentíamos, y ya incluso lo vemos claramente: finalmente llegará un niño y la destruirá, o incluso algo mucho más pequeño. O guardamos bien las espaldas o estamos acabados; y lo mismo vale para tantas «conquistas sociales» que se hayan sobornadas o secuestradas y dependen críticamente de que todo vaya en una sola dirección. Nos movemos en aguas profundas.
Verdaderamente, si se trata de «comenzar de cero» como dicen, y tanto les importa la economía, tendrían que empezar por cancelar toda la montaña de deuda y conseguir que los grandes saqueadores que se han lucrado con todo tipo de estafas y de guerras devuelvan su botín, y muy especialmente el usurpado control del sistema monetario; pero parece ser que no es de esto de lo que están hablando.
Nada es totalmente irreversible salvo la muerte, y los que intentan convencernos por todos los medios de la irreversibilidad de no se sabe qué cambios sólo pueden conducirnos a la muerte, cuyo partido representan. Nadie menos interesado que ellos en que la conciencia y la historia puedan volver sobre sí.
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La compulsión cibernética quiere incidir exhaustivamente en las partes desde el control del todo; es el totalitarismo en la apoteosis de su funcionalidad. A lo cual puede oponerse la estrategia contraria, que dice que en un organismo siempre podemos proceder del aparente efecto a una causa tal vez no menos aparente, y modificar a fondo una porción de la conducta puede tener efectos de largo alcance sobre la percepción de la totalidad. Si el rabo puede doblar al perro, bien pueden el rabo y la cabeza ponerlo derecho.
No son las ideas las que determinan nuestras acciones, sino que es lo que hacemos y lo que queremos hacer lo que determina nuestras ideas. Acostumbrados a una dirección en piloto automático, cada línea de acción que se invierte revierte sobre todas las demás. Y cuando afecta al eje, demasiado obviado, de nuestro comercio con la realidad, puede prender sin obstrucciones como una mecha empapada en aceite.
La cibernética y la inteligencia artificial progresan en su cierre y esclavización del sistema por ciclos de percepción y acción. Hoy nuestros administradores creen tener un control suficiente de los medios de comunicación, el dinero y los resortes ejecutivos como para definir esos ciclos; sin embargo toda la dinámica del material-liberalismo o liberalismo material se halla comprometida con el descenso del intelecto, no con su ascenso —es esto lo que se haya en el origen del extremo desequilibrio de la modernidad.
Para la tecnociencia actual creada a imagen y semejanza del liberalismo, que la inteligencia esté totalmente separada de la naturaleza es condición indispensable para recombinar todos los aspectos de la naturaleza a su antojo: átomos, máquinas, moléculas biológicas y genes, o la interfaz entre cualquiera de ellos bajo el criterio menos restrictivo posible de la información.
Así, la totalidad de la razón cibernética nunca deja de ser un agregado o colección arbitraria de elementos que intentan reproducir unos resultados observables. El movimiento ascendente es la composición o integración del todo a partir de elementos ideales y el descendente la descomposición del todo en partes semejantes. La lógica sigue siendo la misma que la del cálculo matemático o Análisis, en el que la síntesis es imprescindible pero está heurísticamente subordinada a la obtención del resultado. Pero es fácil demostrar que este pretendido análisis pone todo cabeza abajo y que lejos de ser una fundamentación neutral es, no menos que en el caso de la cibernética, una justificación de la heurística.
Volver a poner derecho lo que ahora está del revés no dejará de producir resultados que ahora mismo resulta difícil imaginar. No se trata de una crítica filosófica, sino de una redefinición operativa de los principios, los medios y las interpretaciones. Y cuando nos demos cuenta de que hay un enorme espacio desocupado, todos los intentos por impedir su exploración serán el mejor de los estímulos.
