Los caminos en el continuo ciencia-tecnología pueden ser innumerables pero todos presuponen una reciprocidad potencial entre conocimiento y aplicación —luego entre conocimiento y poder. Y sin embargo aún no tenemos la menor idea de qué clase de círculo cierran conocimiento y poder sobre nosotros.
La mecánica celeste de Newton parecía inicialmente muy alejada de los asuntos mundanos pero la generalización no justificada de sus principios a cosas muy alejadas de los artefactos humanos tuvo el efecto de convertir al mundo en una máquina que rodaba sin que se le vieran las ruedas.
La sociedad se ha ido dando forma a sí misma en la medida en que se aislaba de la naturaleza pero no puede subsistir sin un intercambio o comercio con ella que a su vez depende de nuestro conocimiento de ella. Cualquier relación de dominio sobre la naturaleza se reproduce al interior de la sociedad, entre unas partes que ejercen el control y otras que lo padecen.
El sistema solar ligado por la gravedad, o la función del corazón en la circulación, se han visto como gobernados sin más por el concepto de fuerza en nuestra presente cosmovisión. Desde mitad de siglo XX la teoría de la estabilidad y la cibernética han desarrollado una teoría del control sobre esas mismas pretendidas «fuerzas ciegas», generalizando una versión de la entropía que ya de por sí estaba muy alejada de su contexto termodinámico original. Habría que ver cómo evoluciona la teoría del control si se asume la regulación espontánea en los principios dinámicos de acción, en la Segunda Ley y en la resonancia colectiva entre elementos; así como en la relación entre estos tres aspectos.
La superación del reduccionismo de ningún modo puede pasar por las correcciones de última hora que pretenden compensar grados crecientes de abstracción con grados también crecientes de subjetividad en nombre de la inclusión del observador, ya sea en la mecánica estadística, la mecánica cuántica o la relatividad; pasa en todo caso por corregir las lagunas de la posición fundacional, que hasta ahora permanece inafectada.
Pero la reciprocidad entre el hombre y la naturaleza llega mucho más lejos de todo cuanto sospechamos, y no puede ser abarcada por un mero giro teórico, por amplio o profundo que parezca. No se trata de buscar una naturaleza externa idealizada a la que retornar, pues también todo lo que está atrapado en el ser humano es naturaleza.
No sabemos ni tal vez queremos prescindir de las máquinas. ¿Podemos cambiar nuestra relación con ellas? También las máquinas son naturaleza atrapada, comprimida y moldeada; y mientras se nos fuerza a depender de ellas se nos entrena rutinariamente para la obediencia. Recojo ahora algunos párrafos de un tema que traté más extensamente en La tecnociencia y el laboratorio del yo:
«El principio de Vico, que afirma que sólo comprendemos lo que hacemos, es más general que el de Descartes. Aunque seguramente también se puede dudar del principio de Vico. Sé mover mi mano, pero ¿sé cómo es que muevo mi mano? De segunda mano, por así decir, no de primera. Por supuesto hacer no es producir, salvo en el pensar, y producimos máquinas para no hacer cosas directamente, y para no directamente pensar. Podemos tratar entonces de introducir en el ámbito del saber-poder el principio de Vico debidamente reformado: sólo comprendo aquello en lo que participo, y en la medida en que participo.
No es por el cálculo, sino por las artes prácticas, que mejor conocemos el mundo. El mismo concepto de eficiencia, como economía de esfuerzo o elegancia, era una noción natural en el arte de todas las culturas antes de que las técnicas fueran invadidas por una montaña apilada de mediaciones científicas; habría que sacarla del fondo de la pila. Existe un sentido natural de la eficiencia en cualquier actividad física, en la entonación justa, en cualquier gesto o pincelada.
Para pasar de un ámbito al otro, del funcional regido por el cálculo al funcional intuitivo, pensemos por ejemplo en el biofeedback o realimentación biológica. Una señal que esté en correspondencia con una función vital nos puede servir para variar ésta a voluntad, dentro por supuesto de unos límites. Sin embargo, y esto es lo importante, aquí está fuera de lugar cualquier noción de manipulación, que en este contexto pierde todo su sentido. Incluso el control, con toda su vasta teoría actual, queda subsumido en la idea de autocontrol, que lejos de ser un caso particular, parece el caso más indefinido y general.
En nuestro control físico ordinario de objetos externos también se invierte la relación entre acción y cálculo. Pensemos en el complicado equilibrio que conlleva ir en bicicleta; la dinámica a duras penas puede resolver el problema mediante las fuerzas centrífugas en caso de movimiento lento, pero se le va de las manos en casos de mayor velocidad. Y sin embargo para el ciclista es todo lo contrario: la velocidad es la solución, y la excesiva lentitud el problema. El movimiento se demuestra pedaleando.
Sin embargo dentro de la categoría del autocontrol hay algo más que ciclos de percepción y acción; hay también autoobservación. En el caso del biofeedback se presentan dos casos básicos, el seguimiento de una función de forma directa, como cuando al observar nuestra respiración la modificamos sin siquiera pretenderlo, y el seguimiento indirecto, ya sea mediante un espejo que nos devuelve nuestra imagen para intentar mover músculos involuntarios o por un aparato con sensores que nos traduce señales generadas por nosotros mismos pero de las que nosotros no somos conscientes.
El motivo del biofeedback puede parecer muy limitado puesto que desde su aparición y difusión hace cincuenta años apenas ha trascendido el nivel de una curiosidad. Sin embargo marca un punto de inflexión en la relación entre el hombre y la máquina. Si la idea más socorrida a la hora de explicar el surgimiento de herramientas es como extensiones o prótesis que proyectan fuera nuestra capacidad como organismos, y si luego hemos dado en reconocer que a partir de cierto punto se pierde toda relación armónica entre la herramienta y el órgano, aquí por primera vez empleamos la máquina para que nos ayude a tener o recobrar la conciencia de funciones orgánicas hundidas ya por debajo del umbral de la atención.
Así pues, si la técnica salió de la biología del organismo consciente, es justamente aquí que retorna a ella de la forma más mediada posible, aunque con la intención más directa. En puridad, toda la teoría cibernética del control tendría que retornar al autocontrol como su arquetipo, puesto que éste ya incorpora los ciclos de percepción y acción permitiendo el hueco justo para la autoconciencia en torno a la que giran; lo automático se subsume en el autocontrol, el autocontrol en la autointeracción y ésta en lo espontáneo.
A pesar de que estamos hablando de que los campos gauge contienen un mecanismo básico de feedback, el uso del lagrangiano en teoría del control parece totalmente secundario, lo que supone una curiosa situación. Las cosas podrían cambiar si se trabajara con fuerzas del tipo de la de Weber, y también con fuerzas disipativas, termomecánicas, en el sentido propuesto por Pinheiro. También la teoría de la medida tendría que ajustarse a los requerimientos de este tipo de sistemas.
Hoy se dice que el doble acceso a la percepción y a la acción definen un problema de inteligencia artificial. Pero todavía hay un campo mayor esperándonos en la autopercepción y la inteligencia natural.