El método científico actual, igual que nuestro sistema monetario y tantos otros arreglos, está totalmente orientado hacia fines determinados y su llamado «pragmatismo» ignora la más elemental neutralidad. Su objetividad es sólo un caso muy particular de objetivación. Y esta parcialidad tan acusada, que también está en el origen de su enorme vitalidad en el pasado, es la misma que ahora frena su recorrido de forma cada vez más pronunciada.
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Occidente le debe una rehabilitación a la Naturaleza en el mismo seno de la ciencia y la conciencia; pero aún más se la debe a sí mismo y a la verdad. Tal vez se encuentre demasiado decrépito, o demasiado esclavizado por sus logros, como para emprender una reforma de tal profundidad como la que necesita incluso para sólo decirse que está vivo.
Pero el mundo no es Occidente, ni siquiera Europa lo ha sido salvo en esta fase crepuscular, y si en tierras europeas o norteamericanas no existe la fuerza para librarse de su propio yugo, otras culturas o civilizaciones verán la necesidad de usar conscientemente el tiempo como una espada de dos filos —en China, en Japón, en la India, en Rusia, en Irán, en Palestina, en el hemisferio sur, y un poco en todas partes.
Claro que hoy el primer problema para que una cultura nueva tenga tan siquiera derecho a insinuarse es cómo prosperar en el contexto de una civilización global con un despliegue tecnológico tan abrumador que es incapaz de dejar nada sin alterar. Una civilización tan totalizadora en el espacio y en el tiempo que incluso parece excluir cualquier otra posibilidad.
En tal coyuntura hay dos grandes posibilidades: o el colapso de la globalización es tan completo que hasta nuestras tecnologías se extinguen, y entonces el espíritu vuelve a tener absoluta libertad de movimientos, o las culturas venideras terminan por adueñarse de su lógica y la superan y reorientan con un propósito completamente diferente. Hasta ahora eso no ha ocurrido, pero de lo que estamos hablando es precisamente de cómo eso puede empezar a suceder.
Y sin embargo, incluso esa superación sólo puede pasar por una vuelta sobre sí que en muchos sentido equivale a una disolución, pero que aún evita una destrucción traumática. Volver sobre sí no es retroceder, es la única forma no destructiva de entender el progreso.
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La forma en que entendamos la Naturaleza y nuestra relación con ella va a ser finalmente mucho más decisiva que cualquier tipo de medidas parciales para «detener la catástrofe» que sean emprendidas desde la lógica de orden inferior de la Geoeconomía y sus viciados modelos de análisis.
He insistido una y otra vez en la importancia de liberar la Naturaleza de la limitada racionalidad en que la hemos constreñido. Se han aceptado muchas definiciones inaceptables por el mero hecho de que el intelecto se sentía halagado por la sensación de dominio sobre ella.
Hoy algunos se ríen de una inventada creencia en la tierra plana, cuando lo cierto es que cuestiones de ese orden sólo pudieron ser enteramente secundarias para nuestros antepasados; pero el fantástico vuelo especulativo de las ciencias naturales sólo disimula el universal aplanamiento de nuestra realidad en el dominio de las causas eficientes.
Reducirlo todo a movimiento, ideal inalcanzable de la física moderna, sería la consumación del nihilismo, pero no por el movimiento mismo, que es una tan pura expresión del espíritu como cualquier otra, sino por el espíritu de reducción que para el nihilista mismo debe pasar desapercibido.
También he insistido en la estrecha reciprocidad que hay entre liberar nuestra visión de la naturaleza «externa» y liberar la naturaleza encerrada en la construcción social y en nuestro interior. Ambas son espíritu dentro del espíritu, pero no de la forma que el mero intelecto podría haberse arrogado.
El espíritu es la unión sustancial de voluntad y entendimiento; y en un sentido muy real podemos decir que la voluntad es el interior de las cosas, «la cosa en sí», mientras que todas las representaciones del intelecto, por elaboradas y consistentes que puedan ser, se quedan para siempre en la más pura exterioridad. Schopenhauer propuso este irreconciliable dualismo, pero curiosamente la voluntad de la que hablaba también era en sí misma dual, compuesta de una parte femenina, hecha de apetito, movimiento y fuga —el deseo, lo imaginario- y una parte masculina o energética hecha de fricción y esfuerzo, que quiere con independencia del deseo y a la que llamamos propiamente voluntad. Ambos son como el agua y el fuego, o el mercurio y el azufre del arcano hermético.
El capitalismo, como el Satán Trismegisto de Baudelaire, vive de evaporar el azufre de nuestra voluntad por medio del deseo para recircularlo e infundirlo de nuevo en el metal lavado, y engordado con el esfuerzo del trabajo, que alcanza su máxima concentración en el oro, y que no es sino el mercurio condensado con el azufre, verdadera sangre mineral. Así pues, la propia circulación social del valor viene a ser la inversión de la hipótesis hermética para el mundo natural; una inversión que parece corresponderse bien con la lógica de la pirámide invertida de la acumulación de riqueza.
Esta analogía permite conciliar a Hegel y Schopenhauer en clave hermética, pero la inversión que la sociedad supone respecto a la naturaleza comporta también un trueque entre lo grande y lo pequeño; la sociedad misma se convierte en el microcosmos de un gran mundo al que ha dado la espalda, y al que sin embargo pretende cabalgar.
Se puede opinar lo que se quiera del planteamiento, ciertamente limitado, de Schopenhauer, pero lo cierto es que pensar en la naturaleza como una serie de representaciones de procesos y no reconocerla en nuestros propios impulsos es una ingenuidad extrema a la vez que el producto más acabado de una larga disociación.
Cualquiera diría que la física matemática, nuestra manera altamente formalizada de entender los fundamentos del cosmos, no tiene nada que ver con el dualismo hermético o el que resulta del cruce de los grandes filósofos románticos. Sin embargo, si en clave hermética la materia está compuesta de una modalidad volátil y otra fija, de algo que se mueve y algo que no lo hace, ya desde su mismo comienzo la física encuentra una distinción crucial e irresuelta entre cantidades escalares como la masa y vectoriales como la fuerza, entre propiedades intensivas y extensivas, entre materia separada por espacio, como en la electricidad, y espacio separado por materia, como en el magnetismo.
Más allá del análisis dimensional, la propia física apenas se plantea la cuestión extremadamente compleja de una genealogía exhaustiva de sus cantidades puesto que en realidad no pueden ser más heterogéneas y su adopción ha resultado siempre de la resolución de problemas concretos, constituyendo en sí mismas una monumental torre de Babel. También es digno de mención que el mismo análisis dimensional, hoy un modesto auxiliar, puede arrojar resultados completamente diferentes e inesperados cuando el análisis general se basa sólidamente en las diferencias finitas.
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El individuo ha sido la idea-fuerza del liberalismo y ha sido el propio liberalismo ahora agonizante, el que de tanto inflarla ha terminado por vaciarla de cualquier contenido. No importa lo que diga la gramática, hoy «individuo» es más adjetivo que sustantivo, si no el objeto del verbo «personalizar».
No es el individuo, sino el proceso de individuación, lo que cuenta. Es la individuación lo que nos hace sentir individuos a cada instante, y sólo el que se atiene a ello puede quedar libre del miedo. Hoy por el contrario la idea de individuo, de la que aún se intenta extraer rendimiento explotando todos los recursos del miedo y el deseo, es un yacimiento más agotado que lleno.
Tras el colapso del Yo como principio ordenador, parece que ya sólo nos ha sido dado entender al individuo como singularidad. En matemáticas y física, una singularidad es la forma en que un mapa o variedad degenera y cesa de ser diferenciable o da lugar a resultados infinitos.
No deja de ser significativo cómo la cosmología se ha pasado más de dos generaciones estudiando objetos teóricos como los agujeros negros que deberían verse, más que cualquier otra cosa, como un completo fracaso de la razón; por más que este tipo de singularidad sea sólo otro exponente de cómo una ley reversible da lugar a un proceso irreversible en virtud de su propio carácter absoluto.
También es curioso cómo, en lugar de tratar de ver por qué son imposibles este tipo de comportamientos, los teóricos, tras grandes resistencias, decidieron finalmente meterse de cabeza por el embudo de la imposibilidad estirando su credulidad hasta el país de nunca jamás.
Una singularidad así es un infinito rodeado por el «comportamiento normal» de la ley. La individuación de una entidad real, por el contrario, tendría que describir cómo el infinito sustenta momentáneamente la existencia y evolución de un ser finito y mensurable —una partícula, un átomo, un cuerpo o sistema celeste.
Pero para la física esto es imposible porque ni siquiera ha podido ir más de las partículas puntuales. La relatividad especial prohíbe partículas con dimensiones, mientras para la relatividad general las partículas puntuales carecen de sentido. Pero en general, en la física de las leyes, la formación de cualquier cuerpo con dimensiones mensurables, como los cuerpos celestes, depende siempre de una petición de principio.
Hertz insistía con razón en que el Tercer Principio no podía verificarse en el problema de Kepler porque las fuerzas carecen de punto de apoyo. Pero el Tercer Principio entendido como simultaneidad de acción y reacción es el Sincronizador Global de la mecánica, y ni la relatividad especial o general ni la mecánica cuántica han dejado de insertarse en su disposición absoluta, y por tanto metafísica, del ordenamiento temporal.
Este Sincronizador Global es el árbitro supremo de la causalidad eficiente en física. En el caso de que cojeara, incluso para el más elemental sistema de dos cuerpos, como en el problema de Kepler, ha de existir un tiempo propio, un principio interno de autoorganización. Inadvertidamente, los campos gauge de las fuerzas fundamentales lo incluyen, aunque no lo hagan explícito. Este principio de autoorganización, que ya antes señalábamos de pasada, es un caso particular del principio de individuación. Y es el feedback que ya está inscrito en la forma puramente relacional de la «ley» la que prohíbe que existan degeneraciones singulares.
Es la misma lógica de la física moderna la que impide la descripción apropiada de la formación o individuación de las entidades —y también de su supuesta descomposición en «información». Y el cálculo hace el resto, porque toda entidad individual ha de existir entre lo infinito y lo infinitesimal, pero para en el análisis estándar las diferencias finitas son accidentales.
Así es posible ver la mezcla de idealización y racionalización con la que el material-liberalismo ha terminado por disolver tanto el sujeto como la materia, sin por ello aclarar nada sobre sus relaciones.
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Si todavía no hemos acertado a ver lo obvio, tendrá que ser porque hemos estado centrados en otros objetivos —en la predicción y manipulación antes que en la comprensión. Y por supuesto, en la insistencia en hacer un objeto de la naturaleza, que tiene que acabar por convertirnos en objeto a nosotros.
Hoy son personas de origen judío las que dominan de forma abrumadora el discurso teórico en las ciencias fundamentales, y tampoco esto es casualidad, pero no se les puede echar a ellos la culpa sobre la clase de ciencia que tenemos; una ciencia cuyo espíritu realmente no ha cambiado desde Newton, el guardián de la Casa de la Moneda en los primeros años del Banco de Inglaterra.
Y así seguimos con una total disociación entre el espíritu de la Ley y las formas del devenir en la naturaleza; y esta disociación es la condición básica para la desintegración de las relaciones naturales que es el objetivo del liberal-materialismo. Si el liberalismo está en fase menguante, ello siempre se compensa con un aumento de la racionalización, que ahora adquiere fuertes tonos tecnocrático-cibernéticos; la finalidad siempre es disponer del todo con el menor número de impedimentos.
La transición gradual entre el liberalismo y la tecnocracia permite todavía jugar la carta del transhumanismo como punto de fuga para los deseos de prolongación de la vida y los simulacros de trascendencia a la vez que se explotan más a fondo los recursos de la transformación tecnológica. Y este transhumanismo ciborgánico puede así continuar e intensificar la guerra contra la naturaleza tanto fuera como dentro de nosotros mismos, llevando hasta nuevos límites la moldeabilidad de lo humano.
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Como dice Israel Shamir, que existe la judería y la política judía es una obviedad para los judíos pero un pensamiento prohibido para los no judíos —lo que ya dice bastante sobre quienes controlan la opinión. No es algo que vayamos a denunciar aquí, pero aún así no estarán de más algunos comentarios para los que aún necesiten entenderlo.
Fue un lugar común, hoy ya más bien olvidado, que el movimiento del progreso puede entenderse en la clave hegeliana del ser en sí, el ser fuera de sí y el ser para sí; y de hecho en pocos casos esta dialéctica se hace tan explícita como en el caso del autodenominado «pueblo elegido» con el drama de la diáspora y el retorno a la Tierra Prometida, que debería estar culminada por la llegada del Mesías. Claro que esta culminación mesiánica, como repiten una y otra vez sus escrituras, pondría a Israel por encima de todas las naciones, que se verían obligadas a reconocer al pueblo del Señor y al Señor de su pueblo.
También resulta elemental equiparar al pueblo en el exilio con el espíritu enajenado de la naturaleza, o más generalmente a una sociedad que sólo puede constituirse en cuanto que tiene que darle la espalda a la naturaleza a pesar de seguir viviendo de ella. Aquí podemos apreciar distintos niveles de discurso, aunque todos contemplan un horizonte de reconciliación.
Debería estar claro que lo que debe ser reconocido es la presencia del sujeto o espíritu en la naturaleza, y que esto coincide con el reingreso de la conciencia de la naturaleza en el seno de la sociedad que se creía apartada de ella. Está claro que la teología y la teleología judaica reposan en la negación de la naturaleza, que sólo es objeto de la Ley; pero no sólo ellas, toda la ciencia moderna, aun partiendo de la herencia griega, ha crecido bajo el signo de la misma negación.
Es muy probable que la ciencia occidental no hubiera despegado nunca como lo hizo sin el alejamiento del sujeto y la reducción de la naturaleza a la Ley; pero su culminación sólo puede pasar por volver sobre sí en el sentido que hemos indicado, de las leyes a las descripciones y de éstas al solo principio en el que se despliegan los fenómenos.
El sentido de la ley natural que ha imperado desde Newton es pragmático y externo, y por lo mismo, superficial. Era el grado de conocimiento que cabía esperar de una cultura orientada hacia el dominio del mundo. Para la conciencia judaica, pueblo dentro de los pueblos, de lo que se trataba era de alcanzar el dominio del dominio y controlar al controlador, y no de calar el fondo de esta nueva «Ley» natural.
La ciencia occidental ha sido hasta ahora lo bastante vanidosa y hueca como para darse por satisfecha con un dominio del objeto que se apoya en gran medida en el rechazo de su entidad. Ha querido cabalgar la naturaleza, y puesto que se ha contentado con esto, no es sólo justicia poética sino también pura lógica que el jinete termine convertido en bestia de carga de una mentalidad que desde el principio ha rechazado a la naturaleza, y no ya en parte sino en su totalidad.
La teleología mesiánica en general, ya sea judía, cristiana, o marxista, por no hablar del apocalipsis-espectáculo capitalista, no puede dejar de funcionar bajo la lógica del «cuanto peor, mejor», puesto que se requiere un empeoramiento de las condiciones hasta un punto crítico para que una intervención de otro orden se haga deseable. Sólo un cristiano viejo podría decir «cuanto peor para mí, mejor para mí»; pero lo que lo que piensa el ser de la política es un «cuanto peor para ellos, mejor para nosotros».
Jugar a la vez las cartas transhumanista y tecnocrática permite seguir explotando todas las posibilidades de recombinación de la naturaleza mientras los seres humanos pierden el poco norte que les queda. Sirve igualmente para reconducir los deseos de los de abajo hacia objetivos triviales degradando a cada paso sus criterios, mientras ellos mismos financian sin saberlo los proyectos y se prestan a ser la base de datos y experimentos. Sigue presentándose así un punto de fuga para el imaginario liberal mientras los medios de control se hacen más ubicuos e invasivos.
La fuga transhumanista sería pues una destrucción controlada y un apocalipsis a cámara lenta que propicia la intervención en última instancia de un orden superior: está al servicio de la más temible y definitiva reacción. La presentación que se hace de otras pretendidas crisis planetarias también está calculada para justificar este tipo de intervención desde arriba, sólo que en este caso la consumación de la Historia pasaría por el abierto reconocimiento del Pueblo Elegido como salvador. Las más tortuosas rutas servirían para que al final todos anden rectamente ante el Señor.
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Una fe puede resultar absurda e incluso estar al servicio de la mentira y sin embargo servir muy bien a un interés vital; por el contrario, si no van unidas a la vida, ni la razón ni la verdad misma nos sirven de mucho.
La inconsciencia que desgarra termina por encontrarse con la conciencia desgarrada. ¿Tiene que ver el reparto 50/50 de la oligarquía americana con la presente escisión social de la nación indispensable? Esta fisión no parece primariamente un asunto entre judíos o no judíos sino una pugna entre los intereses de la nación y los del Imperio; sin embargo ambas cuestiones tienden a coincidir estrechamente. El actual desgobierno republicano ha hecho las más bochornosas concesiones al estado de Israel con la esperanza de tener a cambio las manos libres para desengancharse de la agenda liberal global; pero en vano.
La Reserva Federal no está al servicio de los Estados Unidos, ni siquiera de la bolsa de valores, sino de la hegemonía monetaria y la banca privada global. Los movimientos para buscarle una alternativa al dólar dentro de las mismas prioridades de la plutocracia son bastante elocuentes en este sentido, aunque su viabilidad sea una completa incógnita. Sin duda se preferiría un desgobierno demócrata para acometer la transición, aunque esto siempre sea secundario. Que los principales donantes en las campañas de ambos partidos sean sionistas vehementes tampoco es esencial pero sí revelador.
El problema es que servir a la hegemonía y a la plutarquía destruye el país, e incluso con todos los ríos de desinformación es inevitable que cada vez más gente lo comprenda. Esto no puede dejar de provocar una división cada vez más violenta a todos los niveles, incluso si ninguno de los candidatos puede hacer nada al respecto, y finalmente una casa dividida hasta tales extremos no podrá sostener al dólar.
Por su parte el poder judío americano no se conforma ni mucho menos con dictar la política americana en Oriente Medio; sería de tontos hacerlo con unos socios tan complacientes. La historia nos dice que los judíos han acabado mal en muchos antiguos imperios y países, no sin haber traído el caos y la destrucción sobre sus anfitriones. Es inevitable pensar que esto tiene que ver con una marcada propensión a excederse y una inflexible tendencia a usar siempre toda la ventaja adquirida, no importa cuán grande sea, para obtener otras más. Sería otra dinámica irreversible donde el miedo y el atrevimiento del aventajado se realimentan.
La tristemente célebre «teoría del portaaviones», que nos asegura que Israel no es sino un instrumento de conveniencia para el imperialismo americano —un portaaviones para controlar el grifo del petróleo-, no soportaba el menor escrutinio ni siquiera hace cincuenta años; pero después de lo que hemos visto en las dos últimas décadas, no creo que haya nadie que se atreva a defenderla en público.
Una nación que depende de su hegemonía monetaria tiende a ser eviscerada y desgarrada sin remedio; y por otro lado una hegemonía monetaria como la del dólar no puede mantenerse sin una nación con una mínima concordia. Está claro que para Estados Unidos sería infinitamente mejor terminar con la Reserva Federal y crear una moneda con un sistema simple, justo y concebido para las necesidades del país; pero el hecho de que esto se antoje imposible ya lo dice casi todo.
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Hay en la naturaleza una voluntad que apenas tiene algo que ver con la pobre voluntad de voluntad del hombre, y hay en la naturaleza una inteligencia que a duras penas tiene algo que ver con el disociado intelecto humano; podemos suponer que en realidad se trata de impulsos y reacciones en un número infinito, pero su relativa unidad se deriva de lo que no son, y que ni siquiera en nosotros reconocemos.
Tratar de conocer esa voluntad y esa inteligencia en sus propios términos, incluso con nuestras herramientas formales, que no dejan de ser sombras, tiene una virtud que tendría que resucitar hasta a los muertos, pues no es otra cosa que el espíritu de vida, que está más allá de la vida y la muerte.
La ciencia también termina por toparse con las tres grandes preguntas: por qué existe algo, por qué existe la vida, y por qué existe la conciencia. Es más que dudoso que pueda haber una respuesta para cualquiera de las tres cuestiones por separado; pero si las tres coinciden, el que no haya respuesta ni siquiera demanda una pregunta.
Todo lo que la ciencia moderna percibe hoy como Ley natural es apenas una sombra que sólo adquiere grados nuevos de vida y comprensión restituyéndolo en dirección al Principio, en vez de pretender empujar la Ley hacia horizontes imposibles. Pero, además, si las leyes pueden subsumirse en los principios, ello también significaría que, siempre dentro de unos límites, podemos reconducir las mediaciones de la tecnología y la sociedad en dirección a la simplicidad. Nuestra ley es dura y el principio es infinitamente dúctil; pero nuestras leyes son sumamente tortuosas mientras que el principio es de una rectitud aún por descubrir. Se trata de otra clase de horizonte.
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La insistencia por parte de los poderosos en la irreversibilidad de la gran transformación tecnocrática cuando son tan claros los signos de su agotamiento sólo puede producir una reacción en sentido contrario. Pero no se trata sólo de un fenómeno reactivo. Insistir en que los grandes procesos pueden revertirse de forma creativa nos da conciencia de grados adicionales de libertad y esto es absolutamente vital cuando el resto del espacio está ocupado. Los que hoy disponen de las estructuras vitales sólo podrían acceder a ese espacio destruyendo, «limpiando» su propia obra.
Siempre podemos oponer dos a dos libertad y seguridad, justicia y verdad; pero la selección de sus contenidos y la forma en que hoy se hayan opuestos depende en gran medida de quien «pone el dinero» y de la sedimentación de intereses acaecida durante esta larga época de usurpación monetaria. Esta cruz resume la auténtica crisis existencial que se presenta, tan diferente de una mera crisis técnica.
Estos tres tenemos: la mente, la materia y el metal, que es materia pero en su forma más muerta sirve para reflejar la luz y vernos a nosotros mismos al tiempo que eclipsa el secreto de su origen. Y quien dice el metal dice la moneda, que reproduce un proceso análogo en el intercambio social y la inteligencia colectiva.
Hemos apenas sugerido de qué modo puede incidir la reversibilidad en aspectos como la política monetaria, la ciencia, la individuación o nuestro sentido del tiempo y su «progreso». Se trata de puntos absolutamente centrales en una civilización, la nuestra, gobernada por la circulación, pero en la que la circulación sigue al servicio de una tendencia a la acumulación irreversible, y donde esa acumulación a su vez busca transformar su ventaja cuantitativa en un dominio cualitativo en todos los órdenes, proceso al que bien puede llamarse inversión. También una inversión en influencia y dominio cultural, pero antes que nada una inversión de signo en la dinámica general de la circulación social, empezando por la dirección del dinero, de su ascenso por extracción a su descenso como transformación de los sujetos.
No puede haber singularidad aquí tampoco, pero el simulacro de singularidad o emergencia juega un rol conductor y mientras se produce un cambio de signo y un intercambio de influencias, de lo material a lo mental, y viceversa, se acumulan argumentos para la transvaloración. Aún no hay transmutación, pero sí una transformación continua. Y si bien es cierto que este circuito no está perfectamente cerrado ni puede llegar a estarlo, también es cierto que trabaja con una considerable eficiencia.
Todo esto sólo podría funcionar en una apuesta decidida por el desarrollo irreversible de la historia que equivale a apretarse la venda en los ojos y entregarse sin resistencia al doble juego de la restricción creciente.
Por el contrario, comprender nuestro papel activo e insustituible en la mutua constitución del pasado y porvenir es acceder a nuestra cuota de libertad y creatividad en medio de la corriente indomable de los acontecimientos. Es precisamente porque otros la quieren domar que el elemento creativo y libre tiene siempre que eludirlos, aunque no dejen de captarlo en su reflejo.
Este sería el eje del proceso de individuación para cualquier entidad con un perfil reconocible en el tiempo a nivel individual o colectivo, de seres vivos a naciones, de teorías científicas a productos tecnológicos, de la historia de una idea a la idea de la historia.
Fue una idea común de los antiguos que la suma del bien y del mal a lo largo del tiempo permanecía siempre invariable. Esto por fuerza convertía a la historia en un fenómenos secundario. No cabe duda de que al éxito material puede acompañarle una mengua del horizonte intelectual y vital, en la biología como en la biografía, así como en la evolución de las culturas.
Por supuesto que la relación entre materia y espíritu no es necesariamente excluyente ni autoriza la mera indiferencia. Ha habido fases de prosperidad material y expansión transindividual, y ha habido épocas que han resultado calamitosas en todos los ámbitos, de lo que aún es más fácil encontrar ejemplos.
¿Qué se compensaría entonces en esa suma imperturbable del acontecer y la fortuna? ¿Nos habla de un doble sentido de lo vacío y de lo lleno, o de lo que guardamos en reserva y expresamos en acto? Tal vez haya una suma que permanece invariable, y un producto que en absoluto necesita serlo. El balance no puede dejar de contar con el intercambio de impulso entre el polo mental y el material.
El árbol de la vida no es el árbol del bien y del mal; el segundo depende de nosotros, pero nosotros dependemos del primero por más que no lo veamos, y ni con todas nuestras predicciones podríamos separarnos de él. Digamos, entonces, que hay una verdad vital que no depende del cálculo y es sin duda lo más importante.
Si el eje indestructible en el que coinciden tan misteriosamente reversibilidad e irreversibilidad estuviera libre de cualquier obstrucción, la libertad sería ilimitada pero también quedaría indeterminada por la carencia de restricciones. Como en toda acción humana, aun sin darse cuenta uno explora los límites prácticos de su interacción.
Hay sabiduría en retroceder; y si se entiende bien, ni siquiera supone un retroceso. Otra cosa es que las élites económicas se encuentren en condiciones de hacerlo. En un clima que llama a la intensificación del odio, he tratado de indicar una vía sin daño para nadie y siempre a disposición de quienes la buscan.
Mackinder dijo que quien gobernara el corazón de Eurasia mandaría en el mundo; con bastante más razón podemos decir que quien se atenga a este eje ingobernable podrá ser dueño de sí mismo, lo que debería resultar suficiente.
Referencias
Bruce Bogoshian, Kinetics of wealth and the Pareto Law (2014)
Laurent Guyénot, The Holy Hook (2019)
Jaromir Benes, Michael Kumhof; The Chicago Plan revisited (2012)
Charles Hugh Smith, The New Tyranny Few Even Recognize (2020)
Miguel Iradier:
Futuro y fuga del dinero (2016)
Una fábula, un enigma y una solución final (2019)
Caos y transfiguración (2019)
La Tecnociencia y el laboratorio del Yo (2019)
El capital y sus amigos (2019)
El pacto de los cacahuetes (2020)
Pole of inspiration -Math, Science and Tradition (2020)